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Las Antígonas (1ª parte):  Marechal – Sófocles- Anouilh –Esquilo

septiembre 16, 2022

«In den Gebieten, mit denen wir es zu tun haben, gibt es Erkenntnis nur blitzhaft. Der Text ist der langnachrollende Donner.«- Walter Benjamín, Das Passangen-Werk, N.I.I. (En los ámbitos que nos incumben el conocimiento se da sólo como en relámpagos. El texto es el trueno que resuena después largamente.)

 >Se postea la  PRIMERA PARTE  (de dos) de una selección de textos cuya protagonista es alguna de las “Antígonas” nacidas en el mito o retomadas en tiempos modernos. La fragmentación en dos partes y al interior de cada una de ellas se debe a la dificultad de volcar en un solo aporte todo el material disponible, si bien ha sido reducido para facilitar la lectura. La 2ª parte está en elaboración y será publicada en breve.-<

ANTIGONA, hija de Edipo, rey de Tebas, concebida por la madre de éste, Yocasta. Por la noche Antígona dio sepultura a su hermano Polinices contra las terminantes órdenes de Creonte, quien al enterarse del hecho dispuso que fuera enterrada viva. Pero Antígona se suicidó antes de que la sentencia fuera ejecutada; y Hemón, hijo del rey, que estaba apasionadamente enamorado de ella y que no había logrado obtener su perdón, también se dio muerte junto a la tumba de Antígona. La muerte de Antígona es el tema de una de las tragedias de Sófocles. –

A través de todos los siglos de la historia, la tragedia ha revelado una preocupación estética y moral. Desde los griegos hasta nuestros días ha tratado el conflicto religioso-político que se establece entre el hombre y el poder, anunciando el alumbramiento doloroso del orden en el que la ley, divina o humana, se transforma en el eje del debate. Sobre esa tela hemos intentado copiar fragmentos significativos de dos tragedias antiguas y dos modernas que incluyen el mismo personaje, respetando su simbología mítica en los textos de los respectivos autores. Se han privilegiado los parlamentos con omisión de varias indicaciones escénicas. Los trozos faltantes puedan ser recuperados en la red a través de sendas remisiones a las fuentes.-

En el año 1951, se estrena en Buenos Aires, en el Teatro Nacional Cervantes, con la presencia de funcionarios y con la participación de artistas públicamente identificados con el gobierno peronista (entre ellos, el director, Enrique Santos Discépolo, y la actriz principal, Fanny Navarro), la primera obra teatral de Leopoldo Marechal, Antígona Vélez. El relativamente tardío acercamiento de Marechal al género dramático —cuenta con cincuenta años y han pasado casi treinta de su primer libro, Los aguiluchos (1922)— aparece ligado a la búsqueda de un público más cercano a su pensamiento político, cuyo inferior nivel educativo (real o imaginado), le exigía una menor complejidad textual que la del Adán Buenosayres (1948), su “novela total” publicada tres años antes. De ahí que de las múltiples reescrituras, reinterpretaciones y estilizaciones de mitos y temas clásicos, medievales y modernos de esa novela pase a una adaptación de una única obra griega, la Antígona de Sófocles, a la que ubica en un universo diegético local y toponímicamente marcado. Por otro lado, las posibilidades propagandísticas del teatro no son ajenas a la creación de la obra, escrita con el fin de ser estrenada en la fecha patria del 25 de Mayo, perdida por su actriz principal y vuelta a escribir por expreso pedido de la esposa del presidente Perón, Eva Duarte.-

ANTÍGONA VÉLEZ – por Leopoldo Marechal (

Frontis de «La Postrera»; en lo alto de una loma: estilo colonial, de gruesas y bastas columnas. En el centro, gran puerta que deja ver un zaguán tenebroso a cuya derecha se abre la puerta del salón donde se velan los despojos mortales de Martín Vélez. La ventana derecha, es decir, la del salón, está iluminada por la luz temblante de los cirios. Atardecer pampa. Cuando se descorre la cortina, las mujeres están a la izquierda y los hombres a la derecha.

 MUJER 1ª. —¡Hermano contra hermano! MUJER 2ª. —¡Muertos los dos en la pelea! MUJER 1ª. —¡Ignacio Vélez, el fiestero! MUJER 2ª. —¡Y Martín Vélez, el que no hablaba! (Un silencio). MUJER 3ª. —¿Dónde los han puesto? MUJER 2ª. (Indicando la ventana con luz). —Martín Vélez allá, tendido entre sus cuatro velas. MUJER 3ª. —¿Y el otro? MUJER 1ª. —No se puede hablar del Otro. MUJER 3ª. —¿Por qué no? MUJER 1ª. —Está prohibido. (Un silencio). LA VIEJA. —Martín Vélez recibió una hermosa lanzada… >

… … VIEJO. —¿Dónde lo pusieron? HOMBRE 2º. —¿A Ignacio Vélez? Lo habíamos encontrado en el lugar de la pelea, entre una carnicería de pampas muertos. Entonces lo enlazamos de los pies y lo trajimos al galope, arrastrándolo sobre la polvareda. Lo dejamos allá, en la costa de la laguna, desnudo como estaba. VIEJO. —¿Muerto? HOMBRE 2º. —Lucía en la frente un balazo como una estrella. (El Coro de Mujeres está retrocediendo con espanto)…

…VIEJO. —Que un hermano esté aquí, entre sus cuatro velas honradas, y el otro afuera, tirado en el suelo como una basura. Leyes hay que nadie ha escrito en el papel, y que sin embargo mandan. HOMBRE 1º. —Así ha de ser. Pero Ignacio Vélez no tendrá sobre los huesos ni un puñado de tierra. VIEJO. —¿Quién lo ha ordenado así? HOMBRE 1º. —Don Facundo Galván…

…HOMBRE 1º. —Ignacio Vélez era un mozo de avería, fantástico y revuelto de corazón. Se pasó a los indios, ¡él, un cristiano de sangre! HOMBRE 2º. —¡Y ha regresado anoche con este malón! Ha muerto peleando contra su gente. HOMBRE 1º. —Ignacio Vélez quería regresar como dueño a esta casa, y a este pedazo de tierra y a sus diez mil novillos colocados. VIEJO. —¡Era lo suyo! HOMBRE 1º. —¿Y quién se lo negaba? Suyo y de sus hermanos. «Esta tierra es y será de los Vélez, aunque se caiga el Cielo», así ha dicho siempre Don Facundo Galván. ¿Es así, hombres? CORO DE HOMBRES. —Así lo ha dicho. HOMBRE 2º. —Don Facundo es un hombre como de acero. Él ha defendido a «La Postrera» desde que murió su dueño, aquel Don Luis Vélez que sólo montaba caballos redomones. VIEJO. —Luis Vélez: yo lo conocí. Murió sableando a los infieles en la costa del Salado. HOMBRE 2º. —Y Don Facundo Galván se quedó en esta loma, con los hijos de Don Luis, que todavía jugaban. Su consigna fue la de agarrarse a este montón de pampa y de novillos, hasta que Ignacio y Martín Vélez pudieran manejar un sable contra la chusma del sur y un arado contra la tierra sin espigas…

… HOMBRE 2º. —Ignacio Vélez desertó, y ha vuelto como enemigo. HOMBRE 1º. —Por eso está solo y desnudo, allá, en el agua podrida. MUJER 1ª. (Con pesar, a los Hombres). —¿Nadie le cavará una sepultura junto al agua? HOMBRE 1º. —Está prohibido enterrar a Ignacio Vélez…

…MUJER 1ª. —Nosotras, junto al muerto. (Al Coro de Mujeres). Vamos a rezar por Martín Vélez. MUJER 3ª. —¡Y por el Otro! De los labios adentro, las palabras no sufren ley: van donde quieren. MUJER 2ª. (Sombría). —¡Las mías estarán con el otro muerto, en el barro y la noche!..

…BRUJA 1ª. (Súbitamente seria). —¡Que Antígona Vélez no se duerma esta noche! BRUJA 2ª. (Ídem). —¡Antígona Vélez no dormirá. Tiene su corazón afuera! BRUJA 1ª. —¿Dónde? BRUJA 2ª. —Junto a dos ojos reventados que miran la noche y no la ven…

… MOZA 1ª. —Martín Vélez ahora está en el salón grande, tendido y sin voz. MOZA 2ª. (Con amargura). —¡Ignacio Vélez está en la sombra de afuera y en el barro de nadie! MOZA 3ª. —¡Dónde habrá quedado su risa! MOZA 2ª. (Firme). —En el oído y en la sangre de quien la recuerda…

… ANTÍGONA. (Con imperio). —¿Qué hacen aquí, muchachas? LAS TRES MOZAS. (En sobresaltos). —¡Antígona! ANTÍGONA. (Indicando el salón). —¡Debieran estar en el salón, cosidas a las polleras de sus madres! (Irónica). ¡Están rezando por el alma de Martín Vélez, el elegido! Dicen que la muerte es igual a una noche oscura; pero a Martín Vélez no le importa. Él tiene cuatro luces: dos en la cabecera y dos en los pies. MOZA 1ª. (En son de reproche). —¡Antígona, era tu hermano! ANTÍGONA. (Prosigue, sin escuchar). —La muerte no es limpia; yo he visto en la llanura su asquerosidad tremenda. Pero a Martín Vélez lo han lavado con agua de rosas y lo han envuelto en una sábana sin estrenar…

… MOZA 1ª. —¡Era tu hermano, Antígona! ANTÍGONA. (En un grito). —¡El Otro también lo era! ¿Y dónde me lo han puesto? (Se le quiebra la voz). El barro no es una sábana caliente. MOZA 3ª. —Nada sabemos del Otro. Pero aquí hay uno, Antígona, que también es tu carne. ANTÍGONA. (A la Moza 3ª). —Si tuvieras el corazón partido en dos mitades, y una estuviese aquí, entre ojos que la ven llorando, y la otra tirada en la noche que no sabe llorar, ¿qué harías, mujer? (La Moza 3ª no responde, y Antígona insiste en un grito). ¿Qué harías? MOZA 2ª. —No sabemos dónde buscar a Ignacio Vélez. ANTÍGONA. —¡Yo sí! LAS TRES MOZAS. (Avanzando un paso). —¿Dónde lo han puesto? ANTÍGONA. —¡No! ¡No! (Tiende su mano al salón). ¡Ustedes allá, junto a Martín Vélez! Hay luz en su cabecera y buen olor en sus manos. LAS TRES MOZAS. (Insisten). —¡Antígona! ANTÍGONA. (En son de amenaza). —¡He dicho que allá!..

