Saltar al contenido

Candide o el Optimista > según lo presentó Voltaire (1694-1778)

junio 4, 2022

CAPÍTULO I – CÁNDIDO ES EDUCADO EN UN HERMOSO CASTILLO, Y ES EXPULSADO DE ÉL – Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunderten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había sido devastado por el tiempo. El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le reían las gracias. La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de 4 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx edad, era una muchacha de mejillas sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter. Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles.

–Es evidente –decía– que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto. Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo. Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma. Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunderten-trockh acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el 6 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agradable de los castillos posibles.

CAPÍTULO IV – CÁNDIDO ENCUENTRA A SU ANTIGUO MAESTRO DE FILOSOFLA, EL DOCTOR PANGLOSS, Y LO QUE LE OCURRE CON ÉL. – Cándido, con más compasión que horror, entregó a aquel horrible pordiosero los dos florines que había recibido del honesto anabaptista Jacobo. El fantasma le miró fijamente, empezó a llorar y le rodeó el cuello con sus brazos. Cándido retrocedió aterrado. —¡Ay! —dijo el miserable al otro miserable—, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss? —¿Qué oigo? ¡Vos, mi amado maestro, vos en este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha ocurrido? ¿Por qué no estáis ya en el más bello de los castillos? ¿Qué ha sido de la señorita Cunegunda, la perla de las muchachas, la obra maestra de la naturaleza? —No puedo ni con mi alma —dijo Pangloss. Cándido lo llevó inmediatamente al cobertizo del anabatista, donde le dio de comer un poco de pan; y, cuando lo vio un poco recuperado, le preguntó: —Bueno, ¿y la señorita Cunegunda? —Ha muerto —contestó el otro. Al oír aquella respuesta Cándido se desmayó; su amigo le hizo volver en sí con un poco de vinagre en mal estado que por fortuna había por allí. Cándido abre de nuevo los ojos. —¡Ha muerto Cunegunda! Ah, ¿dónde está el mejor de los mundos? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿Acaso fue porque me echaron a patadas del bello castillo de su señor padre? —De ninguna manera —dijo Pangloss—, los soldados búlgaros la destriparon tras haberla violado repetidas veces; al señor barón, que quería defenderla, le saltaron los sesos de un disparo; con la señora baronesa hicieron varios trozos; a mi pobre pupilo le trataron igual que a su hermana; y del castillo, no ha quedado piedra sobre piedra, ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; ahora bien, los ávaros nos han vengado, pues han hecho lo mismo en una baronía cercana que pertenecía a un señor búlgaro. Ante tal descripción, Cándido se desmayó otra vez; pero, de nuevo en sí y tras decir todo cuanto tenía que decir, trató de averiguar la causa y el efecto, y la razón suficiente que habían llevado a Pangloss a tan lamentable estado. —¡Ay! —contestó el otro—, ha sido el amor: el amor, consuelo del género humano, el que mantiene el universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor. —¡Lástima! —exclamó Cándido—, yo también he conocido ese amor, ese dueño de los corazones, esa alma gemela; y únicamente me proporcionó un beso y veinte patadas en el culo. ¿Cómo causa tan bella ha podido produciros a vos un efecto tan abominable? Pangloss contestó de la siguiente manera:—Querido Cándido, vos conocisteis a Paquita, aquella criada tan guapa de nuestra augusta baronesa; gocé en sus brazos de los placeres del paraíso, que me ocasionan ahora estos tormentos infernales; ella estaba completamente infectada y quizá haya muerto ya a causa de ellos. A Paquita le había hecho tal regalo un fraile franciscano muy sabio, que había investigado su origen, pues a él se lo había contagiado una vieja condesa, que lo había recibido a su vez de un capitán de caballería, que se lo debía a una marquesa, que lo había cogido de un paje, el cual lo había recibido de un jesuita, quien, cuando era novicio, lo había adquirido directamente de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuanto a mí, yo no se lo pegaré a nadie, porque me estoy muriendo. —¡Oh Pangloss! —exclamó Cándido—, ¡qué extraña genealogía! ¿No será cosa del diablo tal linaje? —En absoluto —replicó aquel gran hombre —era cosa indispensable en el mejor de los mundos, era un ingrediente totalmente necesario: si Cristóbal Colón no hubiera cogido en una isla de América esta enfermedad que envenena el origen de la vida, y que incluso impide muchas veces la procreación, cosa que evidentemente es contraria a los fines de la naturaleza, no conoceríamos ni el chocolate ni la cochinilla; por otra parte debemos observar que, actualmente, en nuestro continente, esta enfermedad, junto con la dialéctica, es una de nuestras características propias. Turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses aún no la conocen; si bien hay una razón suficiente para que la conozcan a su vez dentro de unos siglos. Mientras tanto se ha desarrollado prodigiosamente entre nosotros, y especialmente entre los grandes ejércitos integrados por militares honrados y bien educados, que deciden el destino de los países; se puede asegurar que, cuando treinta mil soldados combaten en batalla campal contra tropas semejantes en número, unos veinte mil hombres de cada bando mostrarán pústulas.

—Qué sorprendente es todo eso —dice Cándido—; pero ahora os tenéis que curar. —¿Y cómo podría hacerlo? —dice Pangloss—, amigo mío, no tengo ni un céntimo, y en este mundo nadie puede conseguir que le hagan una sangría o una lavativa sin pagar, o sin que alguien pague por él. Este último comentario decidió a Cándido; fue a arrojarse a los pies de su caritativo anabatista Jacobo, y le describió el estado en el que se encontraba su amigo de una manera tan conmovedora que el buen hombre no dudó en socorrer al doctor Pangloss; lo mandó curar a su costa. Pangloss tan sólo perdió en la cura un ojo y una oreja. Como sabía escribir y conocía la aritmética a la perfección, el anabatista lo nombró secretario suyo. Al cabo de dos meses, como tenía que ir a Lisboa por asuntos de negocios, se llevó en su barco a los dos filósofos. Pangloss le explicó cómo todo en el mundo era perfecto. Jacobo no compartía esa opinión: —De alguna manera los hombres han debido corromper algo la naturaleza, puesto que no han nacido lobos y se han convertido en lobos. Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro, ni bayonetas; y ellos han fabricado bayonetas y cañones para destruirse. Podría añadirse también la bancarrota, y la justicia, que se apodera de los bienes de los que quiebran sin dar nada a los acreedores. —Todo eso era indispensable —contestaba el sabio tuerto—, las desgracias particulares contribuyen al bien general; de manera que a más desgracias particulares mejor va todo. Mientras razonaba así, el cielo se oscureció, empezaron a soplar los vientos de todos los lados y el barco se vio asaltado por la más horrible tempestad, justo al avistar el puerto de Lisboa.

