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Friedrich Hölderlin: Hyperion – o el eremita en Grecia [selección]

septiembre 10, 2022

Título original: Hyperion, oder der Eremit in Griechenland – Friedrich Hölderlin, 1797 – Traducción y prólogo: Jesús Munárriz

… … HIPERIÓN A BELARMINONo tengo nada de lo que pueda decir: esto es mío. Lejos y muertos están mis seres queridos, y ya no hay voz alguna que me hable de ellos. Mi negocio aquí en la tierra ha terminado. Emprendí la tarea pleno de voluntad, me desangré en ella, y no he enriquecido el mundo en un solo céntimo. Desconocido y solitario vuelvo a mi patria y vago por ella como por un vasto cementerio, donde tal vez me espere el cuchillo del cazador, a quien nosotros los griegos somos tan del agrado como la caza del bosque. ¡Pero tú brillas todavía, sol del cielo! ¡Tú verdeas aún, sagrada tierra! Todavía van los ríos a dar en la mar y los árboles umbrosos susurran al mediodía. El placentero canto de la primavera acuna mis mortales pensamientos. La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente ser. ¡Feliz naturaleza! No sé lo que me pasa cuando alzo los ojos ante tu belleza, pero en las lágrimas que lloro ante ti, la bienamada de las bienamadas, hay toda la alegría del cielo. Todo mi ser calla y escucha cuando las dulces ondas del aire juegan en tomo de mi pecho. Perdido en el inmenso azul, levanto a menudo los ojos al Éter y los inclino hacia el sagrado mar, y es como si un espíritu familiar me abriera los brazos, como si se disolviera el dolor de la soledad en la vida de la divinidad.

Ser uno con todo, ésa es la vida de la divinidad, ése es el cielo del hombre. Ser uno con todo lo viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza, ésta es la cima de los pensamientos y alegrías, ésta es la sagrada cumbre de la montaña, el lugar del reposo eterno donde el mediodía pierde su calor sofocante y el trueno su voz, y el hirviente mar se asemeja a los trigales ondulantes. ¡Ser uno con todo lo viviente! Con esta consigna, la virtud abandona su airada armadura y el espíritu del hombre su cetro, y todos los pensamientos desaparecen ante la imagen del mundo eternamente uno, como las reglas del artista esforzado ante su Urania, y el férreo destino abdica de su soberanía, y la muerte desaparece de la alianza de los seres, y lo imposible de la separación y la juventud eterna dan felicidad y embellecen al mundo. A menudo alcanzo esa cumbre, Belarmino. Pero un momento de reflexión basta para despeñarme de ella. Medito, y me encuentro como estaba antes, solo, con todos los dolores propios de la condición mortal, y el asilo de mi corazón, el mundo eternamente uno, desaparece; la naturaleza se cruza de brazos, y yo me encuentro ante ella como un extraño, y no la comprendo. ¡Ojalá no hubiera ido nunca a vuestras escuelas! La ciencia, a la que perseguí a través de las sombras, de la que esperaba, con la insensatez de la juventud, la confirmación de mis alegrías más puras, es la que me ha estropeado todo. En vuestras escuelas es donde me volví tan razonable, donde aprendí a diferenciarme de manera fundamental de lo que me rodea; ahora estoy aislado entre la hermosura del mundo, he sido así expulsado del jardín de la naturaleza, donde  crecía y florecía, y me agosto al sol del mediodía. ¡Oh, sí! El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplando los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino…

… HIPERIÓN A BELARMINO — Te agradezco que me hayas pedido que te hable de mí, porque así traes a mi memoria el tiempo pasado. Esto fue también lo que me hizo volver a Grecia: que quería vivir más cerca del escenario de mis juegos de infancia. Como el trabajador que se sumerge en el sueño reparador, mi ser atormentado se hunde a menudo en los brazos del pasado inocente. ¡Calma de la infancia, calma divina! ¡Cuántas veces te contemplo en silencio, amorosamente, y quisiera alcanzarte con el pensamiento! Pero sólo conservamos nociones de lo que, habiendo sido malo, se acabó transformando en bueno; de la infancia y de la inocencia no tenemos nociones. Cuando yo era un niño callado y no sabía nada de todo lo que nos rodea, ¿no era entonces más que ahora, tras todas las fatigas del corazón y todos sus esfuerzos y afanes? Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto. Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso. La coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad. En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte. Pero los hombres no pueden soportar esto. Lo divino tiene que volverse como uno de ellos, tiene que notar que ellos también están ahí, y antes de que la naturaleza lo expulse de su paraíso, los hombres lo arrancan de él y lo arrojan al campo de la maldición, para que se gaste trabajando con el sudor de su frente. Aunque la época del despertar también es hermosa, con tal de que no se nos despierte antes de tiempo.

 Sí, son días sagrados aquellos en que nuestro corazón extiende las alas por vez primera, en que, llenos de un rápido y fogoso crecimiento, nos erguimos en el mundo soberano, como la planta joven cuando se abre al sol del amanecer y extiende sus cortos brazos hacia el cielo infinito. ¡Cuántas vueltas di por las montañas y a la orilla del mar! ¡Cuántas veces me ebookelo.com – Página 17 senté con corazón palpitante en las alturas de Tina y contemplé los halcones y las grullas, y las naves frágiles y alegres cuando desaparecían hundiéndose en el horizonte! ¡Por allá abajo, pensaba, por allá abajo peregrinarás tú también alguna vez!, y aquello era para mí como cuando alguien, desfallecido, se sumerge en un baño helado y se salpica sobre la frente el agua espumosa. Entonces regresaba a mi casa suspirando; ¡si al menos hubieran pasado ya los años de aprendizaje!, pensaba a menudo. ¡Qué inocente! ¡Todavía faltaba mucho para que pasaran! ¡Qué cerca piensa el hombre en su juventud que está la meta! Ésta es la más bella de todas las ilusiones con que la naturaleza ayuda a la debilidad de muestro ser. Y a menudo, cuando yacía tendido entre las flores y tomaba el sol en la tierna luz de la primavera, y miraba hacia arriba, al azul sereno que envolvía la tierra cálida, cuando me sentaba bajo los olmos y los sauces, en el seno del monte, tras una lluvia refrescante, cuando las ramas se estremecían aún de sus contactos con el cielo y sobre el bosque empapado corrían nubes doradas, o cuando el lucero vespertino, lleno de espíritu de paz, se alzaba junto con los antiguos adolescentes, los restantes héroes del cielo, y yo veía así cómo la vida seguía agitándose en ellos en eterno orden sin esfuerzo a través del Éter, y la calma del mundo me abrazaba y alegraba de tal forma que prestaba atención y escuchaba sin saber qué me sucedía…

 «¿Me amas, buen padre que estás en los cielos?», preguntaba yo entonces en voz baja, y sentía su respuesta tan segura y feliz en el corazón. ¡Oh, tú!, a quien llamaba como si estuvieras sobre las estrellas, a quien llamaba creador del cielo y de la tierra, ídolo amigo de mi infancia, ¡no te enfades porque te haya olvidado!… ¿No es el mundo lo bastante mezquino, como para buscar todavía fuera de él a Algún Otro? ¡Oh!, si la naturaleza soberana es hija de un padre, ¿no es el corazón de la hija su corazón? Lo más interno de ella, ¿no es Él? ¿Pero acaso lo he resuelto? ¿Es que lo conozco? Es como si viera, pero entonces me asusto otra vez, como si fuera mi propio rostro lo que hubiera visto; es como si lo sintiera, al espíritu del mundo, como la cálida mano de un amigo, pero despierto y son los míos, son mis propios dedos los que he asido…

… … ¡Y eso es, querido! Eso es lo que nos hace pobres en medio de toda riqueza, que no podamos estar solos, que el amor no muera en nosotros por mucho que vivamos. Devuélveme a mi Adamas y ven con todos mis semejantes para que el viejo y hermoso mundo se renueve en nosotros, para que nos concentremos y unamos en los brazos de nuestra diosa, la naturaleza, y ¡ya ves!, así no sabré nada de la necesidad. ¡Pero que nadie diga que el destino nos separa! ¡Somos nosotros, nosotros! Gozamos lanzándonos a la noche de lo desconocido, a la fría extrañeza de algún otro mundo, y, si fuera posible, abandonaríamos el territorio del sol y nos abalanzaríamos más allá de las fronteras de los cometas. ¡Ay!, para el salvaje pecho del hombre no hay patria alguna posible; e igual que el rayo del sol, que agosta luego las plantas de la tierra que él mismo desarrolló, así mata el hombre las dulces flores que crecían en su corazón, las alegrías de la afinidad y del amor. Es como si guardara rencor a mi Adamas por haberme dejado, pero no le guardo rencor. ¡Él quería volver! Dicen que en lo profundo de Asia hay oculto un pueblo de rara perfección; a él le condujo su esperanza. Yo le acompañé hasta Nios. Eran días amargos. Había aprendido a soportar el dolor, pero para tal separación no había fuerzas en mí.