… CARMEN. (Aterrada). —¡Más bajo! ¡Más bajo! ¡Está prohibido nombrar a Ignacio Vélez! ¡Y hay oídos abiertos en todas partes! ANTÍGONA. —¡Era mi hermano y el tuyo! ¡Gritaría su nombre: lo tengo atravesado en el pecho! Si lo gritara, dormiríamos la noche y yo. CARMEN. —Dicen que traicionó a su casa. ANTÍGONA. —¡No lo sé ni me importa! Que lo digan los hombres, y estará bien dicho. Yo sólo sé que Ignacio Vélez ha muerto. ¡Y ante la muerte habla Dios, o nadie! CARMEN. —¡Se fue con los, pampas, y nos ha traído este malón! Así dicen allá los hombres de cocina…

… ANTÍGONA. (Sin oírla). —¡Y sus manos! ¡Sus manos de esquilar ovejas y herrar novillos! ¡Sus manos de agarrarse a la crin de los potros y acariciar las trenzas de las muchachas! ¡Sus cinco dedos, que ahora se clavan en el barro frío! ¡No, la luz de otro amanecer no sabría cómo aguantar el dolor de aquellas manos tiradas en el suelo! CARMEN. —¡Basta! ¡Basta! ANTÍGONA. —¡Y sus pies, hechos a talonear caballos redomones y a levantar polvaredas en el zapateo del «triunfo»! ¡Sus pies helados en la noche, sus pies que ya no bailarán! ¿Te parece que no serían una vergüenza para los ojos que ayer los vieron pisar la tierra justa? Yo te aseguro que ni la luz de Dios ni el ojo del hombre verán mañana esa derrota de Ignacio Vélez. CARMEN. —¿Y qué podrás hacer, Antígona? ANTÍGONA. —La tierra lo esconde todo. Por eso Dios manda enterrar a los muertos, para que la tierra cubra y disimule tanta pena. CARMEN. —¡Está prohibido enterrar a Ignacio Vélez!…

… DON FACUNDO. —Hombres, mañana cavarán una tumba para Martín Vélez. CAPATAZ. —¿Dónde, señor? DON FACUNDO. —Aquí, junto a la casa que defendió. Enterrar a Martín Vélez es como plantar una buena semilla. (Se oye a lo lejos, en la noche, la algarabía de las aves carniceras. Los peones inclinan sus frentes). CAPATAZ. —Es allá, en la cañada: el otro muerto, con sus pájaros alrededor. PEONES. —Con sus pájaros mordedores. ¡Ignacio Vélez! DON FACUNDO. (Violento). —Dije que ni su nombre puede volver a la casa que traicionó. ¿Entienden? PEONES. —Sí, es lo dicho. DON FACUNDO. (Tras un silencio tenso). —¿Se dice algo del Otro? CAPATAZ. —Señor, las mujeres hablan. DON FACUNDO. —¿De qué? CAPATAZ. (Molesto). —Hablan de un muerto con luz y de otro a oscuras. DON FACUNDO. —¿Y Antígona? CAPATAZ. —No ha querido entrar en el salón. Anda por afuera, mirando la oscuridad y poniendo su oído en la noche…

… CAPATAZ. —¡Y arrear tropillas y rebaños! ¡Y desandar horizontes! PEONES. —¡Todo porque se ha puesto fea la cara del desierto, y los pampas vienen del sur a robar hembras y caballos! DON FACUNDO. —Ahí está mi razón. Por eso me agarré yo a esta loma y no la suelto. La tierra es del hombre cuando uno puede nacer y morir en ella. CAPATAZ. —Y plantar amores y espigas que ha de cosechar uno mismo, y no la mano sucia de un bárbaro. DON FACUNDO. —La razón es ésa. Y no la soltaré aunque lloren las mujeres y sangren los hombres. Para eso estamos aquí: para sangrar y llorar. ¿Entienden? PEONES. —¡Así nos enseñaron! DON FACUNDO. —¿Y qué más podríamos hacer nosotros? Algún día, en esta loma, vivirán hombres que no sangran y mujeres que no aprendieron a llorar. Ésa es mi razón. ¿Cómo podría yo ser blando con los que la traicionan? Por eso está el Otro allá, tendido en su inmundicia…

… DON FACUNDO. (A todos, por Antígona). —¡Bien sé yo en qué anda su corazón enredado! ANTÍGONA. (Volviéndose por fin a él). —¿En qué anda, señor? DON FACUNDO. —¡Debería estar junto a la cabecera de tu hermano! ANTÍGONA. —¿Junto a qué cabecera, la de lana caliente o la de barro frío? DON FACUNDO. —¡Lengua de víbora! ANTÍGONA. —¡Es que yo tuve dos hermanos! DON FACUNDO. —¡Uno solo mereció tal nombre! ANTÍGONA. —Tal vez, cuando vivían, y montaban caballos tormentosos, anduvieron en guerras. Pero son dos ahora, en la muerte. ¡Dos! ¡Y uno está castigado! DON FACUNDO. —Lo castiga una ley justa. ANTÍGONA. —Mi padre sabía dictar leyes, y todas eran fáciles. Murió sableando pampas junto al río. DON FACUNDO. —Las leyes de tu padre voy siguiendo…

… ANTÍGONA. —¡No, señor! Dicen que Ignacio Vélez recibió tres heridas en la pelea. Y está bien, porque las recibió más acá de la muerte y entraban en lo suyo. Lo que no está bien, ¡y lo gritaría!, es la vergüenza que recibe ahora del otro lado de la muerte, porque no entra en lo suyo. (Al Coro de Hombres). ¡Ni en lo de ustedes, hombres!…

… ANTÍGONA. —Hay otro condenado, allá, en la noche. DON FACUNDO. —¡Y allá quedará él, hasta que lo derrita el agua! ANTÍGONA. —¡Quién sabe! Dios ha mandado enterrar a los muertos. DON FACUNDO. (Amenazador). —¡Si alguien se atreviera, más le valdría no haber nacido!…

… DON FACUNDO. (A Lisandro). —Hijo, no me gusta. Yo esperaba el asalto, entre dos luces. Mis hombres están todavía junto a las bocas de fuego. LISANDRO. —¿Y los infieles? DON FACUNDO. —Han movido sus caballadas, a lo bárbaro: han hecho sonar sus trompetas. Y nada más. LISANDRO. —¿No se han acercado? DON FACUNDO. —A tiro, no. RASTREADOR. (Ríe). —¡Le tienen miedo a los cañones! DON FACUNDO. —O esperan algo, yo diría. LISANDRO. —Padre, ¿qué? DON FACUNDO. —Algún refuerzo de chusma, por el sur…

… DON FACUNDO. —Los hombres no han soltado las carabinas. Las mujeres rezaban allá por el difunto Martín Vélez, y se durmieron al amanecer. LISANDRO. (Tímido). —¿Y Antígona? DON FACUNDO. (Amargo). —Sí, Antígona Vélez. No ha querido rezar anoche junto a la cabecera de su hermano. Es una espina que se nos ha clavado en el talón. LISANDRO. (En son de protesta). —¿Una espina, ella? ¡No lo fue nunca! Ella no sabría clavarse ni en la maldad. DON FACUNDO. —Ha dejado caer palabras venenosas. LISANDRO. —¿Antígona? Ella no habla mucho, pero cuando lo hace, parecería que bendijera lo que va nombrando. DON FACUNDO. —Le ha dolido el otro muerto, porque no ha entrado con los pies adelante y a lo señor en esta casa…

… LISANDRO. —¿Está seguro, padre? DON FACUNDO. —Yo mismo les hablé a todos, hombres y mujeres, prohibiendo esa sepultura. LISANDRO. —Entonces, alguien ha faltado a la consigna. RASTREADOR. —O la ignoraba. DON FACUNDO. (A los dos, en un comienzo de asombro). —¿Qué dicen? LISANDRO. —Alguien ha enterrado a Ignacio Vélez, allá, junto al agua. RASTREADOR. —Sí, alguien cavó anoche, bien y hondo. DON FACUNDO. (Anonadado). —¡No es posible! LISANDRO. —En el mismo barrial donde Ignacio Vélez quedó recostado. (Por el Rastreador). Éste y yo vimos la sepultura. RASTREADOR. —Tenía en la cabecera una cruz de sauce atada con hilo de zurcir. LISANDRO. —Y a los pies algunas flores de cardo negro…

…DON FACUNDO. —El que lo hizo no puede ser de la casa: ¡los he amenazado ayer, y sin vuelta de hoja! El que cavase una tumba para Ignacio Vélez moriría. RASTREADOR. —Señor, de la casa es. Hay una huella de pasos que va desde la Puerta Grande hasta la tumba, y vuelve a la casa por el mismo lugar. Es un pie con bota de potro. A la ida, el hombre ha cargado la pala del entierro; al volver la trae arrastrándola. DON FACUNDO. (Entre su ira y su duda). —¿Alguien de aquí? ¡No puede ser! ¡Los he amenazado! ¿Y quién se atrevería?…

… RASTREADOR. (A Don Facundo). —Aquí están las prendas. (Las deposita en el suelo). DON FACUNDO. —¿Las del hombre que sepultó a Ignacio Vélez? RASTREADOR. (Turbado). —No es fácil decirlo. Seguí el rastro y di con esas cosas. Las llevaba el mismo que cavó anoche una sepultura. DON FACUNDO. —¿Dónde ha encontrado esas prendas? (Silencio apenado del Rastreador). ¿Dónde? RASTREADOR. (Baja la cabeza y dice:) —En el cuarto de Antígona Vélez…

… DON FACUNDO. —Yo he visto anoche sus manos: ataban una cruz con hilo negro de zurcir. MUJERES. —¡Tenía su corazón afuera! MUJER 1ª. —Por eso no ha rezado con nosotras junto a Martín Vélez. Pero ella no salió anoche de la casa: la hubiéramos oído. DON FACUNDO. —Pero alguien salió. Y volvía cantando antes del amanecer. LISANDRO. —¿Ella? ¡Si nadie lo creería! DON FACUNDO. —Yo vi anoche su corazón. (A las Mujeres). ¿Y ustedes? MUJER 1ª. —Lo llevaba desnudo. Pero Antígona fue también la madre de sus hermanos. MUJERES. —¡Y uno estaba perdido en la oscuridad! LISANDRO. —¡Y le dolía, padre! DON FACUNDO. (Mirándolo con dureza). —Yo he visto su corazón anoche. ¡Y estoy mirando el tuyo ahora! (Lisandro inclina la frente)…