CAPÍTULO VIII – HISTORIA DE CUNEGUNDA —Estaba en la cama durmiendo profundamente, cuando quiso el cielo enviar a los búlgaros a nuestro hermoso castillo de Thunder-tentronckh; degollaron a mi padre y a mi hermano, y a mi madre la despedazaron. Un búlgaro enorme, de seis pies de altura, al ver que yo perdía el conocimiento ante aquel espectáculo, intentó violarme; aquello me hizo volver en mí y recobrar el sentido; grité, me opuse con todas mis fuerzas, le mordí, le arañé, quería sacarle los ojos a aquel búlgaro, desconociendo que cuanto estaba ocurriendo en el castillo de mi padre era algo normal: el bruto me dio un navajazo en el costado izquierdo cuya cicatriz aún conservo. —¡Qué lástima! Espero que pueda verla —dijo el ingenuo Cándido. —La veréis —dijo Cunegunda—; pero continuemos. —Proseguid —dijo Cándido. Ella retomó el hilo de su relato así: —Un capitán búlgaro entró, me vio a mí toda ensangrentada, y que aquel soldado seguía a lo suyo. El capitán se encolerizó al ver el poco respeto que aquel bruto mostraba por él y lo mató. Luego ordenó que me curasen, y me llevó como prisionera de guerra a su cuartel. Le lavaba las pocas camisas que tenía, le guisaba, me encontraba muy bonita, todo hay que decirlo; y debo confesar que era bien parecido, con una piel blanca y suave; aunque con poca inteligencia y poca instrucción: a lo lejos se veía que no había sido educado por el doctor Pangloss. Al cabo de tres meses, como había perdido todo su dinero y se había cansado de mí, me vendió a un judío llamado don Isachar, que traficaba en Holanda y Portugal, y que amaba con pasión a las mujeres. Este judío se prendó de mí, pero no pudo conseguirme; le opuse mejor resistencia que al soldado búlgaro: una persona honrada puede ser violada una vez, pero su virtud se vuelve más firme. El judío, para someterme, me trajo a esta casa de campo que veis. Hasta ahora yo había creído que no existía nada tan bello en la tierra como el castillo de Thunderten-tronckh; estaba equivocada. »Un día, el gran inquisidor me vio en misa; me observó detenidamente y me mandó el recado de que tenía que hablarme de asuntos secretos. Me llevaron a su palacio; le informé de mi linaje; me hizo ver que estaba por debajo de mi categoría al pertenecer a un israelita. A instancias suyas propusieron a don Isachar que me cediera al señor inquisidor. Don Isachar, que es el banquero de la corte, y hombre de crédito, no quiso ni oírlo. El inquisidor le amenazó con un auto de fe. Al final mi judío, atemorizado, aceptó un trato mediante el cual la casa y yo perteneceríamos conjuntamente a los dos; los lunes, miércoles y el día del sábado sería del judío, y los demás días de la semana, del inquisidor. Este acuerdo dura desde hace seis meses. Ha habido bastantes discusiones, ya que no está aún nada claro si la noche del sábado al domingo es de la ley antigua o de la nueva. Por lo que a mí respecta, he 31 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx resistido hasta ahora a los dos; y debe ser por eso por lo que aún sigo siendo amada. »Con el fin de alejar el azote de los terremotos, y atemorizar de paso a don Isachar, el inquisidor quiso celebrar un auto de fe y me invitó a él. Me acomodaron en un buen lugar; entre la misa y la ejecución se sirvieron refrescos a las damas. A decir verdad, me horrorizó ver cómo quemaban a aquellos dos judíos y a aquel honrado vizcaíno casado con su comadre; ¡pero cuál no sería mi asombro, mi espanto y mi sorpresa, al ver vestido con un sambenito y bajo una mitra, un rostro parecido al de Pangloss! Tuve que restregarme los ojos, miré atentamente cómo lo ahorcaban y me desmayé. Apenas había recobrado el sentido cuando os vi indefenso, completamente desnudo; aquello fue el colmo del horror, del dolor, de la angustia, de la desesperación. Ciertamente, os confesaré que vuestra piel es aún más blanca y más sonrosada que la de mi capitán de los búlgaros. Esta imagen hizo que se redoblaran todos los sentimientos que me angustiaban, que me devoraban. Intenté gritar, queriendo decir: «¡Deteneos, bárbaros!» Pero la voz me falló y mis gritos hubieran sido inútiles. Acabado el castigo, me preguntaba yo: «¿Cómo es posible que el amable Cándido y el sabio Pangloss se encuentren en Lisboa, que uno reciba cien azotes y que el otro sea ahorcado por orden de monseñor el inquisidor, que tan enamorado está de mí? Pangloss me ha engañado despiadadamente al decirme que todo es perfecto en el mundo». »Estaba trastornada, enloquecida, a ratos hecha una fiera y a ratos a punto de morir de debilidad, los recuerdos bullían en mi cabeza: la masacre de mi padre, de mi madre, de mi hermano, la insolencia del ruin soldado búlgaro, la cuchillada que me dio, mi servidumbre, mi oficio de cocinera el capitán búlgaro, el despreciable don Isachar, el abominable inquisidor, la ejecución del doctor Pangloss, aquel gran Miserere cantado a coro mientras os azotaban y, especialmente, el beso que os había dado detrás del biombo, el día que os vi por última vez. Di gracias a Dios porque os volvía a traer a mi lado tras tantos obstáculos. Le encargué a la vieja que se ocupara de vos, y os trajera aquí en cuanto pudiera. Ha realizado mi encargo a la perfección; he experimentado el inefable placer de veros otra vez, de oíros, de hablar con vos. Pero debéis de tener un hambre devoradora; yo también, vayamos a cenar. Se sientan los dos a la mesa; y, después de cenar, se recuestan en aquel hermoso canapé al que me he referido anteriormente; precisamente estaban en él cuando don Isachar, uno de los dueños de la casa, llegó. Era sábado. Venía a gozar de su derecho, y a declarar su tierno amor.

CAPÍTULO XXIII – LO QUE VIERON CÁNDIDO Y MARTÍN EN LAS COSTAS DE INGLATERRA —¡Ah, Pangloss! ¡Pangloss! ¡Ah, Martín! ¡Martín! ¡Ah, mi amada Cunegunda! Pero, ¿qué mundo es éste? —decía Cándido en el barco holandés. —Un aborrecible mundo de locos —contestaba Martín. —Vos conocéis Inglaterra, ¿son allí tan locos como en Francia? —Son otro tipo de locos —dijo Martín—. Vos sabéis que estos dos países están en guerra por unos cuantos palmos de nieve del Canadá, y que el gasto de esta dichosa guerra es superior al valor de todo el Canadá. No tengo bastante capacidad para precisar si hay más locos de atar en un país que en el otro, sólo puedo asegurar que, en general, la gente a la que vamos a ver es bastante antipática. Así iban conversando cuando llegaron a Portsmouth; la orilla estaba completamente tapada por una muchedumbre que observaba con mucha atención a un hombre muy gordo que estaba arrodillado, con una venda en los ojos, sobre la cubierta de uno de los buques de la flota; cuatro soldados, alineados en frente de este hombre, le dispararon cada uno tres balas en el cráneo con la mayor tranquilidad del mundo; y aquella muchedumbre se alejó enormemente satisfecha.—¿Pero qué significa todo esto? —dijo Cándido—; y ¿qué espíritu maligno impera en todo el mundo? Preguntó quién era aquel hombre gordo al que acababan de fusilar con tanta solemnidad. —Es un almirante—le contestaron. —¿Y qué razón hay para matar a un almirante? Le contestaron: —Porque no ha mandado matar a mucha gente; entabló una batalla con un almirante francés y se ha demostrado que no se le aproximó lo suficiente. —Pero —dijo Cándido— ¡el almirante francés estaría tan alejado del almirante inglés como éste de aquél! —Eso es obvio —le replicaron—; pero aquí se considera conveniente ejecutar de tanto en tanto a un almirante para enardecer a los demás. Todo esto que veía y escuchaba le produjo a Cándido tal impresión que no quiso ni bajar a tierra, y le determinó llegar a un trato con el patrón holandés (aunque luego resultara ser un ladrón como el de Surinam) para que le condujera sin demora a Venecia. El patrón estuvo listo al cabo de dos días. Bordearon las costas de Francia; pasaron por delante de Lisboa y Cándido se estremeció. Atravesaron el Estrecho, entraron en el Mediterráneo y llegaron finalmente a Venecia. 109 http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx —¡Alabado sea Dios! —dijo Cándido abrazando a Martín— . En esta ciudad veré otra vez a la bella Cunegunda. Tengo tanta confianza en Cacambo como en mí mismo. Todo está bien, todo va lo mejor posible.-[///>>>]

(fuente http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/ObrasClasicas/_docs/Candido_Voltaire.pdf ]