Cada instante que nos acercaba a la última hora hacía más evidente hasta qué punto estaba aquel hombre entretejido con mi ser. Mi alma le retenía como un moribundo retiene el aliento que se le escapa. Pasamos todavía algunos días junto a la tumba de Homero, y Nios fue para mí la más sagrada entre las islas. Finalmente, nos separamos con un desgarro. Mi corazón estaba cansado por la lucha. En el último momento, yo estaba más tranquilo. Me hinqué de rodillas ante él, le abracé por última vez con estos brazos; «¡dame tu bendición, padre mío!», le dije en voz baja. Sonrió noblemente y su frente se ensanchó ante las estrellas matutinas, y sus ojos perforaron los espacios celestes… «¡Protegédmelo», gritó, «vosotros, espíritus de un tiempo mejor, y elevadlo a vuestra inmortalidad, y todas vosotras, fuerzas bienhechoras del cielo y de la tierra, quedad con él!». «Hay un dios en nosotros», añadió luego más tranquilo, «que dirige el destino como si fuera un arroyuelo, y todas las cosas son su elemento. ¡Que éste, ante todo, quede contigo!». Así nos separamos. ¡Adiós, querido Belarmino!…

… HIPERIÓN A BELARMINO —  Nada puede crecer y nada puede hundirse tan profundamente como el hombre. A menudo compara su sufrimiento con la noche del abismo y su felicidad con el Éter, ¡pero qué poco dice al expresarse así! Aunque no hay nada más bello que cuando, tras una larga muerte, despunta en él un nuevo amanecer, y el dolor, como un hermano, sale al encuentro de la alegría que a lo lejos alborea. ¡Ah, fue con un presentimiento celeste como saludé entonces de nuevo la llegada de la primavera! Como el rasguear de la lira de la amada a lo lejos, en el aire callado, cuando todo duerme, así resonaban sus dulces melodías en mi pecho como si llegarán desde el Elíseo, presentía su futuro cuando las ramas muertas se agitaban y un soplo ligero rozaba mis mejillas. ¡Propicio cielo de Jonia!, nunca estuve más ligado a ti, pero tampoco fue nunca mi corazón tan semejante a ti como entonces, con sus juegos dulces y serenos… ¿Quién no siente el anhelo de las alegrías del amor cuando la primavera vuelve a los ojos del cielo y al seno de la tierra? Yo me levantaba como un convaleciente, lenta y prudentemente, pero el pecho se me estremecía feliz con esperanzas tan secretas que se me olvidaba preguntar qué podía significar aquello. ebookelo.com – Página 40 Sueños más hermosos cercaban ahora mi sueño y, cuando despertaba, se me habían quedado en el corazón como la huella de un beso en la mejilla de la amada ¡Oh!, la luz del amanecer y yo salíamos al encuentro uño del otro como amigos reconciliados que aún se mantuvieran algo alejados, pero que llevaran ya en el alma el cercano e infinito momento del abrazo. En realidad, mis ojos no volvieron a abrirse libremente nunca más como antes, armados y cargados de su propia fuerza; se habían vuelto más suplicantes, imploraban la vida, pero, sin embargo, en mi interior sentía como si de nuevo pudiera convertirme en aquel que había sido, e incluso en alguien mejor. Volvía a mirar a la gente como si fuera yo también a actuar y a alegrarme entre ellos. Me ligaba a todo, realmente de corazón. ¡Oh cielos!, ¡qué alegría maligna era para ellos ver que el orgulloso original se había vuelto, esta vez, como uno de ellos!, ¡qué gracioso les resultaba que el hombre arrastrara al ciervo del bosque hasta su corral…!

¡Ay!, yo buscaba a mi Adamas, a mi Alabanda, pero no encontraba a ninguno. Finalmente escribí a Esmirna, y era como si resumiera en el momento de escribir toda la ternura y toda la fuerza del ser humano; así escribí hasta tres veces, pero no hubo respuesta; supliqué, amenacé, invoqué las horas del amor y de la audacia, pero no hubo respuesta del nunca olvidado, del amado hasta la muerte… «¡Alabanda!» clamaba, «Alabanda, me has condenado sin remedio. ¡Tú me mantenías todavía en pie, eras la última esperanza de mi juventud! ¡Ahora mi rechazo es sagrado y cierto!». Lloramos a los muertos como si ellos sintieran la muerte, pero los muertos están en paz. El dolor que no tiene igual, el sentimiento ininterrumpido de la aniquilación total se produce cuando nuestra vida pierde su significado de esta forma, cuando el corazón se dice: tienes que morir y nada quedará de ti; no has plantado flor ninguna, ni construido ninguna cabaña que te permitan decir: dejo un rastro de mí en la tierra. ¡Ay!, ¡y el alma puede seguir siempre colmada de deseo, a pesar de toda esta desesperación! Todavía buscaba algo, pero ya no me atrevía a mirar a la gente cara a cara. Había horas en que la risa de un niño me asustaba. A pesar de todo, me sentía muy tranquilo y cargado de paciencia, y sentía también a menudo una maravillosa fe en la fuerza curativa de algunas cosas; en una paloma que compré, en un viaje en barca, en un valle que todavía me ocultaban los montes; todavía podía esperar consuelo. ¡Ya basta!, ¡ya basta! Si hubiera crecido junto a Temístocles, si hubiera vivido en tiempo de los Escipiones, seguramente mi alma no se hubiera conocido nunca a sí misma bajo este aspecto…

…HIPERIÓN A BELARMINO ¿Qué es todo el saber artificial del mundo, qué es toda la orgullosa emancipación del pensamiento humano comparada con los acentos espontáneos de aquel espíritu que no sabía lo que sabía ni lo que era? ¿Quién no prefiere la uva madura y fresca, recién cogida de la cepa, a las pasas secas que el comerciante comprime en una caja y envía a todo el mundo? ¿Qué es la sabiduría de un libro frente a la sabiduría de un ángel? Diotima parecía decir siempre muy poco, pero decía mucho. Yo le acompañaba una vez, ya de anochecida, a su casa; nubes deshilachadas se deslizaban por el prado como sueños, y los astros radiantes, vistos a través de las ramas, parecían genios al acecho. Era raro oírle hablar de la hermosura que le rodeaba, aunque su ferviente corazón no dejaba de percibir ni el roce de una hoja ni el murmullo de un manantial.

 Pero aquella tarde me dijo: «¡Qué hermoso!». «¡Sin duda es por amor a nosotros!», dije, más o menos como dicen las cosas los niños, medio en broma, medio en serio. «Puedo comprender lo que dices», me contestó; «me gusta imaginar el mundo como una vivienda familiar en que cada cosa, sin siquiera pensar en ello, se adapta a lo demás, y donde cada uno vive para placer y alegría de los otros precisamente porque así le nace del corazón». «¡Feliz y elevada creencia!», exclamé. Ella calló un rato. «Así que nosotros somos también los niños de la casa», agregué al fin; «lo somos y lo seremos». «Lo seremos eternamente», respondió. «¿Realmente?», pregunté. «Para ello confío en la naturaleza», repuso, «igual que confío en ella cada día». ¡Oh, me hubiera gustado ser yo Diotima cuando dijo estas palabras! ¡Pero tú no sabes lo que dijo, mi querido Belarmino, porque ni has visto ni has oído cómo lo dijo! «Tienes razón», exclamé; «la belleza eterna, la naturaleza, no puede sufrir ninguna pérdida en sí misma, igual que no puede sufrir ningún añadido. Mañana, su atavío es otro que el que hoy tenía; pero de lo mejor de nosotros, de nosotros, no puede prescindir, y menos que de nadie, de ti. Creemos que somos eternos porque nuestra alma siente la belleza de la naturaleza. Si alguna vez faltaras tú de ella sería fragmentaria y ya no divina y perfecta. No merecería que le entregaras tu corazón si tuviera que sonrojarse de tus esperanzas»…

… HIPERIÓN A BELARMINO — Antes de que lo supiéramos ninguno de los dos, ya nos pertenecíamos. Cuando estaba ante ella, felizmente sosegado, con el corazón pleno de agasajos, y callaba, y toda mi vida se entregaba en los rayos de los ojos que sólo a ella la veían, sólo a ella la abrazaban, y ella entonces volvía a contemplarme con una tierna duda y no sabía dónde estaba yo con mis pensamientos, cuando a menudo, hundido en su alegría y su belleza, la espiaba al realizar alguna de sus encantadoras ocupaciones, y al más ínfimo movimiento, como la abeja en torno a las ramas vacilantes, mi alma vagaba y volaba, y cuando ella entonces se volvía hacia mí con pensamientos serenos y, sorprendida por mi alegría, me obligaba a disimularla, y ella volvía a buscar y a encontrar la calma en su querido trabajo… Cuando, con maravillosa clarividencia, descubría cada acorde y cada discordia en las profundidades de mi ser en el momento mismo en que aparecían, antes incluso de que yo mismo las percibiera, cuando ella apreciaba la menor sombra de una nubecilla en mi frente, la menor sombra de melancolía, de orgullo en mis labios, la chispa más insignificante en mis ojos, cuando vigilaba el flujo y el reflujo de mi corazón y presentía, llena de inquietud, las horas sombrías, mientras mi espíritu, excesivamente derrochador, manirroto, se consumía en abundantes peroratas, cuando aquel ser querido, fiel como un espejo, me denunciaba la más ligera alteración en mi mejilla y a menudo me amonestaba con amistosa solicitud por la versatilidad de mi forma de ser y me regañaba como se hace con un niño al que se quiere… ¡Ah aquella vez en que tú, toda inocencia, contaste con los dedos los escalones que había desde mi refugio hasta tu casa, cuando me enseñaste los caminos por donde paseabas, los sitios donde solías sentarte, y me contaste cómo habías pasado allí el tiempo, y acabaste diciéndome que ya entonces sentías como si yo también hubiera estado desde siempre allí…! ¿No nos pertenecíamos ya desde hacía mucho tiempo?…