… DON FACUNDO. (A Antígona). —Ignacio Vélez fue sepultado anoche contra mi voluntad. (Antígona continúa mirándolo en silencio, y Don Facundo insiste). ¿Me has oído? ANTÍGONA. —Sí, señor. DON FACUNDO. —¿Y nada tienes que decir? ANTÍGONA. —Nada. DON FACUNDO. (Indicando las prendas que trajo el Rastreador). —Son las prendas que alguien vistió anoche para cavar una tumba prohibida. ANTÍGONA. —Era fácil encontrarlas. Yo no las escondí. DON FACUNDO. (Violento). —¿Quién enterró a Ignacio Vélez? ANTÍGONA. (Con voz natural). —Yo lo enterré. MUJERES. —¡Antígona! ANTÍGONA. (Irguiéndose, como transfigurada). —¡Yo lo enterré! (Y ahora en un grito salvaje, mezcla de triunfo y de dolor). ¡Yo lo enterré anoche!…

… DON FACUNDO. (A Antígona). —Mujer, ¿sabías cuál era mi voluntad? ANTÍGONA. —Yo seguí otra voluntad anoche. DON FACUNDO. —¡En esta pampa no hay otra voluntad que la mía! ANTÍGONA. —La que yo seguí habló más fuerte. Y está por encima de todas las pampas. LISANDRO. (Consternado). —¡Antígona! ¡Sola y de noche! ¡Y con la furia del sur alrededor!…

… ANTÍGONA. —Allá lo habían tirado, con la frente al norte y los pies al sur. Me arrodillé junto a su cabecera. Los pájaros gritaban en la noche, y su hambre tenía razón. Pero yo estaba de rodillas junto a la cabecera, y vi sus ojos y su boca, y no grité. MUJERES. —¿No gritaste? ANTÍGONA. —Ya no podía. Sus ojos reventados eran dos pozos llenos de luna: miraban las estrellas y no las veían, por más que se abriesen en toda su rotura. Pero la boca de Ignacio Vélez reía: ¿no le llamaban «el fiestero»? Ahora que no tenían labios, aquellos dientes reían mejor. Y por eso no grité. MUJERES. —¡Ya no se podía gritar! ANTÍGONA. —Ni se debía, mujer. Lo que yo pensé y quise fue ocultar esa risa y aquellos ojos que ya no tenían mirada: esconderlos abajo, muy hondo, antes de que saliera el sol y los viese. Y entonces cavé…

… ANTÍGONA. —Volví cantando, sí. Porque ahora mi alma se volvía conmigo, y estaba ella como si le hubieran dado un vino fuerte. MUJERES. —¡Antígona cantaba! HOMBRES. —¡Y se ha perdido! (Un silencio. Las miradas están ahora puestas en Don Facundo, que lo ha escuchado todo con la expresión abstracta de un juez). DON FACUNDO. (A los Hombres, sereno). —Hombres, escuchen. Hoy, al atardecer, ensillarán un caballo. HOMBRES. —¿Un caballo? ¿Cuál? DON FACUNDO. —El mejor está en la tropilla de los alazanes. Y ha de ser el mejor. HOMBRE 1º. —¿El mejor caballo? ¿Para qué? DON FACUNDO. —Ha de correr una carrera, hoy, en cuanto el sol ande queriendo entrarse…

… DON FACUNDO. —Yo he dado mi ley a esta casa. El que tenga otra debe salir, hombre o mujer. LISANDRO. —¡Padre, no es justo! Eso vale tanto como la muerte. . . LISANDRO. —Mi padre nunca fue blando; pero fue siempre justo, y sabía castigar. No lo entiendo ahora. ¿Qué ha sucedido, Antígona? Todo se ha embrujado aquí desde que los pampas cayeron del sud. ¡Todo se ha endurecido aquí, hombres y mujeres! Hasta los animales están como endemoniados, y las cosas parecería que mordieran. ANTÍGONA. —No, Lisandro. Todo está igual ahora: los vivos en sus quehaceres, los muertos en su tierra. LISANDRO. —¡Mi padre no ha sido justo! ANTÍGONA. —¿Por qué no? Él toma su quehacer y lo cumple; yo he tomado el mío, y lo cumplí. Todo está en la balanza, como siempre. LISANDRO. —¡Pero hay un caballo, Antígona! Un alazán que ha de salir al atardecer, llevando a una niña sin culpa. Y ese caballo no está en la balanza. ANTÍGONA. —¿Quién lo sabe? Dios hablará en las patas de ese caballo. Y si estuvo en la balanza o no, la noche lo dirá. LISANDRO. —¡Ese caballo no saldrá hoy de la Puerta Grande! ANTÍGONA. —¡Saldrá! ¡Y yo con él! ¡Anoche lo vi tan claro!…

… ANTÍGONA. —¡Bah, demasiado fácil! Yo tenía un quehacer en esta pampa: la gente dice que mi padre murió en la costa del Salado, y que Antígona Vélez nunca tuvo muñecas, porque debió ser la madre de sus hermanitos. (En un arranque de pena). ¿Y dónde los tiene ahora? ¡No y no! Antígona se ha quedado sin labores. Y todo será fácil. LISANDRO. (En un grito). —¡Antígona! ¿Y yo? ANTÍGONA. (Se conturba, inclinada la frente). —Es verdad. Me quedaba otro hermano. LISANDRO. —Antígona, yo no soy tu hermano. ANTÍGONA. —Eran tres y montaban caballos del mismo pelo. ¡Qué días! ¡Qué días! ¡Tres mozos derechos como lanzas! LISANDRO. —Fuimos hermanos hasta una edad. Hasta una edad. ¿Lo has olvidado?…

… LISANDRO. (Vuelve a protestar). —¡Antígona! (Ríe de pronto). No, esa pelea fue más tarde, allá, en el aljibe. Ya sé que no lo has olvidado. Era mi primer potro: querían ellos que lo domara con espuelas. Y me negué: yo tenía quince años. ANTÍGONA. —¡Y tiraste las espuelas! Cayeron a mis pies. Hubo una gran risa de hombres junto al palenque. LISANDRO. —Antígona, cuando subí al doradillo y los hombres me lo soltaron, la tierra me pareció chica. El animal se arremolinaba de un lado a otro: las caras empezaron a dar vueltas, ¡y yo sólo veía una! Cuando el potro se metió a corcovear, saltaban en el aire hombres y cosas; pero yo sólo veía una cara y un miedo, junto al corral grande. Por fin se me rindió el doradillo, y entonces comenzó a volar por la llanura, sordo y ciego. Y yo, enhorquetado en él, vi cómo el horizonte se me venía encima, y tiré de las riendas. Pero algo tironeó más fuerte, y eran dos ojos que yo había dejado a mis espaldas, en el corral grande. Aquellos ojos lagrimeaban, ¡y eran los tuyos, Antígona!…

… ANTÍGONA. —Sí, lagrimeaban por otro hermano que salía recién de su primer combate. LISANDRO. —¡No, Antígona! El que subió al potro era un niño: el que bajó ya era un hombre. Y aquel hombre no era tu hermano. (Antígona baja la frente). Y la que me siguió con los ojos empezó a llorar como niña y terminó llorando como mujer. Y supo entonces que ya no era mi hermana. ANTÍGONA. —¡Eso no! ¡Eso no! LISANDRO. —Estabas demasiado seria cuando me abrazaste. Yo volvía deshecho y alegre, con el olor del potro en las manos, en la boca, en el pelo. Y me abrazaste, y supe que ya no eras mi hermana, sino algo que duele más. ANTÍGONA. —¡Lisandro! LISANDRO. —Y también lo supiste, Antígona, cuando lavaste mis dedos heridos en las riendas, y me los besaste llorando. ANTÍGONA. —¡Tenían el sabor de tu sangre! LISANDRO. —Yo te besé los ojos, y tenían el sabor de tus lágrimas. ANTÍGONA. —Entonces nos miramos como si recién nos conociéramos. LISANDRO. —Nos conocíamos recién. ANTÍGONA. —¡En tu sangre! LISANDRO. —¡Y en tus lágrimas! ANTÍGONA. —¡Pobre amor, nacido en cuna tan triste!…

… LISANDRO. —Y me dijiste que tuve miedo junto al doradillo. ANTÍGONA. —¡Y te pusiste furioso! LISANDRO. —Entonces comenzaste a reír, y me dolió. ANTÍGONA. —Yo buscaba una guerra. LISANDRO. —¿La de los labios o la otra? ANTÍGONA. —¡Era la misma! LISANDRO. —Y te fuiste riendo. ANTÍGONA. —¡Para que me siguieras! LISANDRO. —Te alcancé junto a los álamos, y te sacudí por los hombros, y ya no reías. ANTÍGONA. —Y como estábamos en guerra, me abrazaste. ¡El sol arriba estaba como loco! LISANDRO. —¡Y te besé!…

… LISANDRO. —Ahora que lo sabemos todo y que todo lo dijimos, ¿quién se opondría? ANTÍGONA. —Un caballo alazán que ha de salir al atardecer contra un horizonte de lanzas. LISANDRO. —¡Antígona, ese caballo no saldrá! ANTÍGONA. —Lo he visto anoche, y el alazán iba cubierto de sangre. LISANDRO. —Anoche, tal vez. Pero ahora no. ¡Hay tanta luz arriba y abajo! (Se abrazan)…

… ANTÍGONA. —Mujeres, ¿no conocían ya la verdadera cara del sur? El sur es amargo, porque no da flores todavía. Eso es lo que aprendió hace mucho el hombre que hoy me condena. Yo lo supe anoche, cuando buscaba, una flor para la tumba de Ignacio Vélez y sólo hallé las espinas de un cardo negro. MUJERES. —¿Y qué haríamos nosotras con tantas lágrimas? ANTÍGONA. —Alguna vez he pensado que llorar es como regar; y donde se lloró algo debe florecer. MUJER 1ª. —¡Antígona! ¿Qué podrá florecer con tu muerte?…