-&&&&&&&&&&&&&&&—————————————————

Del DICCIONARIO FILOSóFICO: vocablos por orden alfabético

ABUSO DE LAS PALABRAS. Las conversaciones y los libros raras veces nos proporcionan ideas precisas. Se suele leer en demasía y conversar inútilmente. Es, pues, oportuno recordar lo que Locke recomienda: Definid los términos. Una dama que come con exceso y no hace ejercicio cae enferma El médico le dice que domina en ella un humor pecante, impurezas, obstrucciones y vapores, y le prescribe un medicamento que le purificará la sangre. ¿Qué idea exacta puede tener de todas esas palabras? La paciente y la familia que las oyen no las comprenden; ni el médico tampoco. Antiguamente, el facultativo recetaba buenamente una infusión de hierbas caliente o fría. Un jurisconsulto, en el ejercicio de su profesión, anuncia que por la inobservancia de las fiestas y los domingos se comete crimen de lesa majestad divina en la persona del Hijo, esto es, el segundo jefe. La expresión majestad divina nos da la idea del más enorme de los crímenes y, desde luego, del más horrendo de los castigos. Pero, ¿a propósito de qué la pronunció el jurisconsulto? Por no haber observado las fiestas de guardar, lo que puede suceder al hombre más honrado del mundo. En todas las polémicas que se entablan acerca de la libertad, uno de los argumentadores entiende casi siempre una cosa y su adversario otra. Luego surge un tercero en discordia, que no entiende al primero ni al segundo, pero que tampoco lo entienden a él. En las disputas sobre la libertad, uno posee la potencia de pensamiento de imaginar, otro la de querer y el tercero el deseo de ejecutar; corren los tres, cada uno dentro de su círculo, y no se encuentran nunca. Igual sucede en las quejas sobre la gracia. ¿Quién puede comprender su naturaleza, sus operaciones, la suficiente que no basta y la eficaz a la que nos resistimos? Hace dos mil años que se viene pronunciando la frase «forma sustancial» sin tener la menor noción de ella; esta frase se ha sustituido ahora por la de «naturaleza plástica», sin ganar nada en el cambio. Se detiene un viajero ante un torrente y pregunta a un labriego que ve al otro lado por dónde está el vado: «Id hacia la derecha», contesta el buen hombre.  El viajero toma la derecha y se ahoga. El labriego va corriendo hacia él y le grita: «No os dije que avanzarais hacia vuestra mano derecha, sino hacia la mía».

El mundo está lleno de estas equivocaciones. Al leer un noruego esta fórmula que usa el papa: servidor de los servidores de Dios, ¿cómo ha de comprender que el que la dice es el obispo de los obispos y el rey de los reyes? En la época en que los papeles fragmentarios de Petronio gozaban de fama en la literatura, Meibomins, sabio de Lubeck, leyó en una carta que imprimió otro sabio de Bolonia lo siguiente: «Aquí tenemos un Petronio completo, y lo he visto y lo he admirado». Ni corto ni perezoso, Meibomins emprende viaje a Italia, se dirige a Bolonia, busca al bibliotecario Capponi y le pregunta si es verdad que tiene allí el Petronio completo. Capponi le responde que es público y notorio, y acto seguido le conduce a la iglesia donde descansa el cuerpo de san Petronio. Meibomins toma la diligencia y huye. Si el jesuíta Daniel tomó a un abad guerrero, martialem abbatem, por el abad Marcial, cien historiadores han incurrido en mayores errores. El jesuita Dorleans, en su obra Revoluciones de Inglaterra, habla indiferentemente de Northampton y de Southampton, no equivocándose más que de Norte a Sur. Frases metafóricas tomadas en un sentido propio han decidido muchas veces la opinión de muchas naciones. Conocida es la metáfora de Isaías: «¿Cómo caíste del cielo, estrella brillante que apareces al rayar el alba?» Supusieron que en esa imagen aludían al diablo, y como la voz hebrea que corresponde a la estrella de Venus se tradujo en latín por la palabra Lucifer, desde entonces se ha llamado siempre Lucifer al diablo. El ejemplo más singular del abuso de las palabras, de los equívocos voluntarios y de los errores que han producido más trastornos, nos lo ofrece la voz Kin-Tien, de China. Varios misioneros de Europa disputaron acaloradamente sobre la significación de esa palabra y Roma envió un francés llamado Maigrot, nombrándolo obispo imaginario de una provincia de China, para que decidiera el sentido de tal palabra. Maigrot desconocía por completo el idioma chino. El emperador se dignó explicarle lo que en su lengua significaba Kin-Tien, Maigrot no lo quiso creer y logró que Roma excomulgase al emperador de China. No acabaríamos nunca si hubiéramos de referir todos los abusos de palabras que nos acuden a la mente.-

AMÉRICA. Ya que no se cansan de aventurar hipótesis sobre cómo pudo poblarse América, tampoco me cansaré de decir que quien hizo en el Nuevo Mundo las moscas también hizo nacer a los hombres. Por más ganas que se tengan de discutir, no puede negarse que el Ser Supremo, que preside toda la naturaleza, hiciera nacer en el grado cuarenta y ocho animales de dos pies y sin plumas, cuya piel participa del blanco y del rojo con barbas largas casi rojas. Como tampoco puede negarse que el Creador haya hecho nacer negros sin barbas en Africa y en las islas, y otros negros barbados en la misma latitud, unos con pelo que parece de lana y otros con una especie de crines, y entre unos y otros, animales enteramente blancos que no están dotados de crines ni de lana, sino de seda. No se comprende qué es lo que puede impedir que Dios hiciera nacer en otro continente animales de una misma raza. Véase hasta qué punto nos domina el furor de los sistemas y la tiranía de las preocupaciones. Al encontrar animales en el resto del mundo convienen todos ellos en que Dios pudo colocarlos donde están, y lo chusco es que no se hallan de acuerdo en creer que los situó allí mismo. Los que confiesan de buen grado que los castores son originarios del Canadá, sostienen que los hombres sólo consiguieron llegar allí embarcados y que únicamente pudieron poblar México algunos descendientes de Magog. Semejante aserto equivaldría a decir que si existen hombres en la luna sólo puede haberlos llevado allí Astolfo (1) a la grupa de su hipócrifo, cuando fue a buscar el sentido común de Orlando, que estaba encerrado en una botella.

  • Ver Ariosto, “Orlando furioso”

Si en la época de Ariosto se hubiera descubierto América y en Europa hubiese habido hombres defensores de sistemas para sostener, con el jesuita Lafitau, que los caraibos descendían de los habitantes de Caria y los hurones de los judíos, hubiera hecho muy bien en entregar a dichos polemistas la botella de su sentido común, que sin duda estaba en la luna con la del amante de Angélica. Lo primero que se hace al descubrir una isla en el océano Indico o en el mar del Sur es preguntar: ¿De dónde han venido esas gentes? Y en cambio a los árboles y las tortugas del país no titubean en declararlos autóctonos, como si a la naturaleza le fuera más difícil crear hombres que tortugas. Lo que puede dar visos de verosimilitud a ese sistema es que casi no existe ninguna isla en los mares de América y de Asia en que no encuentren juglares, charlatanes, pícaros e imbéciles. Esto, sin duda, es lo que hace creer que proceden del Viejo Mundo.-

AMOR. Se dan tantas clases de amor que no sabemos a cuál de ellas referirnos para definirlo. Se llama falsamente amor al capricho de algunos días, a una relación inconsistente, a un sentimiento al que no acompaña la estima, a una costumbre fría, a una fantasía novelesca, a un gusto seguido de un rápido disgusto… en suma, se otorga ese nombre a un sinfín de quimeras. Si algunos filósofos tratan de examinar a fondo esta materia poco filosófica que estudien el Banquete, de Platón, en el que Sócrates, amante honesto de Alcuzades y de Agatón, conversa con ellos sobre la metafísica del amor. Lucrecio habla del amor físico, y Virgilio sigue las huellas de Lucrecio. El amor es una tela que borda la imaginación. ¿Quieres formarte idea de lo que es el amor? Contempla los gorriones y los palomos que hay en tu jardín, observa al toro que se aproxima donde está la vaca, y al soberbio caballo que dos mozos llevan hasta la yegua que apaciblemente le está esperando y al recibirle menea la cola; observa cómo chispean sus ojos, escucha sus relinchos, contempla sus saltos, sus orejas tiesas, su boca que se abre nerviosamente, la hinchazón de sus narices y el aire inflamado que de ellas sale, sus crines que se erizan y flotan y el movimiento impetuoso que los lanza sobre el objeto que la naturaleza les destinó. Pero no los envidies, porque debes comprender las ventajas de la naturaleza humana, que compensan en el amor todas las que natura concedió a los animales: fuerza, belleza, ligereza y rapidez. Hay animales que no conocen el goce, como los peces que tienen concha; la hembra deja sobre el légamo millones de huevos y el macho que los encuentra pasa sobre ellos y los fecunda con su simiente, sin conocer ni buscar a la hembra que los puso.