… ¡Qué bien me hacía ver abierta hacia el camino por el que yo bajaba una de las ventanas de Diotima! Quizá hacía sólo un momento que se había asomado a ella. Y al fin estaba ante ella, sin aliento y vacilante, y apretaba mis brazos cruzados contra mi corazón para no sentir su agitación y, como el nadador en medio de las aguas turbulentas, mi espíritu luchaba y se esforzaba para no hundirse en el amor infinito. «¿De qué podemos hablar hoy?» balbuceé apenas; «a veces cuesta trabajo, no se consigue encontrar el tema, fijar en él el pensamiento». «¿Aún anda volando por los aires?» me respondió Diotima. «Tienes que sujetarle plomo a las alas, o si no lo ataré yo a un hilo, como hacen los niños con las cometas, para que no se nos escape…». Aquella adorable muchacha intentaba ayudarnos, a ella misma y a mí, por medio de esta broma, pero con ello no conseguía apenas nada. «¡Sí, sí!», exclamaba yo, «como quieras, como mejor te parezca… ¿quieres que te lea? Tu laúd debe seguir aún afinado desde ayer… y tampoco tengo nada concreto que leer…». «Más de una vez» dijo ella «me has prometido contarme cómo viviste antes de conocernos, ¿no podrías hacerlo ahora?». «Es verdad», contesté; mi corazón es muy propicio a tales exteriorizaciones, y entonces le conté, igual que a ti, la historia de Adamas y de mis días solitarios en Esmirna, la de Alabanda y cómo fui separado de él, y la incomprensible enfermedad que se apoderó de mi ser antes de llegar a Calauria… «Ahora lo sabes todo», le dije tranquilo al finalizar, «a partir de ahora será más difícil que choques conmigo; a partir de ahora dirás» añadí sonriente: «no os burléis de este Vulcano si cojea un poco, pues ha sido arrojado por los dioses dos veces desde el cielo a la tierra». «¡Calla!», dijo con voz ahogada, ocultando sus lágrimas en el pañuelo; «¡oh, calla y no hagas bromas a costa de tu destino ni de tu corazón porque los comprendo mejor que tú! »¡Querido…, querido Hiperión! Es muy difícil ayudarte. »¿Y sabes», prosiguió, elevando la voz, «sabes qué es lo que te consume, lo único que te falta, lo que buscas como Alfeo buscaba a su Aretusa, lo que te entristece en todas tus tristezas? Es algo que no ha desaparecido hace sólo algunos años; no se puede decir exactamente cuándo existió ni cuándo desapareció, ¡pero existió, existe, está en ti! Lo que buscas es un tiempo mejor, un mundo más hermoso. Era ese mundo únicamente lo que abrazabas cuando abrazabas a tus amigos; tú, junto con ellos, eras ese mundo. »Lo viste llegar a ti con Adamas, pero desapareció también junto con él. En Alabanda se te apareció su luz por segunda vez, pero más ardiente y cálida, y por eso también tu alma creyó encontrarse en medio de la noche cuando él te faltó.

»¿Ves ahora también por qué la más pequeña duda sobre Alabanda debía convertirse en ti en desesperación?, ¿por qué lo rechazaste sólo porque no era ningún dios? »No querías a hombres, créeme; lo que querías era un mundo. ¡La pérdida de todos los siglos de oro tal como llegaron hasta ti, condensados en un solo momento feliz, el espíritu de todos los espíritus de un tiempo mejor, la fuerza de todas las fuerzas de los héroes, todo eso te lo debía compensar un solo ser humano…! ¿Ves ahora qué pobre eres y, al mismo tiempo, qué rico?, ¿por qué debes estar tan orgulloso y a la vez tan abatido?, ¿por qué se alternan en ti de forma tan atroz pena y alegría? »Porque posees todo y nada, porque el espectro de los días de oro que deben venir te pertenece, pero todavía no está ahí, porque eres un ciudadano en las regiones del derecho y la belleza, pero eres un dios entre dioses en los hermosos sueños que te invaden durante el día, y cuando despiertas te encuentras en el suelo de la Grecia actual. »¿Dos veces, decías? No, serás precipitado setenta veces en un solo día del cielo a la tierra. ¿Debo decírtelo? Temo por ti, te resulta difícil soportar el destino de estos tiempos. Lo intentarás todavía muchas veces. »¡Oh Dios, y tu último refugio será una tumba!». «¡No, Diotima», grité, «no, por el cielo, no! Mientras una sola melodía resuene en mí no temeré el fúnebre silencio de los lugares salvajes bajo las estrellas; mientras sigan brillando el sol y Diotima no habrá noche para mí. »¡Que doblen las campanas por todas las virtudes! Yo te escucho a ti, a ti, amor, el canto de tu corazón, y encuentro en ti la vida inmortal mientras todo se consume y marchita». «¡Oh Hiperión!», exclamó, «¿qué estás diciendo?». «Digo lo que tengo que decir. No puedo, no puedo ocultar por más tiempo toda mi felicidad, mi temor, mis preocupaciones… ¡Diotima!… Sí, tú lo sabes, tú tienes que saberlo, hace tiempo que ves que me hundo cuando no me tiendes la mano». Estaba sorprendida, turbada. «¿Y es en mí?», exclamó, «¿en mí donde Hiperión quiere apoyarse? Ahora deseo, ahora por primera vez deseo ser algo más que sólo una simple mortal. Pero seré para ti cuanto pueda ser». «¡Oh, entonces lo serás todo para mí!», grité. «¿Todo? ¡Hipócrita! ¿Y la humanidad, que en el fondo es lo único que amas?». «¿La humanidad?», dije. «Quisiera que la humanidad hiciera de Diotima su divisa y pintara tu imagen en sus estandartes, y dijera: ¡hoy debe triunfar lo divino! ¡Ángel celestial! ¡Qué día iba a ser ése!». «¡Vete», me dijo, «vete y muestra al cielo tu transfiguración! ¡No debe suceder tan cerca de mí! »¿Verdad que te irás, querido Hiperión?». Obedecí. ¿Quién no hubiera obedecido? Me fui. Nunca me había alejado de ella de esta forma. ¡Oh Belarmino, qué alegría, qué tranquilidad en mi vida, qué calma divina, qué alegría celestial, maravillosa, insondable! Las palabras aquí ya no tienen sentido, y quien pretenda obtener una imagen de tal felicidad es que no la ha conocido nunca. Lo único que podría llegar a expresar tal alegría era el canto de Diotima cuando flotaba en el justo medio entre la altura y la profundidad. ¡Oh praderas de las orillas del Leteo! ¡Oh vosotros, senderos crepusculares de los bosques del Elíseo! ¡Lirios de los arroyos del valle! ¡Diademas de rosas de la colina! Creo en vosotros, en esta hora amistosa, y digo a mi corazón: allá la volverás a encontrar, y con ella toda la alegría que perdiste…

… HIPERIÓN A BELARMINO — A partir de entonces, nuestras dos almas vivieron una unión cada vez más libre y hermosa, y todo en nosotros y en torno nuestro se conjugaba en una paz de oro. Parecía como si el viejo mundo hubiera muerto y empezara con nosotros uno nuevo, tan sutil, tan fuerte, tan amoroso, tan ligero se había vuelto todo, y nosotros, y con ebookelo.com – Página 63 nosotros todos los seres, volábamos, espiritualmente unidos, como un coro de mil tonalidades inseparables, a través del Éter infinito. Nuestras conversaciones transcurrían como una corriente de aguas azules en la que brillan aquí y allá las arenas doradas, y nuestra calma era como la calma de las cimas, de esas alturas espléndidamente solitarias, muy por encima del espacio de las tormentas, donde sólo el aire divino murmura todavía en la frente del audaz viajero. Y luego la maravillosa, la santa tristeza, cuando sonaba la hora de la separación en medio de nuestro arrobamiento, y yo exclamaba: «¡Ahora volvemos a ser mortales, Diotima!», y ella me decía: «¡La muerte es apariencia, es como esos colores que centellean en nuestros ojos cuando hemos mirado mucho tiempo al sol!». ¡Ah, y los deliciosos juegos del amor! Las palabras acariciadoras, las solicitudes, las susceptibilidades, el rigor y la indulgencia… ¡Y la clarividencia con que nos mirábamos el uno al otro, y la fe infinita con que nos magnificábamos mutuamente! ¡Sí!, el hombre, cuando ama, es un sol que todo lo ve y todo lo transfigura; cuando no ama, es una morada sombría en la que se consume un humeante candil.