… ANTÍGONA. —El hombre que ahora me condena es duro porque tiene razón. Él quiere ganar este desierto para las novilladas gordas y los trigos maduros; para que el hombre y la mujer, un día, puedan dormir aquí sus noches enteras; para que los niños jueguen sin sobresalto en la llanura. ¡Y eso es cubrir de flores el desierto! (Mira, desolada, su atuendo varonil). Ahora me viste de hombre y está ensillando su mejor alazán, y me prepara esta muerte fácil. MUJERES. —¡Niña, es tu verdugo! ANTÍGONA. —¡No! Todo lo ha ordenado él así porque anda sabiendo. MUJER 1ª. —¿Qué sabe, para ordenar una muerte sin culpa? ANTÍGONA. —¡Él quiere poblar de flores el sur! Y sabe que Antígona Vélez, muerta en un alazán ensangrentado, podría ser la primera flor del jardín que busca. Eso es lo que anda sabiendo él, y lo que yo supe anoche, cuando le tiré a Ignacio Vélez la última palada de tierra y subí cantando a esta loma. ¡Era la piedad, y también el orgullo de los Vélez! Mi padre murió en la costa del Salado, y fue su orgullo el que midió veinte sables contra doscientas lanzas indias. ¡Ayer, a medianoche, lo supe y canté! Oigan mujeres: yo debí morir anoche. Si yo hubiese muerto anoche, mi padre hubiera salido a recibirme, allá, en el bajo: él y sus veinte sables rotos. ¡Ahora no saldrá! MUJERES. —¿Por qué no, Antígona? ANTÍGONA. (Conturbada). —Porque hoy, a mediodía, olvidé lo que supe ayer, a medianoche…

… HOMBRE 1º. —Sí, Antígona correrá hoy con la muerte. MUJERES. (En rítmica salmodia). —¡Los hombres y el color de sus potros! No saben hablar sino de caballos. ¡Y nosotras atadas a esta loma! Llorando por los que se van, riendo por los que vuelven. ¡Por el amor que se ha ido en un zaino y ha de regresar en un lobuno! ¡Y ellos hablando siempre de sus redomones! ANTÍGONA. (A los Hombres). —¿No han oído hablar alguna vez de un potro doradillo que volvió del horizonte frenado por los ojos de una muchacha? HOMBRE 1º. —No, Antígona. ¿Qué potro era? ANTÍGONA. —¡Lo domaba un jinete de quince años! MUJERES. (Desoladas). —¡Antígona Vélez! MUJER 1ª. —¡Su corazón ya está lejos! MUJERES. —Habla como los que van a morir. HOMBRE 1º. (A Antígona). —¿Un jinete de quince años? ANTÍGONA. —¡Increíble! Y por eso Antígona Vélez no tendrá hoy lo que había recogido anoche tapando muertos en la llanura. HOMBRES. —¿Qué habías recogido anoche? ANTÍGONA. (A los Hombres). —Mi padre te lo diría, si volviera del Salado con sus veinte hombres caídos en el agua. (Un silencio). ¿Qué hora es? HOMBRES. —Ya es la hora, niña…

… LISANDRO. —¡Ese caballo no puede salir! ¿Qué se diría mañana de nosotros? ¡Que lanzamos contra el enemigo, no a los hombres duros, sino a las mujeres castigadas! HOMBRE 1º. —No podrían decirlo. El combate fue nuestro pan de cada día. HOMBRES. —Esa es la ley que nos enseñaron en el desierto: ¡lanzas y potros!… ANTÍGONA. —Es que ya no importa, Lisandro. Necesitaba yo que la gritases, para que Antígona Vélez no se fuera tan sola. LISANDRO. —Antígona, ¡no te irás! ANTÍGONA. —El sol está en su punto debido, y hay un caballo en la Puerta Grande. HOMBRE 1º. (A Lisandro). —La consigna es dura…

… MUJER 1ª. —¡Es ella! ¡Galopa contra el sol! MUJERES. —¡A media rienda va, y el sol de frente! MUJER 1ª. —¡El alazán es una luz! ¡Y ella le clava las espuelas todavía! MUJERES. —¡Y la muerte delante! (Un silencio. Se oye otro galope que arranca de afuera). MUJER 1ª. —¿Quién ha salido ahora? MUJERES. (Tras observar un instante). —¡Lisandro Galván! MUJER 1ª. —¡En un potro como de tinta!…

… HOMBRE 1º. —A las primeras luces dieron la carga. HOMBRES. —¡Doscientos hombres o demonios, y una flor de caballos! HOMBRE 1º. —El Capitán Rojas y sus doscientos blandengues parecían estar cortando trigo. Y los pampas ni atinaron a enderezar sus chuzas entre aquel aguacero de sables que les había caído encima. (Un silencio). DON FACUNDO. (Saliendo de su abstracción). —¡Tolosa! HOMBRE 1º. (Se le acerca). —Señor. DON FACUNDO. —¿Cómo andan las cosas afuera? HOMBRE 1º. —El grueso del batallón está sableando a los infieles en desbandada: se ven las polvaredas muy al sur, en la línea del desierto. El Capitán Rojas ha dicho que los perseguirá esta vez hasta más allá del Salado. DON FACUNDO. —¿Y en el bajío? HOMBRE 1º. —Sí. Han quedado allá unos treinta hombres: están juntando las caballadas. (Clarines). DON FACUNDO. (Inquieto). —Y esos clarines, ¿por qué suenan ahora? HOMBRE 1º. (Entusiasmado). —¡Señor, han ganado un combate! (Se levanta el Coro de Mujeres). MUJERES. —¡Las armas relucen al sol! ¡Y los hombres enloquecidos en sus potros! MUJER 1ª. —La llanura es una guerra que no sabe dormir. MUJERES. —Y nosotros que llorábamos ayer, deberíamos reír ahora. Porque se han alegrado las armas. MUJER 1ª. —Sí, porque la furia del sur es ya una polvareda que se va tragando el horizonte. MUJERES. —¡Y no podemos reír ahora! MUJERES. —Antígona Vélez ya no podrá reír con nosotras en el alegrón de las armas. MUJER 1ª. —Y Lisandro Galván no ha de volver ya del entrevero en un redomón que chorrea espuma. (Un silencio. El clarín suena otra vez, pero ahora en un largo toque melancólico). DON FACUNDO. (Al Hombre 1º). —¡Esos clarines! ¿Qué habrá pasado ahora? HOMBRE 1º. —Tocan allá como a silencio. DON FACUNDO. (Al Coro de Hombres que sigue mirando la llanura). —Hombres, ¿qué pasa fuera? HOMBRES. —¡Los blandengues! DON FACUNDO. —¿Qué andan haciendo en el bajo? HOMBRES. —¡No se ve! La polvareda lo cubre todo, jinetes y caballada…

… SARGENTO. (A Don Facundo). —Buenos días, Galván. DON FACUNDO. (Lo mira de frente). —Sargento, buenos días. SARGENTO. (Entre reservado y piadoso). —Señor, le traigo dos muertos que levanté allá, en el bajío, y que son de «La Postrera». MUJERES. —¡Antígona Vélez! HOMBRES. —¡Lisandro Galván! SARGENTO. —Estaban juntos, y como atravesados por una misma lanza. (El Sargento hace una señal a la izquierda, y aparecen ocho soldados que traen, en dos angarillas rústicas, los cuerpos de Antígona y de Lisandro. Los blandengues ubican los cadáveres a la derecha y a la izquierda del ombú, tal cual estaba la pareja en el idilio del Cuadro Cuarto. Enseguida se cuadran ante los muertos y vuelven a salir formados. Don Facundo, inmutable, se descubre ante los cadáveres y los contempla largamente). SARGENTO. —No podíamos creerlo. Estaban helados, como si toda una noche les hubiera corrido encima. HOMBRE 1º. —¿Muy lastimados? SARGENTO. —Una lanzada sola. (El Coro de Mujeres se arrodilla frente a la pareja). MUJER 1ª. —¡Antígona! ¡Hubiéramos querido traerte a la casa, pero vestida de novia y latiendo! ¡Montada en un alazán, a mediodía: en el mediodía que siempre te hablaba! MUJERES. —¡En un alazán tostado! ¡No el de tu muerte! (El Coro de Hombres habla de pie:). HOMBRE 1º. —¡Lisandro Galván! ¡Hubiéramos deseado acompañarte la mañana de tu casamiento! ¡Y pechar tu caballo de novio, tu redomón oscuro lleno de platería! HOMBRES. —¡No el de tu muerte! ¡No el de tu muerte acostada junto a una novia sin color! (Un silencio). DON FACUNDO. (Arrancándose a su contemplación, dice a los Hombres:) — Hombres, cavarán dos tumbas, aquí mismo, donde reposan ya. Si bien se mira, están casados. MUJERES. —¿Casados? DON FACUNDO. (Doliente y a la vez altivo). —Eso dije. HOMBRE 1º. (A Don Facundo). —Señor, estos dos novios que ahora duermen aquí, no le darán nietos. DON FACUNDO. —¡Me los darán! HOMBRE 1º. —¿Cuáles? DON FACUNDO. —Todos los hombres y mujeres que, algún día, cosecharán en esta pampa el fruto de tanta sangre. TELÓN