La mayor parte de los animales que se aparean no disfrutan más que por un solo sentido, y cuando satisfacen su apetito termina su amor. Ningún animal, excepto el hombre siente inflamarse su corazón al mismo tiempo que se excita la sensibilidad de todo su cuerpo; sobre todo, los labios gozan de una voluptuosidad que no fatiga, y de ese placer sólo goza la especie humana. Es más, ésta, en cualquier época del año puede entregarse al amor; los animales tienen su tiempo prefijado. Si reflexionas y te haces cargo de estas preeminencias, exclamarás con el conde de Rochester: «El amor, en un país de ateos, es capaz de conseguir que adoren a la divinidad». Como los hombres recibieron el don de perfeccionar todo lo que la naturaleza les concedió, llegaron a hacerlo con el amor. La limpieza y el aseo, haciendo la piel más delicada, aumentan el deleite que causa el tacto, y el cuidado que se tiene para conservar la salud hace más sensibles los órganos de la voluptuosidad. Los demás sentimientos se entremezclan con el del amor como los metales se amalgaman con el oro; la amistad y el aprecio lo favorecen, y la belleza del cuerpo y la del espíritu le añaden nuevos atractivos. Sobre todo, el amor propio estrecha esos lazos, porque el amor propio se encomia a sí mismo por la elección que hizo y las múltiples ilusiones que hace nacer, y embellece la obra cuyos cimientos inició la naturaleza. Tales ventajas tienen los hombres sobre los animales. Si aquéllos disfrutan placeres que éstos desconocen, sufren en cambio pesares de los que las bestias no tienen la menor idea. Lo más terrible para el hombre es que la naturaleza haya emponzoñado en las tres cuartas partes del mundo los placeres del amor y los manantiales de la vida con esa enfermedad venérea espantosa que a él sólo ataca y a él sólo infecta los órganos de la generación. De esta enfermedad no puede decirse que, como otras afecciones, es consecuencia de nuestros excesos. No es la relajación la que la introdujo en el mundo. Friné, Lais y Mesalina no sufrieron esa enfermedad, que trajeron de las islas de América, donde los hombres vivían en estado de inocencia, y se extendió por el Viejo Mundo. Si de algo pudo acusarse a la naturaleza de contradecirse en su plan y de obrar contra sus propias miras es por haber difundido esa tremenda calamidad que sembró en la tierra la vergüenza y el horror. Si César, Antonio y Octavio no conocieron esa enfermedad, causó en cambio la muerte de Francisco I.

Los filósofos eróticos suscitaron la cuestión de si Eloisa pudo seguir amando verdaderamente a Abelardo cuando después de castrado fue fraile. Yo creo que Abelardo siguió siendo amado; la raíz del árbol cortado conserva siempre un resto de savia y la imaginación ayuda al corazón. Nos complacemos en continuar sentados a la mesa cuando no comemos ya. ¿Es esto amor?, ¿es un simple recuerdo?, ¿es amistad? Es un no sé qué compuesto de todo ello, un sentimiento confuso semejante a las pasiones fantásticas que los muertos conservaban en los Campos Elíseos. Los atletas que durante su vida habían triunfado en las carreras de carros después de muertos guiaban carros imaginarios. Allí Orfeo creía cantar aún. Eloisa vivía con Abelardo de ilusiones; ella le acariciaba con la imaginación algunas veces, con el placer superior que debía producirle haber hecho en el Paracleto voto de no amarle, y sus caricias debieron ser más deleitosas porque eran más culpables. La mujer no puede concebir pasión por un eunuco, pero puede conservar el cariño a su amante si por amarle le castran. No sucede lo mismo al amante que envejeció al pie del cañón. De su exterior apuesto nada queda, sus arrugas repelen, su pelo blanco retrae los dientes que le faltan desagradan, y todo cuanto puede hacer la mujer amada, siendo virtuosa, se reduce a ser su enfermera y a soportar que le ame, dedicándose a enterrar a un muerto.-

ÍDOLO, IDÓLATRA, IDOLATRÍA. Estos vocablos, derivados del griego, significan representación de una figura, servir, reverenciar, adorar. La voz adorar es de origen latino y tiene acepciones diferentes: llevar la mano a la boca cuando nos santiguamos, hacer reverencias, ponerse de rodillas, rendir un culto supremo… Siempre los equívocos. Es de advertir que el Diccionario de Trévoux inicia el artículo de este título diciendo que todos los paganos eran idólatras y los hindúes lo son todavía. Ahora bien en primer lugar, a nadie se llamó pagano antes de la época de Teodosio el Joven, y así llamaron entonces a los habitantes de las localidades o aldeas de Italia que conservaron su antigua religión. En segundo lugar, el Indostán es mahometano y los mahometanos son enemigos implacables de las imágenes y de la idolatría. En tercer lugar, tampoco se puede llamar idólatras a muchos pueblos de la India que pertenecen a la antigua religión de los parsis, ni a determinadas castas que no reverencian ningún ídolo. Acerca de si hubo alguna vez un gobierno idólatra, debemos objetar que ningún pueblo del mundo tomó el nombre de idólatra porque ese adjetivo es injurioso, como el remoquete de gabacho que los españoles aplicaron antaño a los franceses y el de marranos que éstos aplicaron a aquéllos. Si hubieran preguntado al Senado de Roma, al Areópago de Atenas, o a la corte de los reyes de Persia: «¿Sois idólatras?», no hubieran entendido la pregunta y nadie hubiera contestado: «Adoramos imágenes, adoramos ídolos». Las palabras idólatra e idolatría no se encuentran en Homero, Hesíodo, Herodoto, ni en ningún autor de la religión pagana. Nunca se promulgó ningún edicto, ninguna ley, que ordenara que se adorase a los ídolos, les sirvieran y les considerasen como dioses.