Debería callarme, debería olvidar y callar. Pero esa llama me atrae con su encanto hasta que me precipito en ella y perezco como los insectos. De pronto, en medio de estos dichosos y generosos intercambios, sentí que Diotima se iba quedando cada vez más y más silenciosa. Pregunté e imploré, pero esto sólo pareció alejarla más; finalmente me suplicó que no le hiciera más preguntas, que me fuera, y si volvía que le hablara de otra cosa. Esto me sumergió a mí también en un doloroso silencio, en el que no sabía encontrarme a mí mismo. Era como si un repentino e incomprensible destino hubiera condenado a muerte a nuestro amor, y toda vida desapareció de mí y de todas las cosas. Aunque me avergoncé de este pensamiento; sabía con certeza que no era el azar lo que imperaba en el corazón de Diotima. Pero ella permaneció ajena a mí, y mi alma, inconsolable, insaciable, quería un amor siempre presente, manifiesto; los tesoros ocultos eran para mí tesoros perdidos. La felicidad me había hecho desconocer la esperanza; entonces era todavía como esos niños impacientes que lloran porque quieren la manzana del árbol, como si no existiera de verdad hasta que la tocan sus labios. No tenía un momento de tranquilidad, volvía a suplicar con vehemencia y con humildad, con ternura y con ira; el amor me armaba con su elocuencia todopoderosa y discreta, y entonces…, entonces, ¡oh Diotima!, entonces lo obtuve, obtuve aquella maravillosa confesión, y la tengo y la conservaré hasta que la ola del amor me conduzca, junto con todo lo que hay en mí, a la antigua patria, al seno de la naturaleza. ¡La inocente!, todavía no conocía la poderosa plenitud de su corazón y tiernamente sorprendida por la riqueza que encontraba en él, lo enterró en la profundidad de su pecho.

Y cuando admitió con santa simplicidad, cuando reconoció entre lágrimas que amaba demasiado y que se había despedido de todo lo que habitualmente acunaba en su corazón, ¡oh cómo exclamó!: «¡Me he vuelto infiel a mayo, y al verano y al otoño, y no me fijo si es de día o de noche, como antes; ya no pertenezco al cielo ni a la tierra, pertenezco sólo a uno solo; pero la floración de mayo, la llama del verano y la madurez del otoño, la claridad del día y la gravedad de la noche, y el cielo y la tierra están reunidos para mí en ese solo! Tal es mi amor…», y entonces, cuando me miró con el corazón entusiasmado, cuando, con una sagrada y audaz alegría, me tomó en sus hermosos brazos y me besó en la frente y en la boca, ¡ah!, cuando su divina cabeza, muerta de placer, cayó sobre mi cuello desnudo y sus dulces labios tranquilizaron mi agitado pecho y su amado aliento me llegó hasta el alma… ¡oh Belarmino!, entonces me abandonaron los sentidos y el espíritu huyó de mí. Pero ya veo, sí, ya veo cómo tiene que terminar esto. El timón ha caído a las olas y el barco, como un niño cogido por los pies, será estrellado contra las rocas…

… »¿Veis ahora por qué los atenienses tenían que ser también un pueblo filosófico? »El egipcio, en cambio, no. Quien no vive en un mismo amor y contraamor con el cielo y la tierra, quien no vive unido en este sentido con los elementos en los que se mueve, tampoco está naturalmente tan unido consigo mismo, y la experiencia de la belleza eterna le es al menos más difícil que a un griego. »Como un soberbio déspota, la zona oriental del cielo obliga a sus habitantes, con su poder y su esplendor, a agacharse hasta tocar el suelo, y, aun antes de que el hombre haya aprendido a andar, tiene que arrodillarse; antes de haber aprendido a hablar, tiene que rezar; antes de que su corazón alcance un equilibrio, tiene que inclinarse; y antes de que su espíritu sea lo bastante fuerte para dar flores y frutos, el destino y la naturaleza, con su ardiente calor, eliminan de él toda fuerza. El egipcio está sometido antes de ser un todo, y por eso no sabe nada del todo, nada de la belleza, y lo más elevado a lo que da nombre es una potencia velada, un enigma terrible; la muda y sombría Isis es para él lo primero y lo último, un vacío infinito del que no ha salido nunca nada razonable. De la nada, por sublimé que sea, nunca ha nacido nada. »El norte, en cambio, empuja a sus hijos demasiado pronto hacia el interior de sí mismos, y si el espíritu del fogoso egipcio se apresura a correr hacia el mundo con un exceso de alegría por el viaje, en el norte el espíritu se decide por el regreso a sí mismo incluso antes de estar dispuesto para partir.

»En el norte hay que estar en posesión de la razón aun antes de que haya en uno un sentimiento maduro; se siente uno responsable de todo aun antes de que la inocencia haya llegado a su hermoso final; hay que ser razonable; hay que convertirse en un espíritu autoconsciente antes de ser hombre, en una persona inteligente antes de ser niño; no llega a florecer y madurar la unidad del hombre total, la belleza, antes de que él se forme y desarrolle. La pura inteligencia, la razón pura, son siempre las reinas del norte. »Pero de la pura inteligencia no brotó nunca nada inteligible, ni nada razonable de la razón pura. »Sin belleza de espíritu, la inteligencia es como un siervo artesano que desbasta una valla de madera tosca de acuerdo con lo que se le ha indicado, y clava uno tras otro los postes para el jardín que su dueño quiere construir. El asunto todo de la inteligencia es cuestión de necesidad. Nos protege del sinsentido y de la injusticia asegurando el orden; pero estar seguro frente al sinsentido y frente a la injusticia no es el grado más alto de la perfección humana. »Sin belleza del espíritu y del corazón, la razón es como un capataz que el amo de la casa ha enviado para vigilar a los criados; él sabe tan poco como los criados en qué acabará aquel trabajo inacabable, y sólo grita: “¡Eh, vosotros, a trabajar!”, pero casi ve con fastidio que el trabajo avance, pues cuando acabe ya no tendrá que dar más órdenes y su papel se habrá acabado. »De la pura inteligencia no ha surgido ninguna filosofía, pues filosofía es más que sólo el limitado conocimiento de lo existente. »De la pura razón no ha surgido ninguna filosofía, pues filosofía es más que ciega exigencia de un progreso nunca demasiado resolutivo en el arte de unir y de diferenciar una determinada sustancia. »Pero, en cambio, si la razón que aspira a elevarse es iluminada por el divino ἔν διαφἑρον έαντῷ, ya no exige ciegamente y sabe por qué y para qué exige.

»El sol de la belleza ilumina a la inteligencia en lo que le es propio, como el día de mayo el taller del artista, e igual que éste, no corre afuera y abandona su trabajo urgente, sino que piensa con gusto en el día de la fiesta en que irá a pasear a la rejuvenecedora luz de la primavera». Tal era mi estado de ánimo cuando tomamos tierra en la costa de Ática. Teníamos el espíritu todavía demasiado lleno de la antigua Atenas para poder hablar mucho de una manera ordenada, y yo mismo me admiraba de la naturaleza de mis expresiones. «¿Cómo he podido perderme en las áridas cimas en que me visteis?», exclamé. «Siempre sucede así», contestó Diotima, «cuando uno se siente muy bien. La fuerza rebosante busca un empleo. Los corderillos se embisten a cabezazos cuando se han hartado de la leche de su madre». Al subir las pendientes del Licabetes, a pesar de la prisa por llegar, nos parábamos a veces, absortos en pensamientos y maravillosas esperanzas. Es hermoso que le sea al hombre tan difícil convencerse de la muerte de lo que ama, y sin duda nadie ha ido a la tumba de su amigo sin la débil esperanza de encontrarse allí con el amigo vivo. A mí me impresionó el hermoso fantasma de la antigua Atenas como el rostro de una madre que regresara del mundo de los muertos. «¡Oh Partenón», exclamé, «orgullo del mundo! A tus pies yace el reino de Neptuno como un león domado, y son como niños los otros templos agrupados a tu alrededor, el ágora elocuente y el bosque de Academo…». «¿Es posible que consigas trasladarte de tal forma a las épocas antiguas?», me dijo Diotima. «No me recuerdes aquellas épocas», respondí; «había una vida divina y el hombre era entonces el centro de la naturaleza. La primavera, cuando florecía en tomo a Atenas, era como una flor modesta en el seno de una doncella; el sol se levantaba rojo de pudor sobre los esplendores de la tierra. »Las rocas de mármol del Himeto y del Pentélico surgían de la cuna en que dormían como niños en el regazo de la madre, y cobraban forma y vida en las cariñosas manos de los atenienses. »La naturaleza ofrecía miel y las más bellas violetas, y mirtos y olivos. »La naturaleza era sacerdotisa, y el hombre su dios, y en ella toda vida, y cada forma y cada tono de ella, eran sólo un eco ferviente de su señor, a quien ella pertenecía…