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LEOPOLDO MARECHAL (Buenos Aires, 11 de junio de 1900 – 26 de junio de 1970). En 1940 obtuvo la más alta distinción que otorga su país, el Primer Premio Nacional de Poesía, con sus libros de poesía Sonetos a Sophia y El centauro. La publicación de Adán Buenosayres en 1948, exceptuando el comentario elogioso de Julio Cortázar y algunas otras voces entusiastas, como las de los poetas Rafael Squirru y Fernando Demaría, a quienes dedicaría respectivamente la «Alegropeya» y la «Poética» de su Heptamerón, pasó en principio completamente inadvertida. Las cuestiones políticas no fueron ajenas a los motivos, considerando la abierta simpatía del escritor hacia el peronismo, en cuyo gobierno siguió trabajando en el campo de la educación y de la cultura. En Adán Buenosayres, el periplo simbólico que emprende el poeta Adán, protagonista, tres días antes de su muerte por la geografía urbana y arrabalera de un Buenos Aires metafísico, retratando en el camino a algunos reconocibles personajes de la literatura de entonces y tocando registros que van del humor a la epopeya con un lenguaje eximio y por momentos deslumbrante, calaría hondo en la sensibilidad argentina de las siguientes generaciones de escritores. Marechal, por su parte, declaraba: «Al escribir mi Adán Buenosayres no entendí salirme de la poesía. Desde muy temprano, y basándome en la Poética de Aristóteles, me pareció que todos los géneros literarios eran y deben ser géneros de la poesía, tanto en lo épico, lo dramático y lo lírico. Para mí, la clasificación aristotélica seguía vigente, y si el curso de los siglos había dado fin a ciertas especies literarias, no lo había hecho sin crear sucedáneos de las mismas. Entonces fue cuando me pareció que la novela, género relativamente moderno, no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la antigua epopeya. Con tal intención escribí Adán Buenosayres y lo ajusté a las normas que Aristóteles ha dado al género épico». Como en Ulises de James Joyce, las claves pueden rastrearse hasta La Odisea de Homero y la doctrina judeocristiana (Marechal era un católico convencido), pero el séptimo libro, último y probablemente el más brillante de la novela, el «Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia», es ni más ni menos que una parodia del «Infierno» de La Divina Comedia de Dante Alighieri. Adán Buenosayres es también una novela en clave. Detrás de los personajes principales se puede reconocer a escritores y miembros de la vanguardia porteña que el autor conoció en su juventud. Así, en la figura del astrólogo Shultze se advierten los rasgos de la personalidad del artista Xul Solar y en el filósofo Samuel Tesler, a Jacobo Fijman, poeta judío converso al catolicismo. Borges, quien fue amigo de Marechal en su juventud pero se alejó de él a causa del peronismo, es visible en el poeta cegato y aficionado al criollismo, Luis Pereda. El intelectual nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz está retratado en el petiso Bernini y Victoria Ocampo aparece caricaturizada de forma cruel en el Infierno de la Lujuria en la figura de Titania. A diferencia de otros grandes contemporáneos, como Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Láinez, Julio Cortázar, Ernesto Sábato la fama de Marechal no ha brillado como debiera en el exterior, con la excepción de Cuba, donde el poeta viajó en 1967 invitado por el gobierno cubano para ser jurado del premio anual de literatura que otorga la Casa de las Américas. En la Argentina misma, su obra fue relegada al olvido durante décadas, debido a ciertas enemistades gestadas por algunos compañeros de su generación, por haberse destacado en cargos oficiales —a los que llegó antes del peronismo— y donde permaneció hasta 1955. Sin embargo su Adán Buenosayres (1948) está considerada por muchos como la novela fundamental de la literatura argentina. En 1951 se estrenó la obra teatral Antígona Vélez . Por esa pieza teatral recibe el Primer Premio Nacional de Teatro. Escribió dos novelas más: El banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón, o la Guerra (1970). Esta última estaba en la imprenta cuando Marechal falleció en 1970. Las hijas del poeta crearon la Fundación Leopoldo Marechal que tiene como objetivo preservar y difundir la obra de los autores de la generación martinfierrista. El apellido Marechal es acentuado con tilde en la e pero el escritor dejó de usarlo hacia la década del 30. Puede verse claramente este tema en las dedicatorias de sus primeros libros. –

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[fuentes clásicas : Antígona de Sófocles y Los Siete contra Tebas de Esquilo]

Fuente 1 Antígona Vélez https://emad-caba.infd.edu.ar/sitio/wp-content/uploads/2021/03/Antigona-Velez.pdf

Fuente 2 Antigone – Anouilh https://www.academia.edu/5749645/Antigona_de_Anouilh // Antigona_de_Anouilh.pdf

Fuente 3 >Sófocles https://biblioteca.org.ar/libros/153066.pdf

fuente 4 > Esquilo – 7 contra Tebas https://ecojugando.files.wordpress.com/2015/11/los-siete-contra-tebas-esquilo.pdf

Fuente 5 – G. Steiner, Las Antígonas http://juliobeltran.wdfiles.com/local–files/cursos:ebooks/Steiner_Ant%C3%ADgona

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Jezabel –Antígona –  JEAN ANOUILH – Trad. de Aurora Bernárdez – Losada, 2009

El prólogo: Los personajes que aquí ven les representarán la historia de Antígona. Antígona es la chica flaca que está sentada allí, callada. Mira hacia adelante. Piensa. Piensa que será Antígona dentro de un instante, que surgirá súbitamente de la flaca muchacha morena y reconcentrada a quien nadie tomaba en serio en la familia y que se erguirá sola frente al mundo, sola frente a Creón, su tío, que es el rey. Piensa que va a morir, que es joven y que también a ella le hubiera gustado vivir. Pero no hay nada que hacer. Se llama Antígona y tendrá que desempeñar su papel hasta el fin… Y desde que se levantó el telón, siente que se aleja a una velocidad vertiginosa de su hermana Ismena, que charla y ríe con un joven; de todos nosotros, que estamos aquí muy tranquilos mirándola, de nosotros, gue no tenemos que morir esta noche. El joven con quien habla la rubia, la hermosa, la feliz Ismena, es Hemón, el hijo de Creón.  Es el prometido de Antígona. Todo lo llevab a hacia Ismena: su afición a la danza y a los iuegos, su afición a la felicidad y al éxito, su sensualidad también, pues lsmena es mucho más hermosa que Antígona, y sin embargo una noche, una noche de baile en que sólo había danzado con Ismena, una noche que Ismena estaba deslumbrante con su vestido nuevo, Hemón fue a buscar a Antígona que soñaba en un rincón, como en este momento, rodeando las rodillas con los brazos, y le pidió que fuera su mujer. Nadie comprendió nunca por qué. Antígona alzó sin asombro sus ojos graves hasta él y le dijo que sí con una sonrisita triste… La orquesta atacaba una nueva danza, lsmena reía a carcajadas, allá, en medio de los otros muchachos, y en ese mismo momento, él iba a ser el marido de Antígona. Ignoraba que jamás existiría marido de Antígona en esta tierra y que ese título principesco sólo le daba derecho a morir.

 Ese hombre robusto, de pelo blanco, que medita allá, cerca de su paje, es Creón.  Es el rey, tiene arrugas, está cansado. Juega el difícil juego de gobernar a los hombres. Antes, en tiempos de Edipo, cuando sólo era el primer personaje de la corte, gustaba de la música, de las bellas encuadernaciones, de los prolongados vagabundeos por las tiendas de los pequeños anticuarios de Tebas. Pero Edipo y su hiio han muerto. Creón dejó sus libros, sus objetos, se arremangó y ocupó su puesto. A veces, por la noche, está fatigado y se pregunta si no será inútil gobernar a los hombres. Si no será un oficio sórdido que ha de dejarse a otros más apáticos… Y a la mañana siguiente, se plantean problemas concretos que es preciso resolver, y Creón se levanta tranquilo, como un obrero al comienzo de la jornada. La anciana que está tejiendo, al lado de La nodriza  que ha criado a las dos chicas, es Eurídice, la mujer de Creón. Tejerá durante toda la tragedia hasta que le llegue el turno de levantarse y morir. Es buena, digna, amante. No presta ninguna ayuda a Creón. Creón está solo. Solo con su pequeño paje, que es demasiado pequeño y que tampoco puede nada por él.

Aquel muchacho pálido, que está allá, en el fondo, soñando pegado a la pared, solitario, es El mensaiero. Él vendrá a anunciar la muerte de Hemón dentro de un rato. Por eso no tiene ganas de charlar ni de mezclarse con los demás. Él ya sabe… Por último, los tres hombres rubicundos que juegan a las cartas, con el sombrero echado sobre la nuca, son Los guardias. No son malos individuos, tienen mujer, hijos y  pequeñas dificultades como todo el mundo, pero detendrán a los acusados, dentro de un instante, con la mayor tranquilidad del mundo. Huelen a ajo, a cuero y a vino tinto y no tienen ninguna imaginación. Son los auxiliares, siempre inocentes y siempre satisfechos de sí mismos, de la justicia. Por el momento, hasta que un nuevo jefe de Tebas con el debido mandato les ordene detenerlo, son auxiliares de justicia de Creón. Y ahora que los conocen a todos, podrán representar para ustedes la historia. Comienza en el momento en que los dos hijos de Edipo, Eteocles y Polinice, que debían reinar en Tebas un año cada uno, por turno, se batieron y mataron entre sí al pie de los muros de la ciudad, porque Eteocles, el mayor, al término del primer año en el poder se negó a ceder el puesto a su hermano. Siete grandes príncipes a quienes Polinice había ganado para su causa, han sido derrotados frente a las siete puertas de Tebas. Ahora la ciudad está salvada, los dos hermanos enemigos han muerto y Creón, el rey, ha ordenado que a Eteocles, el buen hermano, se le hagan imponentes funerales, pero que Polinice, el bribón, el rebelde, el granuja quede sin llanto y sin sepultura, presa de cuervos y chacales. Quienquiera que se atreva  a rendirle homenajes fúnebres será despiadadamente castigado con la muerte.>

  p. 135: Antígona: Por supuesto. Cada uno su papel. Él debe condenarnos a muerte, y nosotras debemos enterrar a nuestro hermano. Ésos son los papeles. ¿Qué quieres que hagamos? Ismena: Yo no quiero morir. Antígona (dulcemente): Yo tampoco hubiera querido morir… Ismena: Él es el rey, tiene que dar el eiemplo. Antígona: Yo no soy el rey. Yo no tengo que dar el ejemplo. .. La pequeña Antígona, la sucia bestia, la tozuda, la mala, hace lo que le pasa por la cabeza y después la meten en un rincón o en un agujero. Y lo tiene merecido. ¡Bastaba con que no desobedeciera!