 Cuando los caudillos romanos y cartagineses celebraban tratados ponían por testigos a sus dioses y decían que en presencia de ellos juraban la paz. Pero las estatuas de los dioses, cuya enumeración sería muy larga, no estaban en las tiendas de los caudillos. Estos simulaban que los dioses presenciaban los actos de los hombres como testigos y jueces, pero no es el simulacro lo que constituía la divinidad. ¿Cómo consideraban, pues, en los templos las estatuas de sus falsos dioses? Las consideraban, si se nos permite expresarlo así, como los católicos consideran las imágenes que veneran. El error de los paganos no consistió en adorar una talla de madera o de mármol, sino en adorar la falsa divinidad representada por esas imágenes. La diferencia entre ellos y nosotros no consiste en que ellos tuvieran imágenes y los católicos no las tuvieran en determinada época; la diferencia radica en que sus imágenes representan seres fantásticos de una religión falsa y las imágenes nuestras simbolizan seres reales de la verdadera religión. Los griegos erigieron una estatua a Hércules y nosotros la hemos erigido a san Cristóbal; ellos tuvieron a Esculapio y su cabra y nosotros a san Roque y su perro; ellos reconocieron a Marte con su lanza, y nosotros a san Antonio de Padua y a Santiago de Compostela. Cuando el cónsul Plinio dirige sus súplicas a los dioses inmortales en el exordio del Panegírico de Trajano, no las dirige a las imágenes porque éstas no eran inmortales. Ni en los últimos tiempos del paganismo, ni en los primeros, se encuentra un solo hecho del que podamos colegir que adoraron ídolos. Homero sólo habla de los dioses que moraban en la cumbre del Olimpo. El palladium, que descendió del cielo, sólo fue una garantía sagrada de la protección que les otorgaba Palas Atenea, y en el palladium veneraban a dicha diosa. Los romanos y los griegos se prosternaban ante sus estatuas, les ceñían coronas, las perfumaban con incienso y con flores y las paseaban procesionalmente por las plazas públicas; nosotros hemos santificado esas costumbres y no por eso somos idólatras. Las mujeres, en época de sequía, llevaban las estatuas de los dioses tras haber ayunado, caminaban descalzas y desmelenadas, y en seguida llovía a cántaros, statim urceatim pluebat, como dice Petronio. ¿No hemos consagrado esa costumbre, tildada de ilegítima entre los gentiles y considerada legítima entre nosotros? ¿No hemos visto en muchas ciudades llevar procesionalmente con los pies descalzos reliquias de santos, para obtener por intercesión de éstos las bendiciones del cielo? Si un turco o un hombre de letras chino presenciaran semejantes ceremonias, podrían por ignorancia acusarnos de tener fe en los simulacros que paseamos en las procesiones.

Examen de la idolatría antigua. En la época de Carlos 1º, declararon en Inglaterra que era idólatra la religión católica. Los presbiterianos están convencidos de que los católicos adoran un pan que comen y figuras que son obra de los escultores y pintores. Lo que parte de Europa reprocha a los católicos, éstos lo censuran a los paganos. Sorprende el ingente número de acusaciones que en todos los tiempos han fulminado contra la idolatría de los griegos y romanos, y esta sorpresa crece de punto cuando nos convencemos de que no fueron idólatras. Tenían unos templos más privilegiados que otros: la Diana de Éfeso gozaba de mayor reputación que cualquier Diana de aldea. En el templo de Esculapio se obraban más milagros en Epidauro que en ningún otro de los templos de éste. La estatua de Zeus Olímpico atraía más ofrendas que la de Zeus de Paflagonia (Asia Menor). Mas como estamos obligados aquí a oponer las costumbres de la religión verdadera a las de una religión falsa, ¿por qué después de transcurrir tantos siglos tenemos más devoción a unos altares que a otros? ¿No llevamos más ofrendas a Nuestra Señora de Loreto que a Nuestra Señora de las Nieves? La multiplicidad de imágenes de la misma persona prueba que no son esas imágenes lo que adoramos, sino que rendimos culto a la persona que representan, pues no es posible que cada imagen represente un ser distinto. Existen infinidad de imágenes de san Francisco que no se le parecen, ni se parecen unas a otras, y todas ellas simbolizan a un solo san Francisco, al que invocan en el día de su fiesta los devotos del santo. Los griegos idearon una Diana, un Apolo y un Esculapio, y no tantos Apolos, Dianas y Esculapios como tenían en estatuas y en templos.

Está demostrado cuanto permite demostrar un punto de historia, que los antiguos no creían que una estatua fuera una divinidad y que el culto no se tributaba a la estatua, ni al ídolo; por consiguiente, los antiguos no eran idólatras. No basta ese pretexto para que nos acusen de idolatría. El populacho garbancero y supersticioso que no sabía razonar, dudar, negar, ni creer, que acudía al templo por estar ocioso y porque en él son pariguales los humildes y los grandes, que presentaba ofrendas por costumbre, que hablaba continuamente de milagros sin examinar ninguno, ese populacho, digo, pudo muy bien ante la Diana de Éfeso o el Júpiter tonante, sobrecogido de temor religioso, adorar esas estatuas. Tal ocurre a veces en nuestras iglesias a los incultos aldeanos, a pesar de haberles enseñado que deben pedir su intercesión a los bienaventurados y los santos, no a las estatuas de madera o de piedra.  Los griegos y romanos aumentaron el número de sus dioses por medio de las apoteosis. Los griegos divinizaron a los conquistadores, como por ejemplo a Baco, Hércules y Perseo. Roma erigió altares a sus emperadores. Nuestras apoteosis son de distinta clase: tenemos más santos que ellos dioses secundarios. Pero no han pasado al santoral por su alta posición, ni por sus conquistas, y elevamos a los altares a hombres sencillamente virtuosos que desconocería el mundo si no ocuparan un sitio en el cielo. La adulación servía de pase para las apoteosis de los antiguos; las nuestras se fundamentan en la virtud. Cicerón, en sus obras de filosofía, ni siquiera deja vislumbrar que los romanos confundieran las estatuas de los dioses con los dioses mismos sus interlocutores atacan la religión establecida, pero ninguno de ellos acusa a los romanos de creer que el mármol y el bronce son divinidades. Lucrecio no reprocha a nadie esa paparrucha y le place atacar a los supersticiosos. Esos dos autores prueban que los antiguos no fueron idólatras. Horacio hace decir a una estatua de Príapo: «En otro tiempo fui un tronco de higuera, y un carpintero, dudando si hacer de mí un dios o un banco, se decidió por fin hacerme dios» (Sátira VIII del libro I). ¿Qué debemos deducir de esta chirigota? Que Príapo era una divinidad secundaria, objeto de burla por los guasones; es más, esa chirigota prueba que no reverenciaban la figura de Príapo, que ponían en las huertas como espantapájaros. Dacier, ingenioso comentarista, refiere que Baruc predijo esa aventura cuando dijo que el destino de los dioses «será el que los artesanos quieran que sea», pero podía haber observado también que lo mismo se puede decir de todas las imágenes divinizadas. ¿Tuvo Baruc una premonición de las sátiras de Horacio? De un bloque de mármol lo mismo se puede hacer una pila bautismal que una estatua de Alejandro o de Júpiter. La materia de que estaban formados los querubines del Santo de los santos hubiera podido servir también para las funciones más viles. ¿Se reverencia menos el trono y el altar porque el artesano hubiera podido hacer con esa madera una mesa de cocina? Dacier, en vez de afirmar que los romanos adoraban la estatua de Príapo, que Baruc predijo, debía haber dicho que los romanos se burlaban de ella.