…«Hay un tiempo para el amor», dijo Diotima con amistosa seriedad, «como hay un tiempo para vivir en la cuna feliz. Pero la vida misma nos arranca de allí. »¡Hiperión!», y entonces me cogió fogosamente de la mano y su voz se elevó con solemnidad, «¡Hiperión!, creo que has nacido para grandes cosas. ¡No te desconozcas! La falta de ocasión es lo que te ha retenido. Nada iba lo bastante deprisa para ti, eso te abatió. Como los esgrimidores jóvenes, te tiraste a fondo demasiado pronto, aun antes de estar seguro de tu meta y antes de que tu puño estuviera adiestrado, y como, naturalmente, fuiste tocado más veces de las que tú tocaste, te entró miedo y dudaste de ti y de todo, pues eres tan sensible como violento. Pero nada se ha perdido por eso. Si tu carácter y tu actividad no hubieran madurado tan pronto, no sería tu espíritu lo que es; no serías el hombre pensante, el hombre que sufre, el hombre agitado que eres. Créeme, no habrías reconocido nunca de una forma tan pura el equilibrio de la hermosa humanidad si tú mismo no lo hubieras perdido de tal forma. Tu corazón ha encontrado por fin la paz. Así quiero creerlo. Y lo comprendo. Pero ¿piensas realmente que has llegado a la meta? ¿Quieres encerrarte en el cielo de tu amor y dejar secarse y enfriarse a tus pies al mundo, que te necesita? ¡Tienes que descender como el rayo de luz, como la lluvia refrescante, tienes que bajar a la tierra mortal, tienes que iluminar como Apolo, sacudir y vivificar como Júpiter; si no, no eres digno de tu cielo! Te lo ruego, vuelve otra vez a Atenas y fíjate también en los hombres que caminan entre sus ruinas: en los rudos albaneses y en los otros griegos, buenos e infantiles, que con una danza alegre y un cuento sagrado se consuelan de la ultrajante tiranía que pesa sobre ellos… ¿Puedes decir que te avergüenzas de ese tema? Yo opino, sin embargo, que sería formativo. ¿Puedes apartar tu corazón de los necesitados? ¡No son malos, no te han hecho ningún mal!». «¿Qué puedo hacer por ellos?», pregunté. «Dales lo que tienes en ti», respondió Diotima, «da»…

… »Pues ¿qué?, el mercader árabe sembró su Corán y le creció un pueblo de discípulos como un bosque infinito, ¿y no tendría que ser fértil también el campo a donde la vieja verdad vuelve con una nueva y viva juventud? »¡Que cambie todo a fondo! ¡Que de las raíces de la humanidad surja el nuevo mundo! ¡Que una nueva deidad reine sobre los hombres, que un nuevo futuro se abra ante ellos! »En el taller, en las casas, en las asambleas, en los templos, ¡que cambie todo en todas partes! »Pero todavía tengo que viajar para aprender. Soy un artista, pero no estoy adiestrado. Formo mi espíritu, pero aún no sé conducir mi mano…». »Irás a Italia —dijo Diotima—, a Alemania, a Francia… ¿Cuántos años necesitas?, ¿tres, cuatro? Pienso que tres son bastantes; no eres de los tardos y sólo buscas lo más grande y bello…». «¿Y luego?». «Serás educador de nuestro pueblo, serás un gran hombre, espero. Y entonces, cuando te abrace como ahora, soñaré que soy una parte del hombre admirable, me regocijaré como si me hubieras entregado la mitad de tu inmortalidad, como Pólux a Cástor. ¡Oh, voy a estar muy orgullosa, Hiperión!».

Yo callé un rato. Rebosaba de inexpresable alegría. «¿Es posible, pues, la satisfacción entre la decisión y el acto?», acabé por decir, «¿hay un reposo antes de la victoria?». «Hay el reposo del héroe», dijo Diotima, «hay decisiones que, como palabras divinas, son al mismo tiempo mandato y realización, y así es la tuya». Cuando volvimos fue como tras nuestro primer abrazo. Todo se nos había vuelto extraño y nuevo. Me encontraba entonces en medio de las ruinas de Atenas como el labrador en la sementera. «¡Descansa tranquilo», pensaba mientras volvíamos al barco, «descansa tranquilo, país dormido! Pronto verdeará en ti la vida joven y crecerá buscando las bendiciones del cielo. Pronto dejará para siempre de caer en vano la lluvia de las nubes, pronto volverá el sol a encontrar a sus viejos discípulos. »¿Preguntas por los hombres, naturalmente? ¿Te lamentas igual que la lira en la que sólo toca el hermano del azar, el viento, porque el artista que la tañía ha muerto? ¡Ya llegarán tus hombres, naturaleza! Un pueblo rejuvenecido te rejuvenecerá también a ti, y serás como su desposada, y el antiguo vínculo de los espíritus se renovará contigo. »Sólo habrá una belleza; y humanidad y naturaleza se unirán en una única divinidad que lo abarcará todo»…

… HIPERIÓN A BELARMINO La palidez de Diotima, cuando leyó la carta de Alabanda, me llegó al alma. Con calma y seriedad, comenzó a disuadirme de que diera aquel paso, y hablamos mucho a su favor y en contra. «¡Oh vosotros, los violentos», exclamó al fin, «que siempre estáis en los extremos, pensad en la Némesis!». «A quien sufre con lo extremo», dije, «le conviene lo extremo». «Aunque tengas razón», replicó, «tú no has nacido para ello». «Eso es lo que parece», dije, «pero ya he esperado demasiado. ¡Oh!, quisiera llevar la carga de un Atlas para expiar las faltas de mi juventud. ¿Tengo una conciencia?, ¿hay en mí una constancia? ¡Oh, déjame, Diotima! Ahora, precisamente en esta empresa, tengo que conquistarlas». «¡Eso es vana presunción!», exclamó Diotima, «el otro día eras más humilde, el otro día, cuándo dijiste que tenías que viajar para aprender». «¡Querida sofista!», exclamé, «también entonces estábamos hablando de algo completamente distinto. Para conducir a mi pueblo al Olimpo de la divina belleza, donde manan de fuentes eternamente jóvenes lo verdadero y lo bueno, aún no estoy preparado. Pero a servirme de una espada sí he aprendido, y no necesito más por ahora. La nueva liga de los espíritus no puede vivir en el aire, la sagrada teocracia de lo hermoso tiene que morar en un Estado libre, éste precisa de un lugar en la tierra, y este lugar se lo conquistaremos nosotros».

 «Conquistarás», replicó Diotima, «y olvidarás para qué has conquistado. Si todo va bien, conseguirás un Estado libre, y entonces te dirás: ¿para qué lo he construido? ¡Ay, toda esa hermosa vida que debería brotar en él, se consumirá, se destruirá en ti! ¡Lo salvaje de la lucha te destrozará, alma hermosa; envejecerás, espíritu feliz!, y cansado de la vida preguntarás al fin: ¿dónde estáis ahora, ideales de mi juventud?». «Es cruel, Diotima», repliqué, «desgarrarme así el corazón, querer atarme de esa forma a mi propio miedo a la muerte, a mis extremas ansias de vida. ¡Pero no, no, no!, la esclavitud mata, pero la guerra justa vivifica todas las almas. ¡Si se echa el oro al fuego, se le da el color del sol! ¡Y lo que da al hombre su juventud total es romper los lazos! ¡Lo único que salvará a este siglo reptante, que envenena en germen toda naturaleza hermosa, será que se rebele y aplaste a la serpiente!… ¿Y envejeceré, Diotima, si libero a Grecia?, ¿envejecer, degenerar, convertirme en un hombre como los demás? ¡Oh!, entonces ¿estaba vacío y frío, y abandonado por los dioses el joven ateniense que, trayendo el mensaje de la victoria de Maratón, llegó a la cima del Pentélico y vio a sus pies los valles del Ática?». «¡Pero querido, querido», exclamó Diotima, «tranquilízate! No te diré ni una palabra más ¡Parte, debes partir, orgulloso! ¡Ay, cuando eres así no tengo ningún poder, ningún derecho sobre ti!». Lloraba amargamente y yo me sentía ante ella como un criminal.

«¡Perdóname, divina criatura!», grité arrodillado a sus pies, «¡oh, perdóname, porque es preciso! Yo no decido, no pienso. Hay una fuerza en mí y no sé si soy yo mismo quien me arrastra a dar este paso». «Toda tu alma te lo ordena», respondió ella. «No obedecerla conduce a menudo a la ruina, pero obedecerla también. Lo mejor es que vayas, pues es lo más grande. Tú, actúa; yo lo soportaré»…

… HIPERIÓN A BELARMINO — Y llegó el día de la despedida. Durante toda la mañana había estado yo arriba, en el jardín de Notara, al aire fresco del invierno, bajo los cipreses y cedros de perenne verdor. Estaba preparado. Las grandes energías de la juventud me mantenían erguido y el dolor que presentía me alzaba aún más alto, como una nube. La madre de Diotima nos había pedido a Notara, a los demás amigos y a mí que pasáramos junto a ella nuestro último día. Aquellos buenos compañeros se habían alegrado por Diotima y por mí y no habían dejado de apreciar lo que de divino había en nuestro amor. Ahora debían bendecir también mi separación. Bajé y encontré a mi fiel amada junto al hogar. Encargarse del cuidado de la casa en aquel día le parecía una ocupación sagrada, sacerdotal. Había arreglado y embellecido toda la casa, sin permitir que nadie le ayudara en aquella tarea. Había recogido cuantas flores quedaban aún en el jardín y, a pesar de la avanzada época del año, aún había logrado reunir rosas y uvas frescas.