p.139 : Ismena (se lanza hacia ella)- ¡Antígona! ¡Te lo suplico! Está bien para los hombres creer en las ideas y morir por ellas. Pero tú eres una mujer. Antígona (con los dientes apretados)t Una mujer, sí. ¡Ya he llorado bastante por ser una mujer! Ismena: Tienes la felicidad ahí delante, te basta tender la mano. Estás comprometida, eres joven, eres linda…

p. 148-149 : Antígona: Gracias. Es esto. Primero lo de ayer. Tú me preguntabas hace un instante por qué había ido con un vestido de Ismena, con ese perfume y esa pintura en los labios. Era una tonta. No estaba muy se’ gura de que me desearas de verdad; hice todo eso para ser un poco más parecida a las otras muieres, para que me desearas. Hemón: ¿Para eso? Antígona: Sí. Y te reíste y discutimos y mi mal carácter fue más fuerte; me escapé. (Agrega en uoz más baia.) Pero había ido a tu casa pafa que me poseye’ ras anoche, para ser tu mujer antes. (Él retrocede, ua a hablar; ella grita./ Juraste que no me preguntarías por qué. ¡Me lo juraste, Hemón! (Dice en uoz más baia, humildemente.)Te lo suplico. .. (Y agrega, uoluiéndose, dura.)Además, voy a decírtelo. Quería ser tu mujer a pesar de todo, porque te quiero así, mucho, y -¡te haré daño, oh querido, perdóname!- porque nunca, nunca podré casarme contigo. (Él se ha quedado mudo de estupor; Antígona corre a la uenRNtÍcoNe tanA, grita.) ¡Hemón, me lo juraste! Véte. Véte en seguida sin decir nada. Si hablas, si das un solo paso hacia mí, me tiro por esta ventana. Te lo juro. Te lo juro por la cabeza del chiquillo que los dos tuvimos en sueños, del único chiquillo que tendré nunca. Ahora véte, véte rápido. Lo sabrás mañana. Lo sabrás en seguida. (Conclwye con tal desesperación, que Hem6n obedece y se aleia.) Por favor, véte, Hemón. Es todo lo que puedes hacer todavía por mí, si me quieres. (FIem ón ha salido. Antígon a permanece inmóuil, de espaldas a la sala, luego cierra Ia uentano, uA a sentarse en una sillita en medio de la escend, ! dice despacito, como extrañamente sosegada). Ya está. Acabamos con Hemón, Antígona.

p. 152-153 : Creón: ¿Voz de alarma? ¿Por qué? El guardia: El cadáver, jefe. Alguien lo había recubierto. ¡Oh! No gran cosa. No habían tenido tiempo con nosotros al lado. Solamente un poco de tierra… Pero, con todo, lo bastante para esconderlo de los cuervos. Creón (se le acerca) ¿Estás seguro de que no fue un animal que estuviera escarbando? El guardia: No, iefe. Primero también nosotros esperábamos que fuera eso. Pero le habían echado tierra encima. De acuerdo con los ritos. Fue alguien que sabía lo que estaba haciendo. Creón: ¿Quién se ha atrevido? ¿Quién ha sido tan loco para desafiar mi ley? ¿Encontraste huellas? El guardia: Nada, jefe. Nada más que un paso más leve que el andar de un pájaro. Después, buscando mejor, el guardia Durand encontró más lejos una pala, una palita de niño muy vieja, toda oxidada. Pensamos que no podía ser un chico el que lo hizo. Pero el de primera clase la guardó para la investigación. Creón (un poco soñador): Un niño. .. La oposición aniquilada que sordamente va minándolo todo. Los amigos de Polinice con su oro bloqueado en Tebas, los jefes de la plebe hediendo a ajo, repentinamente aliados de los príncipes, y los sacerdotes tratando de pescar alguna cosita en medio de esto… ¡Un niño! Seguramente pensaron que sería más conmovedor. Ya estoy viendo al niño, con su facha de matón a sueldo y la palita cuidadosamente envuelta en papel bajo la ropa. A menos que hayan instruido a un niño de verdad, con frases… Una inocencia inestimable para el partido. Un muchachito pálido que escupirá delante de mis fusiles. Una preciosa sangre fresca en mis manos, doble ganga. (Se acerca al hombre.) Pero ellos tienen cómplices, y en mi guardia quizá. Escúchame bien… El guardia: ¡Jefe, se hizo todo lo debido! Durand se sentó una media hora porque le dolían los pies, pero yo, jefe, estuve siempre de pie. El de primera clase puede decírselo.

p. 157 : Antígona: Diles que me suelten, con esas manos sucias. Me hacen daño. El guardia: ¿Manos sucias? Podría ser cortés, señorita… Yo soy cortés. Antígona: Diles que me suelten. Soy hija de Edipo, soy Antígona. No me escaparé. El guardia iLa hija de Edipo, sí! ¡Las rameras que recoge la guardia nocturna también dicen que tenga cuidado, que son buenas amigas del prefecto de policía! (Se ríen.) Antígona: Acepto morir, pero no que me toquen. El guardia: Y los cadáveres, ¿eh?, y la tierra, ¿no te da miedo tocarlos? ¡Dices «esas manos sucias»! Mira un poco las tuyas.

p. 162/3 : El guardia: Jefe, puede preguntáselo a los otros. Huían limpiado el cadáver cuando volví; pero como en el sol que calentaba empezó a oler, nos subimos a una pequeña altura, para estar al viento. Pensamos que en pleno día no corríamos ningún riesgo. Sin embargo, decidimos, para estar más seguros, que siempre habría uno de los tres mirándolo. Pero a medio día, en pleno sol, y además con el olor que subía desde que amainara el viento, era como un mazazo. Por más que abriera los ojos, era inútil, el aire temblaba como gelatina, yo ya no veía. Voy al camarada a pedirle un chicote para soportarlo… Lo que tardé para metérmelo en la mejilla, jefe, lo que tardé para darle las gracias, me vuelvo: allí estaba ella escarbando con las manos. ¡En pleno día! Debía pensar que era imposible no verla. Y cuando vio que yo la corría, ¿cree que se detuvo, que trató de escapar? No. Continuó con todas las fuerzas tan rápido como podía, como si no me viera llegar. Y cuand o la atrapé, luchaba como una diablesa, quería seguir, me gritaba que la dejara, que el cadáver no estaba todo cubierto todavía… Creón (a Antígona) ¿Es cierto? Antígona: Sí, es cierto… El guardia: Volvimos a desenterrar el cadáver, como es debido, y después dejamos al relevo, sin decir una palabra, y vinimos a traérsela, jefe. Eso es todo. Creón: ¿Y anoche, la primera vez, fuiste tú también? Antígona: Sí, fui yo. Con una palita de hierro que nos servía para hacer castillos de arena en la playa, durante las vacaciones. Era justamente la pala de Polinice. Había grabado su nombre en el mango con un cuchillo. Por eso la dejé a su lado. Pero ellos se la llevaron. Entonces la segunda vez tuve que hacerlo con las manos. El guardia: Parecía un bicho escarbando. Tanto que al primer golpe, de vista, con el aire caliente que temblaba, el compañero diio: «No, hombre, es un animal». «¿Te parece?, dije yo, es demasiado fino para ser un animal. Es una mujer». Creón: Está bien. Quizá se os pida declaración dentro de un rato. Por el momento, dejadme solo con ella. Lleva a esos hombres al lado, hijo mío. Y que permanezcan incomunicados hasta que yo vaya a verlos. El guardia: ¿Le pongo las esposas, jefe? Creón: No. (Los guardias salen, precedidos por el pequeño Paje. Creón y Antígona están solos uno frente al otro.) ¿Habías hablado de tu proyecto con alguien? Antígona: No. Creón: ¿Encontraste a alguien en el camino? Antígona: No, a nadie…

p. 164/5/167  Creón: ¿Por qué intentaste enterrar a tu hermano? Antígona: Tenía que hacerlo. Creón: Yo lo había prohibido. Antígona (suavemente): Tenía que hacerlo, a pesar de todo. Los que no son enterrados vagan eternamente y nunca encuentran reposo. Si mi hermano vivo hubiese vuelto molido de una larga cacería, yo le hubiera quitado las zapatos, le hubiera dado de comer, le habría preparado la cama… Hoy Polinice concluyó la cacería. Vuelve a la casa donde mi padre y mi madre, y también Eteocles, lo aguardan. Tiene derecho al descanso. Creón: Era un rebelde y un traidor, tú lo sabías. Antígona: Era mi hermano. Creón: ¿Escuchaste la proclama del edicto en las esquinas? ¿Leíste el cartel en todas las paredes de la ciudad? Antígona: Sí. Creón: ¿Sabías la suerte prometida a cualquiera que se atreviese a tributarle honores fúnebres? Antígona: Sí, lo sabía. Creón: Tal vez creíste que ser la hija de Edipo, la hiia del orgullo de Edipo, era bastante para estar por encima de la ley. Antígona: No. No creí eso. Creón: ¡La ley ha sido hecha antes que nada para ti! Antígona: la ley ha sido hecha antes que nada para las hijas de los reyes!

Antígona: Si hubiese sido una criada que limpiaba la vajilla cuando oí leer el edicto, me hubiera secado el agua grasienta de los brazos y hubiera salido en delantal para ir a enterrar a mi hermano. Creón: No es cierto. Si hubieses sido una criada, no hubieras dudado de que ibas a morir y te hubieras quedado en casa llorando a tu hermano. Pero tú pensaste que eras de raza real, sobrina mía y prometida de mi hijo, y que, ocurriera lo que ocurriese, no me atrevería a condenarte a morir. Antígona: Se equivoca usted. Estaba segura de que, al contrario, usted me condenaría a morir. Creón (la mira y murmura de pronto) El orgullo de Edipo. Eres el orgullo de Edipo. Sí, ahora que lo encuentro en el fondo de tus ojos, te creo. Seguramente pensaste que te condenaría a morir. ¡Y te parecía un fin muy natural para ti, orgullosa! También para tu padre no digo la felicidad, ni se trataba de esa, la desgracia humana era demasiado poco. Lo humano os estorba en la familia. Necesitáis una conversación íntima con el destino y la muerte. Y matar a vuestro padre, y acostaros con vuestra madre, y saberlo todo después, ávidamente, palabra por palabra, ¡qué brebaje, ¿eh?, las palabras que os condenan! Y con qué avidez se las bebe cuando uno se llama Edipo o Antígona. Y lo más sencillo, después, es reventarse los ojos e ir a mendigar con los hijos por los caminos… Bueno, pues no. Esos tiempos se han acabado para Tebas. Tebas tiene derecho ahora a un príncipe sin historia. Yo me llamo solamente Creón, gracias a Dios. Tengo los dos pies puestos en la tierra, las dos manos metidas en los bolsillos y ahora que soy rey, he resuelto, con menos ambición que tu padre, dedicarme sencillamente a hacer un poco menos absurdo, si es posible, el orden de este mundo. Ni siquiera es una aventura, es un oficio de todos los días y no siempre divertido, como todos los oficios. Pero ya que estoy aquí para desempeñarlo, lo haré… Y si mañana un mensajero mugriento baja desde el seno de las montañas para anunciarme que tampoco está seguro de mi nacimiento, le rogaré sencillamente que se vuelva al lugar de donde vino y por tan poca cosa no iré a provocar a tu tía ni me pondré a confrontar fechas. Los reyes, tienen otra cosa que hacer que dramas personales, hiiita. (Se le acerca y la toma del brazo.)Así que escúchame bien. Eres Antígona, eres la hija de Edipo, sea, pero tienes veinte años y no hace mucho todavía todo esto se hubiera arreglado con un pan seco y un par de bofetadas (La mira sonriente.) ¡Condenarte a morir! ¡No te has mirado, pajarito! Eres demasiado flaca. Mejor engorda un poco , para dar un niño robusto a Hemón. Tebas lo necesita más que tu muerte. Volverás a tu casa en seguid harás lo que te diie y te callarás. Yo me encargo del silencio de los otros. ¡Vamos, anda! Y no me fulmines así con tu mirada. Me tomas por un bruto, claro está y has de pensar que soy decididamente prosaico. Pero te quiero bien a pesar de tu maldito carácter. No olvides que yo te regalé la primera muñeca, no hace tanto tiempo. (Antígona no responde. Va a salir. Creón Ia detiene.) ¡Antígona! Por esa puerta no se va a tu cuarto. ¿A dónde vas por ahí? (Antígon a se detiene, le responde suavemente, sin fanfarronería) Usted lo sabe…

(Un silencio. Se miran de nuevo de pie uno frente al otro.)