Consultad todos los autores que hablan de las estatuas de sus dioses y veréis que ninguno habla de idolatría, sino en sentido contrario. Marcial dice: «Los dioses no los hacen los artesanos, sino quienes les rezan». Ovidio afirma: «En la imagen de Dios, sólo a Dios se adora». Estacio escribe: «Los dioses no están encerrados en ningún arca, habitan en nuestros corazones». Lucano comenta: «El universo es la morada y el imperio de Dios». Podríamos añadir una larga serie de citas de autores romanos que declaran que las imágenes sólo se consideraban como lo que eran: imágenes. Sólo en los casos que las estatuas pronunciaban oráculos pudo creerse que encerraban algo de divino, pero la opinión dominante entonces era que los dioses habían elegido determinados altares, ciertos simulacros para residir en ellos algunas veces, dar audiencia a los mortales y contestarles. Sólo se encuentran en Homero y en los coros de la tragedia griega plegarias dirigidas a Apolo, que pronuncia sus oráculos en las montañas en tal templo o en tal ciudad, pero no hay en toda la Antigüedad el menor indicio de un rezo dirigido a una estatua. Es posible que creyeran que la divinidad prefiriera algunos templos y algunas imágenes, igual que se creyó que sentía predilección por algunos hombres; también tenemos nosotros muchas imágenes milagrosas. Y si nosotros no somos idólatras ¿qué derecho tenemos para decir que los antiguos lo fueran? Los que profesaban la magia, creyendo que era una ciencia o fingiendo que lo creían, alardeaban de poseer el secreto para hacer descender a los dioses del cielo y meterse dentro de las estatuas, pero no a los dioses mayores, sino a los dioses secundarios y a los genios. Esto es lo que Mercurio Trismegista llamaba hacer dioses, y lo que san Agustín refuta en su Ciudad de Dios. Pero esto nos demuestra que los simulacros no tenían nada de divino porque necesitaban que un mago les diera vida, y me parece que ocurriría raras veces que el mago fuera lo bastante hábil como para insuflar alma a una estatua y hacerla hablar. En suma, las imágenes de los dioses no eran dioses. Júpiter, no su imagen, lanzaba el rayo, la estatua de Neptuno no agitaba los mares, ni la de Apolo concedía la luz. Los griegos y romanos eran gentiles y politeístas, pero no idólatras. Les lanzábamos esta injuria cuando no teníamos estatuas ni templos, y hemos continuado injuriándoles cuando nos hemos servido de la pintura y la escultura para honrar nuestras verdades, como ellos se sirvieron de los artistas de la pintura y de los escultores para honrar sus errores. Los persas, sabeos, egipcios, tártaros y turcos no han sido idólatras. Origen de los simulacros denominados ídolos. Historia de su culto. Yerran quienes llaman idólatras a los pueblos que rindieron culto al sol y a las estrellas. Esas naciones carecieron mucho tiempo de simulacros y de templos, y sólo se equivocaron en tributar a los astros el culto que debían al que los creó. Además, el dogma de Zoroastro, recogido en el Sadder, enseña que existe un Ser Supremo vengador y remunerador, y esta enseñanza está muy lejos de la idolatría. China no conoció nunca los ídolos y profesó siempre el culto sencillo del señor del cielo Kingtien. Entre los tártaros,  Gengis Kan no era idólatra, ni tenía ningún simulacro. Los musulmanes afincados en Grecia, Asia Menor, Siria, Persia, India y Africa, llaman a los cristianos idólatras, giarus, porque creen que rinden culto a las imágenes; por eso destrozaron muchas estatuas que encontraron en Constantinopla, en las iglesias de Santa Sofía, de los Santos Apóstoles y en otras, que convirtieron en mezquitas. Les engañó la apariencia que ofusca con frecuencia a los hombres haciéndoles creer que las iglesias dedicadas a santos que fueron hombres, las imágenes de esos santos que adoraban de rodillas y los milagros que obraban en esos templos eran pruebas fehacientes de idolatría; sin embargo, no lo son. Los cristianos adoran un Dios único y reverencian en los bienaventurados la virtud de Dios, que obra por medio de los santos. Los iconoclastas y los protestantes también acusan de idolatría a la Iglesia católica y siempre se les da igual contestación. Como el hombre rara vez tiene ideas exactas y tampoco las expresa con exactitud, llamamos idólatras a los gentiles, sobre todo politeístas. Muchos volúmenes se han escrito para sostener opiniones diferentes respecto al origen del culto tributado a Dios o a muchos dioses antropomórficos, multitud de libros y opiniones que sólo prueban que lo ignoramos. ¡No sabemos quién inventó el traje y el calzado y queremos saber quién inventó los ídolos! Nada nos revela un pasaje de Sanchoniathon, que vivía antes de la guerra de Troya, nada nos enseña cuando dice que el caos, el espíritu, el soplo, enamorado de sus principios, sacó de ellos el limo, hizo el aire luminoso, y el viento Colp y su esposa Bau engendraron a Eón, y Eón engendró a Genos, y que Cronos, descendiente de éste, tenía dos ojos detrás y dos delante, se convirtió en dios y dio el Egipto a su hijo Thaut. He aquí uno de los más respetables monumentos de la Antigüedad. Orfeo sólo nos enseña en su Teogonía lo que Damascio nos ha conservado. Orfeo representa el principio del mundo bajo la figura de un dragón bicéfalo; una cabeza de toro y otra de león con el rostro en medio de ellas y alas doradas en la espalda. De esas fantasías tan extravagantes podemos colegir dos grandes verdades: que las imágenes sensibles y los jeroglíficos se conocen desde la más remota Antigüedad, y que los antiguos filósofos reconocieron un primer principio. Tocante al politeísmo, el sentido común nos hace comprender que desde que existieron hombres, o sea animales débiles, capaces de raciocinio y de locura, sujetos a muchos accidentes, a las enfermedades y a la muerte, conocieron su debilidad y su dependencia, y reconocieron fácilmente que hay algo más poderoso que ellos; barruntaron que existe una fuerza en la tierra que produce los alimentos, una fuerza en el aire que con frecuencia los destruye, una fuerza en el fuego que consume, y una fuerza en el agua que anega.

¿No es natural en hombres ignorantes imaginar que existen seres que presiden los elementos? ¿No es natural que reverenciaran la fuerza invisible que hacía brillar a sus ojos el sol y las estrellas? Cuando trataron de formarse una idea de esas potencias superiores al hombre, ¿no era natural que las representaran de manera sensible?, ¿podían hacerlo de otra forma? La religión hebraica, que precedió a la nuestra e inspiró el mismo Dios, estaba cuajada de esas imágenes que la simbolizan. Yahvé se digna hablar dentro de una zarza el lenguaje humano y aparece sobre una montaña: los espíritus celestes que El envía descienden también en forma humana, y el santuario está lleno de querubines, con cuerpo de hombre, alas y cabeza de animal. Esto dio lugar al error de Plutarco, Tácito y otros, de reprochar a los judíos que adorasen una cabeza de asno. Dios, pese a haber prohibido pintar y esculpir su imagen, se dignó ponerse a nivel de la debilidad humana, que deseaba hablaran a sus sentidos por medio de imágenes. Isaías, en el capítulo VI, ve al Señor sentado en un trono y la parte baja de su manto llena el templo. El Señor extiende la mano y toca la boca de Jeremías, en el capítulo I de ese profeta. Ezequiel ve aparecérsele en un trono de zafiro, en el que Yahvé está sentado como un hombre. Estas imágenes no alteran la pureza de la religión hebraica, que no empleó nunca estatuas, cuadros ni ídolos para representar a Dios a los ojos del pueblo. Los hombres de letras de China, los parsis y los antiguos egipcios no tuvieron ídolos, pero simbolizaron muy pronto a Isis y a Osiris; en Babilonia, Bel no tardó en ser un gran coloso, y Brahma un monstruo caprichoso en la península de la India. Los griegos multiplicaron los nombres de los dioses, las estatuas y los templos, pero siempre atribuyeron el poder supremo a Zeus, que los latinos llaman Júpiter, señor de los dioses en el cielo, sin saber qué entendían por cielo (1).

  • Véase Cielo de los antiguos.