Reconoció mis pasos cuando llegué y me salió dulcemente al encuentro; sus pálidas mejillas lucían por la llama del hogar, y sus ojos serios, enormes, brillaban de lágrimas. Ella se dio cuenta de cómo me impresionaba. «Entra querido», dijo; «mi madre está dentro y yo volveré en seguida». Entré. Aquella noble mujer me tendió desde su asiento su hermosa mano y exclamó: «¡Ven, ven, hijo mío! Debería enfadarme contigo; me has quitado a mi hija, has borrado de mí, con tus palabras, toda razón, haces cuanto te viene en gana y ahora te vas; ¡oh potencias celestiales, si no tiene razón, perdonadle, y si la tiene, no vaciléis en proporcionarle vuestra ayuda!». Yo quise hablar, pero en aquel momento llegó Notara con los demás amigos y, tras ellos, Diotima. Durante un rato estuvimos callados. Rendíamos homenaje a la tristeza del amor que había en todos nosotros; temíamos que discursos y soberbios pensamientos pudieran privarnos de ella. Finalmente, tras unas pocas palabras pasajeras, me rogó Diotima que contara algo de la historia de Agis y Cleomenes; yo había citado a aquellas dos grandes almas a menudo con fogosa veneración, y dicho que eran semidioses con tanta certeza como Prometeo y que su lucha con el destino de Esparta había sido más heroica que cualquier otra de los más gloriosos mitos. El genio de aquellos hombres había sido el crepúsculo del día griego, como Teseo y Homero habían sido su aurora. Yo relaté la historia y al final todos nos sentíamos más fuertes y elevados.

«Feliz aquél», exclamó uno de nuestros amigos, «cuya vida alterna entre alegrías del corazón y frescas luchas». «¡Sí», exclamó otro, «la eterna juventud reside en tener siempre en juego fuerzas bastantes y en mantenernos íntegros en el placer y en el trabajo!». «¡Oh, quisiera ir contigo!», me dijo Diotima. «Es bueno también que te quedes, Diotima», le respondí. «La sacerdotisa no debe salir del templo. Tú guardas la llama sagrada, tú guardas en silencio la belleza para que yo la vuelva a encontrar en ti». «Tienes razón, querido, así es mejor», dijo, y su voz temblaba, y ocultó sus ojos etéreos en el pañuelo para que no se vieran sus lágrimas y su confusión. ¡Ah, Belarmino, me partía el pecho pensar que era yo quien le hacía enrojecer de aquella forma! «¡Amigos!», grité, «conservadme a este ángel. Si no sé de ella, no sé de nada más. ¡Oh cielo, no puedo ni pensar de qué sería capaz si la perdiera!». «¡Cálmate, Hiperión!», me interrumpió Notara. «¿Calmarme?», exclamé. «¡Oh, amigos míos! Vosotros tenéis derecho a preocuparos por las flores del jardín y por cómo será la cosecha; vosotros tenéis derecho a rezar por vuestras vendimias, ¿y yo debería irme sin desear lo único que mi alma venera?». «¡No, amigo!», replicó Notara conmovido; «¡no!, ¡no te me separarás de ella sin expresar tus votos! ¡No, por la divina inocencia de vuestro amor! Podéis contar con mi bendición».

«Eso me hace pensar», dije de inmediato, «que también ella, esta querida madre, debe bendecimos, debe servimos con vosotros de testigo… ¡Ven, Diotima! Tu madre debe santificar nuestra unión hasta que la hermosa comunidad que esperamos nos una en matrimonio». Puse una rodilla en tierra; sonrojada, con los ojos muy abiertos, sonriendo de felicidad, se arrodilló ella también a mi lado. «Desde hace mucho tiempo», exclamé, «nuestra vida ¡oh Naturaleza!, se confunde con la tuya, y nuestro propio mundo, por el amor, es juvenilmente celeste, como tú y todos tus dioses». «Paseábamos por tus bosques», continuó Diotima, «y éramos como tú; nos sentábamos junto a tus fuentes y éramos como tú; subíamos a lo alto de los montes con tus hijas las estrellas, como tú». «Cuando estábamos separados», seguí yo, «cuando nuestras inminentes delicias vibraban en nosotros como la resonancia de una lira, cuando nos encontrábamos, cuando desaparecía todo sueño y todos los tonos despertaban en nosotros a los plenos acordes de la vida, ¡divina Naturaleza!, entonces éramos siempre como tú, y también ahora, cuando nos separamos y muere la alegría, estamos, como tú, llenos de pena, y, sin embargo, también de bondad, y por ello es preciso que una boca pura nos atestigüe que nuestro amor es sagrado y eterno, como tú». «Yo lo atestiguo», dijo su madre. «Lo atestiguamos», gritaron los demás.

A partir de aquel momento, cualquier otra palabra nos resultaba superflua. Yo sentía mi corazón más elevado que nunca; me sentía maduro para la despedida. «¡Ahora quiero partir, amigos!», dije, y la vida desapareció de todos los rostros. Diotima, en pie, como una estatua de mármol, dejó morir sensiblemente su mano en la mía. Yo había matado todo en torno mío, estaba soló y fui presa del vértigo ante el silencio sin fronteras donde mi vida desbordante no encontraba ya ningún apoyo. «¡Ay!», exclamé, «¡el corazón se me abrasa y vosotros estáis tan fríos, amigos! ¿Sólo los dioses de este hogar prestan oídos a mi voz?… ¡Diotima…! ¡Estás callada, no ves…! ¡Oh, feliz tú que no ves!». «¡Ahora, vete», suspiró; «así tiene que ser! ¡Veté, querido corazón!». «¡Oh dulce sonido de esos deliciosos labios!», exclamé, y quedé como suplicante ante aquella estatua llena de encanto. «Dulce sonido, ¡llega hasta mí otra vez! Querida luz de tus ojos, ¡detente en mí otra vez!». «¡No hables así, amado!», dijo ella, «¡dime palabras más graves, háblame con mayor corazón!». Quería contenerme, pero estaba como en un sueño. «¡Ay dolor!», grité, «ésta es una despedida sin retorno». «La vas a matar», exclamó Notara. «Mira lo serena que está ella y tú tan fuera dé ti». La miré y las lágrimas brotaron de mis ojos ardientes.

 «¡Adiós, pues, Diotima!», grité; «¡Cielo de mi amor, adiós! ¡Ayudadnos a ser fuertes, amigos queridos! ¡Querida madre, a ti te di alegría y dolor! ¡Adiós, adiós!». Salí tambaleándome. Sólo Diotima me siguió. Había anochecido y las estrellas trepaban por el cielo. Nos paramos, en silencio, al pie de la casa. Había en nosotros y sobre nosotros algo eterno. Tierna como el Éter me envolvió Diotima. «Loco mío, ¿qué es la separación?», me susurró misteriosamente con la sonrisa de un inmortal. «Ahora yo también me siento de otra manera», dije, «y no sé cuál de las dos cosas es un sueño, si mi pena o mi alegría». «Las dos», respondió ella, «y las dos son buenas». «¡Oh perfecta!», exclamé, «hablo igual que tú. En el Cielo estrellado nos reconoceremos. Que él sea la señal entre tú y yo mientras callen los labios». «¡Que así sea!», respondió lentamente, con un acento que nunca le había oído, y que fue el último. Su imagen se me desvaneció en la luz del crepúsculo y no sé si fue realmente a ella a quien vi al volverme por última vez, forma incierta que tembló todavía un momento ante mis ojos y luego desapareció en la noche…  [///>> continúa en el original]

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NACE Johann Christian Friedrich Hölderlin el 20 de marzo de 1770 en Lauffen am Neckar (Suabia). Es el primer hijo del administrador del «Stift» o seminario protestante de Lauffen. Muerto su padre dos años más tarde, su madre, hija de un pastor evangélico, vuelve a casarse. Tiene sólo veintiséis años. Su segundo marido, Johann Christoph Gock, consejero municipal de Nürtingen, adonde se trasladan madre e hijo, muere cinco años más tarde, en 1799. A Hölderlin le quedarán una hermana de su mismo padre, Heinrik, y un hermanastro, Karl Gock, nacido en 1776. Su madre siguió viviendo en Nürtingen hasta su muerte, en 1828. En 1784 Hölderlin, destinado a una carrera teológica, ingresa en un colegio preparatorio para el seminario, en Denkendorf, a algunos kilómetros de Nürtingen. Estudia hebreo, latín y griego, y descubre a sus primeros poetas: Klopstock y Schiller. Escribe allí también sus primeros poemas. En octubre de 1786 ingresa, junto con el resto de su clase, en el seminario de Maulbronn. Allí hace amistad con Inmanuel Nast y se enamora de su prima, Louise Nast, hija del administrador del seminario. Siguen las lecturas de Klopstock y Schiller, a las que se añaden Schubart, Yonng, Wieland y, sobre todo, Ossian. En 1788 Hölderlin entra como becario, por cinco años, en el seminario de Tübingen. Rompe con Louise Nast y se enamora de la hija de un profesor, Elise Lebret, aunque por poco tiempo. Con sus amigos Magenau y Neuffer funda una «Liga de los poetas». En 1789, cuatro meses después del estallido de la revolución francesa, el duque Carlos Eugenio, a cuya jurisdicción pertenece el seminario, advierte a los estudiantes, entre los cuales hay corrientes de republicanismo, que se atengan «al más severo orden y legalidad». Los seminaristas leen a Kant y Rousseau y se entusiasman con la revolución del país vecino. Entre sus compañeros están Hegel y Schelling, con los que Hölderlin hace amistad a partir de 1791.