Creón (murmura como para sí) ¿A qué juego estás jugando? Antígona: No estoy jugando. Creón: ¿Pero no comprendes que si alguien más que esos tres brutos se entera dentro de un instante de lo que has intentado hacer, me veré obligado a condenarte a morir? Si te callas ahora, si renuncias a esta locura, tengo una posibilidad de salvarte, pero ya no la tendré dentro de cinco minutos. ¿Comprendes? Antígona: Debo ir a enterrar a mi hermano, porque esos hombres lo han descubierto. Creón: ¿Irás a repetir ese gesto absurdo? Hay otra guardia alrededor del cuerpo de Polinice, y aunque consigas cubrirlo otra vez, limpiarán su cadáver, bien lo sabes. ¿Qué conseguirás sino ensangrentarte las uñas y hacerte prender? Antígona: Nada más que eso, lo sé. Pero por lo menos puedo hacerlo. Y es preciso hacer lo que se puede. Creón: ¿Así que tú crees de verdad en ese entierro según las reglas? ¿Crees en esa sombra de tu hermano condenada a andar siempre errante si no se arroja sobre el cadáver un poco de tierra con la fórmula del sacerdote? ¿Oíste recitar la fórmula a los sacerdotes de Tebas? ¿Viste esas pobres caras de funcionarios fatigados que abrevian los movimientos, se tragan las palabras, terminando apresuradamente con un muerto para seguir con otro antes de la comida de mediodía?

p. 170/     Creón (la mira y la suelta con una sonrisita. Murmura) Dios sabe sin embargo que tengo otras cosas que hacer hoy. pero con todo perderé el tiempo necesario para salvarte, pequeña peste (La obliga a sentarse en una silla en medio de Ia habitación. Se quita la chaqueta, avanza hacia ella, pesado, poderoso, en mangas de camisa.) Al día siguiente de la revolución frustrada hay entuertos que enderezar, te lo aseguro. Pero los asuntos urgentes esperarán. No quiero dejarte morir por un lío político. Vales más que eso. Porque tu Polinice, esa sombra desconsolada y ese cuerpo que se descompone entre sus guardias y todo ese patetismo que te inflama, no es más que un lío político. Ante todo, no soy tierno, pero soy delicado; me gustan las cosas limpias, claras, bien lavadas. ¿Crees que no me asquea tanto como a ti esa carne que se pudre al sol? Por la noche, cuando el viento viene del mar, se la huele en el palacio. Me da náuseas. Sin embargo, ni siquiera cerré la ventana. Es innoble, y puedo decírtelo a ti, es estúpido, monstruosamente estúpido, pero es preciso que toda Tebas huela eso durante un tiempo. ¡Tienes raz6n, debería hacer enterrar a tu hermano aunque más no fuera por higiene! Pero para que los brutos a quienes gobierno comprendan, el cadáver de Polinice tiene que apestar toda la ciudad durante un mes. Antígona: ¡Es usted odioso! Creón: Sí, hiiita. El oficio lo exige. Lo que puede discutirse es si hay que hacerlo o no. Pero de hacerlo, tiene que ser así. Antígona: ¿Por qué lo hace?

p. 172 /3    Creón: una mañana me desperté siendo rey de Tebas. Y Dios sabe que había otras cosas en la vida que me gustaban más que ser poderoso. Antígona: ¡Había que decir que no, entonces! Creón: Podía hacerlo. Pero me sentí de golpe como un obrero que rechaza un trabaio. No me pareció honrado. Dije que sí. Antígona: Bueno, lo siento por usted’ ¡Yo no he dicho que sí! ¡Qué pueden importarme a mí su política, su necesidad, sus pobres historias! Yo puedo decir que no todavía a todo lo que no me gusta y soy único juez. Y usted con su corona’ con sus guardias, con su pompa, sólo puede hacerme morir, porque dijo que sí

Antígona: si quiero, puedo no escucharlo. Usted dijo que sí. Usted no tiene nada más de qué enterarme. Yo sí. Está ahí bebiéndose mis palabras. Y si no llama a los guardias, es para escucharme hasta el final. Creón: ¡Me diviertes! Antígona: No. Le doy miedo. Por eso trata de salvarme. A pesar de todo sería más cómodo conservar una pequeña Antígona viva y muda en este palacio. Es usted demasiado sensible para ser un buen tirano, eso es todo. Pero sin embargo me hará morir dentro de un instante, usted lo sabe, y por eso tiene miedo. Es feo un hombre que tiene miedo. Creón (sordamente) Bueno, sí, tengo miedo de verme obligado a hacerte matar si te obstinas. Y no quisiera hacerlo. Antígona: ¡Yo no me veo obligada a hacer lo que no quisiera! ¿Acaso usted tampoco hubiera querido negar una tumba a mi hermano? Dígalo: ¿no hubiera querido? Creón: Ya te lo he dicho. Antígona: Y sin embargo lo ha hecho. Y ahora me hará matar sin quererlo. ¡Y eso es ser rey! Creón: ¡Sí, es eso! Antígona: ¡Pobre Creón! Con las uñas rotas y llenas de tierra y los moretones que tus guardias me hicieron en los brazos, con el miedo que me retuerce las tripas, yo soy reina. Creón: Entonces, ten lástima de mí, vive. El cadáver de tu hermano que se pudre bajo mis ventanas, es precio suficiente para que el orden reine en Tebas. Mi hijo te quiere. No me obligues a pagar contigo además. Ya he pagado bastante. Antígona: No. Usted dijo que sí. ¡Ahora nunca dejará de pagar!

p. 174/5       Creón (la sacude de pronto fuera de sí) ¡Pero Dios mío! ¡Trata de comprender un minuto tú también, chica idiota! Yo he tratado de comprenderte. Tiene que haber quienes digan que sí. Tiene que haber quienes gobiernen la barca. Hace agua por todas partes, está llena de crímenes, de necedad, de miseria… Y el timón vacila. La tripulación ya no quiere hacer nada, sólo piensa en saquear la cala y los oficiales están ya construyendo una balsa cómoda, sólo para ellos, con toda la provisión de agua dulce, para salvar por lo menos el pellejo. Y el mástil cruje, y el viento silba y las velas van a desgarrarse y todos esos brutos reventarán juntos porque no piensan más que en el pelleio, en su precioso pelleio y en sus asuntitos. ¿Te parece entonces que queda tiempo para hacerse el refinado, para saber si hay que decir que sí o que no, para preguntarse si no habrá que pagar demasiado caro algún día y si todavía se podrá ser un hombre después? Uno toma el timón, se yergue frente a la montaña de agua, grita una orden y dispara al montón, al primero que dé un paso. Aquello no tiene nombre. Es como la ola que acaba de abatirse sobre el puente delante de uno; el viento castiga y la cosa que cae en el grupo no tiene nombre. Era quizá aquel que te había dado fuego, sonriendo, la víspera. Ya no tiene nombre. Y tú ámpoco tienes nombre, aferrada a la caña del timón. Solo el barco tiene nombre y la tempestad. ¿Lo comprendes?

Antígona (sacude la cabeza/: No quiero comprender. Eso está bien para usted. Yo estoy aquí para otra cosa que para comprender. Estoy aquí para decirle que no y para morir. Creón: ¡Es fácil decir que no! Antígona: No siempre. Creón: Para decir que sí, hay que sudar y arremangarse, tomar la vida con todas las manos y meterse en ella hasta los codos. Es fácil decir que no, aunque haya que, morir. Basta con no moverse y esperar. Esperar para vivir, esperar hasta para que lo maten a uno. Es demasiado cobarde. Es una invención de los hombres. ¿Te imaginas un mundo donde los árboles también hubieran dicho que no a la savia, donde los animales hubieran dicho que no al instinto de caza o del amor? Los animales, por lo menos, son buenos, sencillos y duros. Van, empujándose unos a otros, valientemente, por el mismo camino. Y si caen, los otros pasan y puede perderse lo que se quiera, siempre quedará uno de cada especie dispuesto a tener nueva cría y reanudar el mismo camino con el mismo coraje, igual a los que pasaron antes. Antígona: Qué sueño para un rey, los animales, ¿eh? Sería tan sencillo. (Un silencio; Creón la mira.)

Creón: ¿Me desprecias, verdad? (Ella no contesta; Creón continúa como para sí.) Es curioso. A menudo he imaginado este diálogo con un hombrecito  pálido que hubiera intentado matarme y de quien no podría obtener nada más que desprecio. Pero no pensaba que sería contigo y por algo tan tonto… (Se toma la cabeza entre las manos. Se nota que está extenuado.) Pero escúchame por última vez. Mi papel no es bueno, pero es mi papel y te haré matar. Sólo que antes quiero que tú también estés bien segura del tuyo. ¿Sabes por qué vas a morir, Antígona? ¿Sabes al pie de qué historia sórdida vas a firmar para siempre con tu nombre ensangrentado?