Los romanos tuvieron doce dioses superiores, seis varones y seis hembras, que llamaban Dii majores gentium: Júpiter, Neptuno, Apolo, Vulcano, Marte, Mercurio, Juno, Vesta, Minerva, Ceres, Venus y Diana. Se olvidaron entonces de Plutón y Vesta ocupó su sitio. Tenían luego dioses inferiores, minores gentium, semidioses y héroes como Baco, Hércules y Esculapio, dioses infernales como Plutón y Proserpina, dioses del mar como Tetis, Anfitrite, las Nereidas y Glaucus; además, tenían las Dríadas, las Náyades, los dioses de los jardines y de los pastores; tenían dioses para cada profesión, cada función de la vida, para los niños, las jóvenes núbiles, las casadas, las parturientas, incluso tuvieron el dios Pedo. Divinizaron a los emperadores, pero ni éstos, ni el dios Pedo, ni la diosa Pertunda, ni Príapo,  ni Rumilia, que era la diosa de las mamas, ni Estercutio, que era el dios de la guardarropa, eran considerados como señores del cielo y de la tierra. Algunas veces erigieron templos a los emperadores, pero nunca a los dioses penates; sin embargo, unos y otros tuvieron su representación en estatuas o ídolos. Había los dioses lares que servían de solaz a las viejas y niños y no estaban autorizados para recibir culto público. Dejaban en libertad a cada individuo para tener la superstición que quisiera. Todavía se han encontrado algunos de esos dioses lares en las ruinas de las ciudades antiguas. Aunque no sabemos con exactitud cuándo empezaron a conocerse 108 ídolos, sabemos que datan de la más remota Antigüedad. Taré, padre de Abrahán, construía ídolos en Ur (Caldea). Raquel robó y se llevó los ídolos de su suegro Labán. Es cuanto sabemos de más antiguo respecto a este punto. ¿Qué noción tenían las antiguas naciones de esos simulacros, qué virtud y qué poder les atribuían? ¿Creían que los dioses descendían del cielo para meterse en las estatuas y comunicarles una parte del espíritu divino, o que no se la comunicaban? Acerca de esta cuestión se ha escrito mucho, pero en vano, porque cada hombre la juzga según el grado de su razón, su credulidad o su fanatismo. Lo indudable es que los sacerdotes atribuían el mayor grado de divinidad posible a las estatuas para atraerse más ofrendas. Todos sabemos que los filósofos reprobaban esas supersticiones, que los mílites se burlaban de ellas, que los magistrados las toleraban y que el pueblo no sabía qué pensar. Esta es, en suma, la historia de todas las naciones a las que Dios no se dignó darse a conocer. Igual podemos decir de la idea del culto que en todo Egipto se rendía a un buey, que muchas ciudades tributaban a un perro, un mono, un gato o a las cebollas. Hay motivos para creer que al principio esos objetos fueron emblemas, y que luego adoraran al buey Apis y al perro Anubis: comían siempre buey y cebollas. Pero es difícil averiguar qué idea tuvieron las ancianas de Egipto de las cebollas sagradas y de los bueyes. Algunas veces, los ídolos hablaban.

En Roma, el día de la fiesta de Cibeles cuando la trasladaron desde el palacio del rey Atala, dicha estatua dijo: «Quise que me trasladaran sin pérdida de tiempo. Roma merece que todos los dioses se establezcan en dicha capital». La estatua de la diosa Fortuna también habló. Los Escipiones, Cicerón y César no lo creían, pero la vieja a la que Eucolpe dio un sestercio para que comprara dioses y gansos, pudo muy bien creerlo. Los ídolos pronunciaban también oráculos, y los sacerdotes, escondidos en el hueco de las estatuas, hablaban en nombre de la divinidad.  (Petronio, cap. CXXXVII). ¿Cómo es que las naciones antiguas, que tenían muchos dioses, teogonías distintas y cultos particulares, jamás promovieron guerras religiosas? La paz que gozaron fue un bien que nació de un mal, de un error porque cada nación, como reconocía muchos dioses inferiores, le parecía bien que los demás pueblos tuvieran los suyos. A excepción de Cambises que mató al buey Apis no encontramos en la historia profana ningún conquistador que ofendiera a los dioses de los pueblos vencidos. Los gentiles no reconocieron religión exclusiva y los sacerdotes sólo pensaban en acrecentar las ofrendas y los sacrificios.

Las primeras ofrendas consistieron en frutos, pero pronto fue preciso sacrificar animales para que los comieran los sacerdotes, y ellos mismos los degollaban haciendo de carniceros; finalmente, introdujeron la inhumana costumbre de inmolar personas, sobre todo niños y doncellas. Nunca los chinos, ni los parsis, ni los hindúes, cometieron semejantes atrocidades, pero en Hierópolis (Egipto), según Porfiro, sacrificaban hombres. En la Táurida inmolaban a los extranjeros; por fortuna, los sacerdotes de Táurida rara vez podían realizar esos sacrificios. Los primitivos griegos, los fenicios, tirios y cartaginenses participaron de esta abominable superstición. Incluso los romanos perpetraron ese crimen de religión. Plutarco refiere que inmolaron dos griegos y dos galos para expiar los devaneos de tres vestales. Procopio, que fue coetáneo de Teodoberto, rey de los francos, dice que éstos inmolaron varios hombres cuando irrumpieron en Italia con dicho príncipe. Los galos y los germanos realizaban también tan horribles sacrificios. No se puede leer la historia sin sentir horror hacia el género humano. Entre los judíos, Jefté sacrificó a su hija, y Saúl se preparaba para inmolar 8 SU hijo. Cierto es que a quienes condenaba el Señor por anatema no podían rescatarse y era indispensable que perecieran. En otra parte nos ocuparemos de las víctimas humanas que sacrificaban todas las religiones (2).  (Véase el artículo Jefté). Para consolar al género humano de los horrores que acabamos de esbozar diremos que en casi todas las naciones llamadas idólatras existieron la teología sagrada y el error popular, el culto secreto y las ceremonias públicas, la religión de los sabios y la del vulgo. Enseñaban la existencia de  un solo dios a los iniciados en los misterios; para convencerse, basta leer el himno atribuido al antiguo Orfeo, que se cantaba en los misterios de Ceres Eleusina, célebre en Europa y Asia, que reza así: «Contempla la naturaleza divina, ilumina tu espíritu, dirige tu corazón, anda por el camino de la justicia, que el dios del cielo y de la tierra esté siempre delante de tus ojos: es único, existe por sí mismo, todos los seres reciben de él la existencia, los sostiene a todos, jamás le vieron los mortales, y él lo ve todo». Léase, además, este pasaje del filósofo Máximo de Madaura: a¿Qué hombre es bastante ignorante y estúpido para dudar que existe un Dios Supremo, eterno, infinito, que no engendró nada semejante a El, y que es el padre común de todo?» Hay otros muchos testimonios de que los sabios, no sólo aborrecen la idolatría, sino también el politeísmo. Epicteto, modelo de resignación y paciencia, hombre superior nacido en humildísima cuna, habla siempre de un solo Dios: «Dios me creó Dios está dentro de mí y lo llevo a todas partes. ¿Debo mancharlo con pensamientos obscenos, con actos injustos, con infames deseos? Mi deber consiste en dar gracias a Dios por todo, en alabarle por todo y en no dejar de bendecirle hasta que cese de vivir». ¿Puede llamarse idólatra a Epicteto? Marco Aurelio, que acaso fue tan grande sentado en el trono del Imperio romano, como Epicteto sumido en la esclavitud, si bien habla con frecuencia de los dioses —ya para conformarse con el lenguaje admitido ya para expresar los seres intermediarios entre Ser Supremo y los hombres—, en muchas partes nos da a entender que reconoce la existencia de un Dios eterno e infinito. «Nuestra alma —dice— es una emanación de la Divinidad; mis hijos, mi cuerpo y mi espíritu, provienen de Dios.» Los estoicos y los platónicos admitían una naturaleza divina y universal; los epicúreos la negaban. Los pontífices hablaban de un Dios único en los misterios. ¿Quiénes eran, pues, idólatras? El Diccionario de Morelli incurre en el error de decir que desde el tiempo de Teodosio el Joven sólo quedaron idólatras en los países más atrasados de Asia y Africa. Quedaron en Italia muchos pueblos que permanecieron siendo gentiles hasta el siglo VII. El norte de Alemania, desde el Veser, no era cristiano desde los tiempos de Carlomagno. Polonia y todo el Septentrión continuaron mucho tiempo después del mencionado emperador profesando lo que se llama idolatría. La mitad de Africa, todos los países de más allá del Ganges, Japón, el populacho de China y muchas hordas de tártaros, han conservado su antiguo culto. En Europa sólo algunos lapones, samoyedos y tártaros, han perseverado en la religión de sus antepasados.