Hölderlin lee a Platón, y su mente se aparta cada vez más de la fe protestante, al tiempo que se afirma su vocación poética. Compone numerosos poemas, entre ellos los llamados Himnos de Tubinga, bajo la influencia de Schiller, aunque con un tono ya personal. En 1793, cumplidos los veintitrés años, sale del seminario provisto de la licencia que le permite ejercer el ministerio evangélico. Pero en contra de la opinión de su madre, decide no ejercer su carrera y emplearse como preceptor para subsistir económicamente. Hölderlin, recomendado por sus amigos Staudlin y Hegel, visita a Schiller, famoso ya en toda Alemania a los treinta y cuatro años, y éste le consigue una plaza de preceptor para ocuparse del hijo de Charlotte von Kalb, en Waltershausen. En 1794 acompaña a su alumno en un viaje a Weimar, y empieza a trabajar en el Hiperión. Pronto debe abandonar su puesto de preceptor, dada la imposibilidad de influir realmente sobre su alumno, que es un niño muy difícil. Hölderlin se instala en Jena, uno de los principales centros intelectuales del país, donde asiste a los cursos de Fichte. En noviembre, Schiller le publica un fragmento de Hiperión en su revista «Thalia». El año siguiente, 1795, falto de recursos, debe volver a Nürtingen, con su madre, y allí sigue trabajando en el Hiperión. Su amigo Sinclair acaba por encontrarle un trabajo en Frankfurt, en casa del banquero Gontard, nuevamente para ocuparse de los niños. La esposa, Susette Gontard, casada desde hacía diez años y madre de cuatro hijos, se convierte pronto en el gran amor de Hölderlin, amor que es correspondido. Hölderlin la llamará en su obra «Diotima». Este mismo año, a pesar de su trabajo y de los viajes que debe efectuar con la familia Gontard a causa de la guerra contra los franceses, consigue finalizar su Hiperión. En 1797 aparecerá publicada la primera parte por el editor Cotta y, dos años más tarde, la segunda. También en 1797 es visitado por Hegel, a quien ha conseguido un puesto de trabajo en Frankfurt. En agosto, último encuentro con Goethe, a quien había conocido con anterioridad en Weimar por intermedio de Schiller. Al contrario que este último, Goethe no tendrá nunca en demasiada estima la obra de Hölderlin. En septiembre de 1798 debe abandonar la casa de los Gontard. Susette le escribirá poco después de su partida: «Es como si mi vida hubiera perdido todo significado; sólo por el dolor sigo notando su existencia». Susette y Hölderlin consiguen entrevistarse varias veces en secreto en Frankfurt, hasta que finalmente el poeta se traslada a Homburg, por consejo de Sinclair, quien le introduce allí en el círculo de sus amigos republicanos.

Este año y el siguiente es frecuente la actividad política de Hölderlin con sus nuevos compañeros. Trabaja en su tragedia Empédocles. Al aparecer, en septiembre, el segundo tomo de su Hiperión, le envía un ejemplar a Susette Gontard con la dedicatoria: «¿A quién sino a ti?». Fracasa en su tentativa de lanzar una revista intelectual y literaria. La mayoría de las cartas que dirige a los «grandes nombres», Schelling, Schiller, Goethe, no obtienen respuesta. En 1800, un grupo de amigos, en especial el comerciante Landauer, le invitan a Stuttgart, donde tiene así tiempo para dedicarse con intensidad a la poesía. Nacen de esta manera algunos de sus grandes poemas. Empieza asimismo a traducir a Píndaro, que ejercerá una gran influencia sobre sus Cantos. A fines del año acepta otro puesto como preceptor en Hauptwil, Suiza, adonde llega en enero de 1801. No se sabe por qué razones, en abril abandona su trabajo y vuelve a Nürtingen, con su madre, y allí trabaja ininterrumpidamente en su obra poética. En enero de 1802 comienza un nuevo trabajo también como preceptor, esta vez en Burdeos, en casa del cónsul de Hamburgo. Se desconocen por completo las circunstancias de este viaje, pero Hölderlin vuelve a abandonar su puesto en abril. Ya el año anterior habían aparecido los primeros síntomas de su enfermedad: la locura. El 4 de diciembre había escrito a un amigo: «En la actualidad temo acabar sufriendo la suerte de Tántalo, que recibió de los dioses más de lo que podía digerir». Tras dejar su trabajo en Burdeos visita París, y desde allí se dirige a casa de sus amigos en Stuttgart. En julio recibirá allí una carta de Sinclair comunicándole la muerte de Susette Gontard el día 22 del anterior, en Frankfurt.

Hölderlin tardará casi un mes en llegar, andando, a casa de su madre. En Nürtingen, su aspecto es casi irreconocible. Él explicará de sí mismo que fue «golpeado por Apolo». Tras un período de gran violencia, su locura se calma. En septiembre, Sinclair le lleva de viaje a Regensburg y Ulm. A la vuelta, escribe “El único” y “Patmos”, dos de sus obras maestras. Prosigue intensamente su actividad poética en 1803. Sinclair entrega al landgrave de Homburg el manuscrito de “Patmos”, que Hölderlin le dedica. Acaba sus traducciones de Sófocles, de cuya edición se hace cargo Wilmans en Frankfurt, y que aparecerán al año siguiente; corrige poemas y odas antiguos, trabaja en otros nuevos, etc. Sin embargo, Schelling, que le visita en junio, queda muy afectado por su aspecto descuidado y por el «deterioro» de su espíritu. En 1804, y gracias a las gestiones de Sinclair, el landgrave de Homburg le ofrece a Hölderlin la plaza de bibliotecario de la corte. Hölderlin entra a trabajar en la biblioteca de palacio. Frecuentes crisis mentales. En 1805 un médico que le visita declara sobre su estado de salud: «Su locura se está convirtiendo en frenesí, y es imposible comprender su lenguaje, que parece una mezcla de alemán, griego y latín». Por fin, en 1806, su estado mental, y también ciertos cambios políticos en la corte de Homburg, hacen que el landgrave prescinda de sus servicios. Sinclair lo interna en una clínica de Tübingen, pero su estado no mejora. En el verano de 1807, un ebanista de la misma ciudad, llamado Zimmer, entusiasmado con la lectura del Hiperión, visita a Hölderlin en la clínica y decide llevárselo a vivir a su casa, junto al Neckar. Allí permanecerá el poeta hasta su muerte, que no llegó hasta 1843, siempre apreciado por la familia del ebanista, incluso tras la muerte de éste, y en un estado de locura pacífica que no le impedirá seguir escribiendo poemas en los que, a menudo, se advierte una cierta incoherencia, pero no exentos en ningún caso de un fuerte arranque poético. También toca y compone música al piano y da largos paseos por los parques y los alrededores de la ciudad, con aspecto infantiloide, de «niño grande», con frecuencia perseguido y molestado por los estudiantes. De vez en cuando recibirá visitas de viejos amigos o de gentes que acuden por curiosidad al ir extendiéndose su fama. Él les dará tratamiento de «alteza serenísima», «excelencia», «majestad», etc., y se dirigirá a ellos como «Scardanelli», voluntariamente olvidado de su personalidad de Hölderlin, y siempre actuando y hablando con una mezcla de lucidez y locura que desconcertará a sus visitantes. Permanecerá, sin embargo, siempre fiel a su Hiperión, que recitará a menudo en voz alta y del que leerá pasajes a sus visitantes.

Pronto reivindicaron su obra los románticos. En 1822 se reeditará su Hyperion; en 1826 aparecen por primera vez en un volumen sus Poesías, que volverán a publicarse en 1843 junto con una biografía del autor. Este mismo año, sin apenas consciencia de su fama ni del cada vez mayor reconocimiento de su obra, totalmente alejado del mundo, muere en Tübingen Friedrich Hölderlin «dulcemente, sin haber sostenido una lucha especial con la muerte». Tras una etapa de olvido, en la que se perdieron muchos manuscritos y papeles suyos, a finales de siglo volvió a interesar su obra a los lectores, y ya en el nuestro ha pasado a ocupar el lugar qué se merece: uno de los primeros no sólo en la literatura alemana, sino también en la universal. Sin la existencia de su obra, en especial de Hiperión, serían inconcebibles obras como la de Nietzsche o la de Hermann Hesse, por citar sólo dos nombres capitales en la historia del pensamiento y de la literatura.-

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Friedrich Hölderlin fue uno de los grandes poetas del romanticismo alemán junto con Goethe, Schiller, Schlegel y Novalis, aunque en su vida no gozó del mismo prestigio. De hecho, Hölderlin, quien desde la infancia era propenso a cambios de humor, a la euforia y a la depresión, acabó en lo que en alemán se conoce como su anochecimiento (Umnachtung), su caída en la locura, envuelto por la oscuridad y el olvido. Un período de unos 36 años, la mitad de su vida, en el que vivió en una torre en Tubinga, bajo la generosidad del carpintero Zimmer, ocasionalmente saliendo a caminar por el bosque, al lado del río, viviendo la vida pura del campo y escribiendo algunos versos que cambiaba por tabaco (generalmente sobre las estaciones) y que firmaba con la rúbrica de Scardanelli. Vivía mayormente en su propio mundo, en la noche de la razón, habiendo aceptado su destino trágico. Heidegger, sin embargo, consideraría que su locura era una locura divina, como aquellas que envían los dioses. Pues ya decía Sócrates que la manía divina era superior a la moderación. Hölderlin había sido tocado por la luz de Apolo y había sido el primor de las musas, pero la anatomía humana no soporta el voltaje divino por mucho tiempo. Y menos aún lo soporta la anquilosada y dogmática sociedad humana que, ya en la época de Hölderlin, cerraba completamente la puerta a los dioses y la abría exclusivamente al nuevo dios de la técnica.