Antígona: ¿Qué historia? Creón: La de Eteocles y Polinice, la de tus hermanos. No, tú crees saberla, no la sabes. Nadie la sabe en Tebas, salvo yo. Pero me parece que tú, esta mañana, también tienes derecho a saberla. (Reflexiona un instante, con la cabeza en las manos, de codos sobre una rodilla. Se le oye mumurar.) No es muy agradable, verás. (Y comienza sordamente sin mirar a Antígona.)Ante todo, ¿qué recuerdas de tus hermanos? ¿Dos compañeros de iuego que seguramente te despreciaban, que te rompían las muñecas, siempre cuchicheándose secretos al oído para hacerte rabiar? Antígona: Eran grandes… Creón: Después debiste de admirar sus primeros cigarrillos, sus primeros pantalones largos; y luego empezaron a salir de noche, a oler a hombre y ya no te miraron más.

[tu hermano Polinice…] Creón: Un pobre juerguista imbécil, un carnicero duro y sin alma, un brutito que sólo servía para andar a más velocidad que los otros con sus coches, para gastar más dinero en los bares. Una vez, yo estaba presente, tu padre acababa de negarle una fuerte suma que había perdido en el juego; se puso muy pálido y le levantó la mano gritando una palabra infame… Creón: Fue después de aquella disputa. Tu padre no quiso denunciarlo. Polinice se alistó en el ejército argivo. Y desde que estuvo con los argivos, empezó contra tu padre la caza del hombre, contra aquel vieio que no se decidía a morir, a soltar el reino. Los atentados se sucedían y los matones que pescábamos, siempre acababan por confesar que habían recibido dinero de él. No sólo de él, por lo demás. Porque eso es lo que quiero que sepas, los entretelones de este drama en el que ardes por desempeñar un papel, la cocina. Ayer hice grandiosos funerales a Eteocles. Eteocles es ahora un héroe y un santo para Tebas. Todo el pueblo estaba presente. Los niños de las escuelas dieron todos los centavos de sus alcancías para la corona; los ancianos, falsamente conmovidos, magnificaron con trémolos en la voz al buen hermano, al hijo fiel de Edipo, al príncipe leal. Yo  también pronuncié un discurso y todos los sacerdotes de Tebas en pleno, con la cara de circunstancias. Y los honores militares… Era preciso… como te imaginarás, no podía darme el lujo de tener un crápula en los dos bandos. pero voy a decirte algo, que sólo sé, algo horrible:  Eteocles, ese premio a la virtud, no valía más que Polinice. El buen hijo también había intentado hacer asesinar a su padre, el príncipe leal había decidido también vender  a Tebas al mejor postor. Sí, ¿te parece gracioso? Ahora tengo la prueba de que la traición por la cual el cuerpo de Polinice se está pudriendo al sol, Eteocles, que duerme en su tumba de mármol, se prepa raba también a cometerla. Es una casualidad que Polinice haya dado el golpe antes que él. Teníamos que habérnoslas con dos ladrones de feria que se engañaban uno al otro mientras nos fumaban a nosotros y que se degollaron como dos pillos que eran, por una cuestión de cuentas… Pero he tenido que convertir en héroe a uno de ellos. Entonces mandé buscar sus cadáveres entre los otros. Los encontraron abrazados, por primera vez en su vida, sin duda. se habían ensartado mutuamente y después la carga de la caballería argiva les pasó por encima. Estaban hechos papilla, Antígona, irreconocibles. Hice recoger uno de los cuerpos,  el menos estropeado de los dos, para los funerales nacionales, y di orden de que se dejara pudrir el otro donde estaba. Ni siquiera sé cuál y te aseguro que me da lo mismo.

Creón: No hay otra cosa que importe. ¡Y tú ibas a derrocharlo! Te comprendo, yo hubiera hecho lo mismo a los veinte años. Por eso bebía tus palabras. Escuchaba desde el fondo del tiempo a un joven Creón flaco y pálido como tú y que también sólo pensaba en darlo todo… Cásate pronto, Antígona, sé feliz. La vida no es lo que tú crees. Es un agua que los jóvenes dejan correr sin saberlo, entre los dedos abiertos. Cierra las manos, cierra las manos, rápido. Reténla. Ya verás, se convertirá en una cosita dura y simple que uno roe sentado al sol. Todos te dirán lo contrario porque necesitan tu fuerza y tu impulso. No los escuches. No me escuches cuando pronuncie el próximo discurso delante del sepulcro de Eteocles. No será cierto. Sólo es cierto, lo que no se dice… Tú también lo sabrás, demasiado tarde; la vida es un libro que amamos, un niño que juega a tus pies, una herramienta que uno sujeta bien en la mano, un banco para descansar a la noche delante de casa. Vas a despreciarme otra vez, pero descubrir eso, ya verás, es el consuelo irrisorio de envejecer, la vida quizá sólo sea, después de todo, la felicidad.

Antígona (murmura, con Ia mirada un poco perdida) La felicidad… Creón (de pronto con un poco de vergüenza): Una pobre palabra, ¿eh? Antígona (despacito) ¿Qué será mi felicidad? ¿En qué mujer feliz se convertirá la pequeña Antígona? ¿ Qué mezquindades tendrá que hacer día a día, para arrancar con los dientes su pedacito de felicidad? Dígame, ¿a quién deberá mentir, a quién sonreír, a quién venderse? ¿A quién deberá dejar morir apartando la mirada? Creón (se encoge de bombros) Estás loca, cállate.

Antígona: ¡No, no me callaré! Quiero saber cómo me las arreglaré yo tambíén, para ser feliz, cómo me las arreglaré para vivir. Creón: ¿Amas a Hemón? Antígona: Sí, amo a Hemón. Amo a un Hemón duro y ioven; a un Hemón exigente y fiel como yo. Pero si la vida, la felicidad de que usted habla han de pasar por él con su desgaste, si Hemón no ha de palidecer ya cuando yo palidezca, si no ha de creerme muerta cuando tardo cinco minutos, si no ha de sentirse solo en el mundo y detestarme cuando me río sin que él sepa por qué, si ha de convertirse a mi lado en el señor Hemón, si ha de aprender a decir que sí él también, entonces ya no amo a Hemón. Creón: No sabes lo que dices. Cállate.- Antígona: Sí, yo sé lo que digo, es usted el que ya no me oye…

Antígona: ¡Todos vosotros me dais asco con vuestra felicidad! Con vuestra vida que hay que amar cueste lo que cueste. Como perros que lamen todo lo que encuentran. Y esa pequeña posibilidad para todos los días, si no se es demasiado exigente. Yo lo quiero todo, en seguid -y que sea completo-, y si no, me niego. Yo no quiero ser modesta y contentarme con un trocito, si he sido juiciosa. Quiero estar segura de todo hoy y que sea tan hermoso como cuando era pequeña, o morir… ¡Como mi padre, sí! Somos de los que plantean las preguntas hasta el fin. Hasta que no quede ya en realidad viva una pequeña posibilidad de esperanza, hasta que no quede sin estrangular la más pequeña posibilidad de esperanza. ¡Somos de los que saltan encima, cuando la encuentran, a la esperanza, a vuestra querida esperanza, a vuestra sucia esperanza! …

El coro: ¡No dejes morir a Antígona, Creón! Todos llevaremos esa llaga en el costado durante siglos. Creón: Ella era la que quería morir. Ninguno de nosotros tenía fuerza bastante para convencerla de que viviera. Ahora lo comprendo; Antígona nació para estar muerta. Quizá ni ella misma lo supiera, pero Polinice era sólo un pretexto. Cuando tuvo que renunciar a ese pretexto, encontró otro en seguida. Lo que importaba para ella era negarse y morir…

El coro (se adelanta)z Y es así. Sin la pequeña Antígona, es cierto, todos hubieran estado muy tranquilos. Pero ahora se acabó. A pesar de todo, están tranquilos. Todos los que tenían que morir han muerto. Los que creían una cosa, y los que creían lo contrario, y aun los que no creían nada y se vieron envueltos en el asunto sin comprender nada. Muertos parecidos, todos, bien rígidos, bien inútiles, bien podridos. Y los que viven todavía comenzarán despacito a olvidarlos y a confundir sus nombres. Se acabó. Antígona está calmada ahora, jamás sabremos de qué fiebre. Su deber le ha sido perdonado. Un gran sosiego triste cae sobre Tebas y sobre el palacio vacío donde Creón empezará a esperar la muerte. (Mientras hablaba, los guardias han entrado. Se instalan en un banco, con la botella de vino tinto al lado, el sombrero hacia atrás, y empiezan un partida de cartas.) No queda más que los guardias. A ellos todo esto les da lo mismo; no es harina de su costal. Continúan jugando a las cartas… (El telón cae rápidamente mientras los guardias tiran triunfos.) TELÓN

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Jean Anouilh (Burdeos23 de junio de 1910Lausana3 de octubre de 1987) fue un escritor francés, autor de numerosas obras de teatro, siendo la más célebre Antígona. En 1980 fue el primer ganador del Gran premio del teatro de la Academia francesa.

Hijo de padres vasco-franceses residentes en París, su padre era sastre y su madre, profesora de piano. En su adolescencia estudió Derecho y trabajó en una agencia de publicidad. A los 18 años, decidió consagrar su vida al teatro y se convirtió en el secretario de Louis Jouvet.

En 1929 escribió su primera obra, Humulos el tonto, una farsa. Tras pasar dos años como secretario del actor Louis Jouvet, gran amigo de Jean Giraudoux, se decidió en 1932 a escribir su primera «obra verdadera», Hermine. Su primer gran éxito lo conoció en 1937 con El viajero sin equipaje.

Durante la ocupación alemana continuó escribiendo. No colaboró con los alemanes, pero tampoco formó parte de la Resistencia, lo cual le será reprochado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su obra más célebre, Antígona, adaptación moderna de la obra de Sófocles, fue escrita en 1942 y representada por primera vez en 1944.

Tras la liberación, se empeñó en vano en salvar al escritor Robert Brasillach de la pena de muerte por colaboracionismo. Como consecuencia de eso, adquirió un carácter misántropo. En el período de postguerra, siguió escribiendo regularmente. En 1947 escribió La invitación al castillo, una de sus primeras «obras brillantes». El siguiente año, Ardele o la Margarita reveló una nueva faceta en su estilo. En 1953, el éxito de L’alouette compitió con el de Antigona.

posteado por kalais 15/9/2022 – ch

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