Como suele ocurrir con los auténticos poetas, Hölderlin en muchos aspectos fue profeta. Presagió su destino trágico y su propio descenso a la locura. Vaticinó que acabaría como «un niño de cabellos grises» y se desvanecería en el silencio impenetrable; anticipó la muerte de su amante Susette («Diotima») y sobre todo presagió la destrucción de la concepción sagrada del mundo, propiciada por la mentalidad que ya veía encumbrarse en Europa, aquella, irreverente, que ya no tenía comercio con los dioses y que juzgaba a la naturaleza como un cuerpo inerte, enteramente a disposición de la ambición del hombre y sus navajas analíticas. Hölderlin fue el poeta que, antes que Nietzsche (que lo tenía como su poeta favorito), si bien desde una perspectiva muy distinta, narró la retirada de lo divino.

En su novela Hyperion, una de las obras maestras del romanticismo, publicada alrededor de 1797, Hölderlin, encarnando al personaje de Hyperion, el titán de la era dorada, después de la muerte de su amada Diotima y habiendo sufrido pérdidas inenarrables, regresa de su Grecia idealizada al continente europeo y observa la semilla de la destrucción en la hibris alemana, la cual deriva en el proceso de industrialización que empezaba a vivir el mundo. Recordemos las palabras que decía por ese entonces Blake, quien llamó «oscuros molinos satánicos» a las fábricas que masacraban el santo horizonte de Albión. Nuestro poeta escribe:

¡Pero tú habrás de juzgar, sagrada naturaleza! ¡Pues si al menos fueran humildes esos hombres, pero acaso no hicieron una ley para imponerse sobre los mejores entre ellos, y no se dejaron de enorgullecer por lo que no son […] acaso no fueron insolentes con lo divino!

¿Y no es divino lo que ustedes alemanes llaman lo inerte [lo que no tiene alma]? ¿Y no es mejor el aire que toman que su parloteo? ¿No son los rayos del Sol más nobles que todos ustedes hombres taimados? Los manantiales de la tierra y el rocío de la mañana refrescan los bosques, ¿pueden ustedes hacer algo similar? ¡Ah, pueden matar pero no pueden dar vida, si no es a través del amor, el cual no procede de ustedes, el cual ustedes no inventaron! Se preocupan y maquinan, buscando escapar del Hado, y no pueden entenderlo cuando sus pueriles artes son ineficaces; y mientras tanto las estrellas se mueven inocentemente por encima de ustedes. Cuando ella te tolera, tú menosprecias y atropellas a la paciente Naturaleza, pero ella sigue viviendo, en eterna juventud, y no puedes interrumpir su otoño y su primavera, no corrompes su éter. ¡Oh, ella realmente debe ser divina, ya que se te permite destruir y pese a eso ella no envejece y pese a ti la Belleza sigue siendo bella.!

[…] ‘Todo es imperfecto’ es el viejo refrán de los alemanes. Si sólo alguien les dijera a estas personas tan alejadas de Dios que todo es así imperfecto entre ellos sólo porque no han dejado nada puro e impoluto, ninguna cosa sagrada que no haya sido profanada por sus rudas manos, que nada florece entre ellos porque no respetan la raíz de todo florecimiento, la divina naturaleza, que la vida con ellos es rancia, gélida y está oprimida por cuitas, callada discordia, porque escarnecen al Genio, que trae poder y nobleza a las labores humanas, y serenidad en el sufrimiento, y amor y hermandad a los pueblos y a las moradas.

Y es por eso también que le temen tanto a la muerte y, en aras de esa existencia de moluscos, aceptan todo lo indigno, porque no conocen nada superior que ese trabajo desastroso que han hecho de las cosas.

Oh, Bellarmin, donde un pueblo ama a la Belleza, donde honra al Genio de sus artistas, ahí un espíritu en común se mueve como el aliento de la vida, ahí la mente tímida se abre, el engreimiento se derrite, y todos los corazones son reverentes y están llenos de un entusiasmo que engendra héroes. La morada de todos los hombres está con esas personas y allí dichosamente el extranjero puede vivir. Pero donde la divina Naturaleza y sus artistas son de esa manera insultados, ah, ahí la gran alegría de la vida está ausente y entonces cualquier otra estrella es mejor que nuestra tierra. Allí los hombres se vuelven cada vez más estériles, cada vez más vacuos, aunque todos nacieron con belleza; la bajeza se incrementa y con su insolencia llega la intoxicación con sus problemas, y con esto el lujo, el hambre y el miedo a la indigencia, la bendición de cada año se convierte en una maldición y los dioses se retiran.

Se trata de un pasaje memorable, profuso en tonos e ideas, más de lo que podemos desentrañar aquí. Pero debemos notar algunos puntos esenciales. Hölderlin diagnostica una cierta hibris, una insolencia, irreverencia y arrogancia, la transgresión del orden sagrado que producirá la perdición del alma, un pacto fáustico a fin de cuentas. En este caso la ofensa trágica es contra la naturaleza, a la cual idealiza y diviniza como el más romántico de los románticos, en ese retorno al paganismo, que, sin embargo, en Hölderlin es más complejo, pues es más un matrimonio entre Atenas y Jerusalén que una reconquista. Un matrimonio total, el matrimonio del cielo y la tierra, Jesús y Dioniso y no uno o el otro. Ahora bien, podemos considerar esta visión como anticipatoria en tanto que esta actitud, que comienza con el mecanicismo de Descartes y Bacon, ha conducido a la actual crisis ecológica global, la cual en gran medida es resultado de un cambio de paradigma. Justamente del paradigma que Hölderlin sentencia con la retirada de lo divino. En su poema «La despedida», el poeta lo dice aún más claramente:

¿Traicionar al dios? A aquel que primero creó

el sentido y la vida, a aquel que inspiró

y protegió nuestro amor,

eso es lo único que no puedo hacer.

Pero un mal distinto, una esclavitud distinta,

ahora la mente del mundo inventa

y a través de la técnica y la costumbre,

día a día se roba nuestra alma.

El dios se retira porque el ser humano deja de escuchar a la naturaleza, donde centellea la divinidad. Al confiar sólo en la técnica, el hombre levanta una titanomaquia contra los celestes. Y no se da cuenta, en su soberbia, de que hipoteca su alma en la máquina, de la cual hace una nueva hipóstasis. No se da cuenta de que todo lo que busca -la misma divinidad, inmortalidad, felicidad, poder, etc.- ya le ha sido dado en la naturaleza; en aquello que es y no en lo que tiene que hacer.

En la época actual nos hemos vuelto cínicos y calculadores y solemos ver este tipo de visiones como meramente «románticas», un término que ha llegado a significar un wishful- hinking, que no se ajusta a la realidad del ratio, una hipérbole, un sentimentalismo. Pero esto es también la ilusión de nuestro poder racional egoísta, de que nuestra propia voluntad es lo único, lo absoluto. Las pruebas de este extravío, sin embargo, pueden apreciarse en el estado actual del mundo, que pese a toda la supuesta prosperidad que la técnica ha producido, se encuentra en un estado inconcebible para la antigüedad, no sólo desacrado sino devastado. Y esto sólo ha sido posible por lo que Hölderlin llama la «retirada del dios», el dios que ya no es pensado, que ya no es venerado, y al cual ya no se le agradece ni se le ofrecen las primicias. La naturaleza ha dejado de ser divina, ha dejado de ser la generosa fuente inagotable del espíritu y se ha convertido en un recurso, en un objeto de consumo que, después de consumirse, se desecha. Hölderlin dice que si no concebimos a la naturaleza como un ser venerable y no tratamos a nuestros artistas también con respeto y veneración, bien podemos abandonar la Tierra, «entonces cualquier otra estrella es mejor». Esto es justo el irresponsable proyecto de algunos transhumanistas que buscan escapar de la Tierra, para evitar los cataclismos que su proyecto ha producido, hacia otro sistema solar, donde puedan encontrar un nuevo planeta o, también, escapar del cuerpo, hacia un soporte de silicio que acomode su conciencia.

Pero sólo en la Tierra podemos ser lo que somos. Y sólo dándole un significado infinito, la calidad de persona o divinidad a la Tierra podremos habitar en armonía y en auténtica prosperidad.-

posteado por kalais 10/9/2022 – ch

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