En la época que conocemos por la Edad Media llamábamos al país de los mahometanos la Paganía, y tildábamos de idólatras, adoradores de imágenes, a un pueblo que tenía horror a éstas. Confesemos también que tienen motivo los turcos para creer que somos idólatras cuando contemplan nuestros altares cargados de imágenes y estatuas. Un gentilhombre del príncipe Ragotski me contó bajo palabra de honor que, en un café de Constantinopla, la dueña del establecimiento mandó que no le sirvieran porque creyó que era idólatra. Pero como era afecto al credo protestante, juró y perjuró que no adoraba la hostia ni las imágenes. «Si eso es cierto —contestó la dueña—, venid al café todos los días y mandaré que os sirvan gratis.» –

[FUENTE file:///C:/Users/Usuario/Desktop/Diccionario_filosofico_voltaire.pdf ]

-o –o-o-

VOLTAIRE (François-Marie Arouet; París, 1694 – 1778) Como filósofo, Voltaire fue un genial divulgador, y su credo laico y anticlerical orientó a los teóricos de la Revolución Francesa. Voltaire estudió en los jesuitas del colegio Louis-le-Grand de París (1704-1711). Estuvo en La Haya (1713) como secretario de embajada, pero un idilio con la hija de un refugiado hugonote le obligó a regresar a París. Inició la tragedia Edipo (1718), y escribió unos versos irrespetuosos, dirigidos contra el regente, que le valieron la reclusión en la Bastilla (1717). Una vez liberado, fue desterrado a Châtenay, donde adoptó el seudónimo de Voltaire, anagrama de «Árouet le Jeune» o del lugar de origen de su padre, Air-vault.

Un altercado con el caballero de Rohan, en el que fue apaleado por los lacayos de éste (1726), condujo a Voltaire de nuevo a la Bastilla; al cabo de cinco meses, fue liberado y exiliado a Gran Bretaña (1726-1729). En la corte de Londres y en los medios literarios y comerciales británicos fue acogido calurosamente; la influencia británica empezó a orientar su pensamiento. Publicó Henriade (1728) y obtuvo un gran éxito teatral con Bruto (1730); en la Historia de Carlos XII (1731), Voltaire llevó a cabo una dura crítica de la guerra.

Pero su obra más escandalosa fue Cartas filosóficas o Cartas inglesas (1734), en las que Voltaire convierte un brillante reportaje sobre Gran Bretaña en una acerba crítica del régimen francés. Se le dictó orden de arresto, pero logró escapar, refugiándose en Cirey, en la Lorena, donde gracias a la marquesa de Châtelet pudo llevar una vida acorde con sus gustos de trabajo y de trato social (1734-1749).

El éxito de su tragedia Zaïde (1734) movió a Voltaire a intentar rejuvenecer el género; escribió Adélaïde du Guesclin (1734), La muerte de César (1735), Alzire o los americanos (1736) y Mahoma o el fanatismo (1741). Menos afortunadas son sus comedias El hijo pródigo (1736) y Nanine o el prejuicio vencido (1749).

 Luis XV le nombró historiógrafo real, e ingresó en la Academia Francesa (1746). Pero no siempre logró atraerse a Madame de Pompadour, quien protegía a Prosper Jolyot de Crébillon; su rivalidad con este dramaturgo le llevó a intentar desacreditarle.

Su pérdida de prestigio en la corte y la muerte de Madame du Châtelet (1749) movieron a Voltaire a aceptar la invitación de Federico II, príncipe y Rey de Prusia. Durante su estancia en Potsdam (1750-1753) escribió El siglo de Luis XIV (1751) y continuó, con Micromégas (1752), la serie de sus cuentos iniciada con Zadig (1748).

Después de una violenta ruptura con Federico II, Voltaire se instaló cerca de Ginebra, en la propiedad de «Les Délices» (1755). En Ginebra chocó con la rígida mentalidad calvinista: sus aficiones teatrales y el capítulo dedicado a Miguel Servet en su Ensayo sobre las costumbres (1756) escandalizaron a los ginebrinos, mientras se enajenaba la amistad de Rousseau. Su irrespetuoso poema La doncella (1755), sobre Juana de Arco, y su colaboración en la Enciclopedia chocaron con el partido «devoto» de los católicos.

Frutos de su crisis de pesimismo fueron el Poema sobre el desastre de Lisboa (1756) y la novela corta Candide o el optimismo (1759), una de sus obras maestras.

Sus obras mayores de este período son el Tratado de la tolerancia (1763) y el Diccionario filosófico (1764). Denunció con vehemencia los fallos y las injusticias de las sentencias judiciales (casos de Calas, Sirven y La Barre). Liberó de la gabela a sus vasallos, que, gracias a Voltaire, pudieron dedicarse a la agricultura y la relojería. Poco antes de morir (1778), se le hizo un recibimiento triunfal en París. En 1791, sus restos fueron trasladados al Panteón.

-o-o-o-

La Correspondencia entre Voltaire y Federico II, rey de Prusia, los dos prominentes y productivos autores de las cartas, abarca un período de cuatro décadas y comprende alrededor de 700 cartas. Para la polifacética cultura de las letras del siglo XVIII, este intercambio epistolar es particularmente informativo con respecto a la alianza entre espíritu y poder, que se articula en este intercambio escrito en el espíritu de la Ilustración. La correspondencia proporciona información sobre el pensamiento de Voltaire y Federico II.

La iniciativa provino de Federico II: el 8 de agosto de 1736, el entonces príncipe heredero de Prusia, de veinticuatro años, escribió la primera carta a Voltaire, dieciocho años mayor que él, exuberante de admiración y conocimiento profundo de la obra del autor y philosophe francés. En la terminología del siglo XVIII, filósofo significa ‘iluminador’ que se considera ‘sofisticado’, abierto al mundo, frecuenta los salones, está presente en el mercado del libro y tiene una densa red de corresponsales. El filósofo ve en la carta una buena oportunidad para continuar el intercambio ingenioso y sociable de la forma más perfecta posible, para registrar la naturaleza fugaz de la conversación y hacerla archivable, como la intensificación de la correspondencia, que estaba protegida por el secreto de cartas e hizo posible participar en la comunicación del público emergente en lugares distantes sin la amenaza inmediata de la intervención de la censura.

La lengua de la cultura de las letras, en la que participaron Voltaire y Federico II, es el francés, que sustituyó al latín en el siglo XVIII y, bajo el signo de la Ilustración, avanzó para convertirse en la lengua de los cultos que trascendía las fronteras nacionales y sociales. Federico II también se veía a sí mismo como filósofo en su papel de autor de cartas y de escritor. Le dio a su poesía y primeras obras en prosa el título Œuvres du Philosophe de Sans-Souci (1750). El filósofo de Sanssouci ya no consideraba la lengua francesa sólo como la lengua de la nobleza europea.

En su novela “Sire, me apresuro”, Hans Joachim Schädlich narra la difícil relación entre Voltaire y Federico II.

Cuando se conocieron por primera vez en el castillo Moyland, en 1740, el poeta y el rey de una gran potencia ascendente habían estado en correspondencia durante casi cuatro años. Se corresponden en francés, intercambian bromas y posiciones. «¿Nunca dejarás de devastar esta tierra, tú y tus compañeros funcionarios, los reyes…», escribe Voltaire en vista de la carnicería de la Primera Guerra de Silesia. Sin embargo, el historiógrafo y ayuda de cámara dio la espalda a Versalles en 1750 y viajó a Potsdam. Cuando ocurre una pelea en 1753, el que una vez fue cortejado se convierte en el cazado. Federico II exige la devolución de todas las medallas prusianas, el filósofo humillado es puesto bajo arresto domiciliario y su equipaje confiscado.

-o-o-

La Historia en Voltaire no es positiva ni binaria; es la historia que va al descubrimiento de los hechos culturales e ideológicos de la sociedad en que vivió. Para ello,  es preciso establecer que Voltaire aporta una nueva mirada hacia el pasado en el siglo XVIII a partir de la filosofía, introduciendo en los hechos sociales lecturas filosóficas -a partir de la razón-, para entender la historia. Una de dichas categorías introducidas por Voltaire es el concepto de progreso, entendido como los cambios que se presentan en el acontecer histórico, como producto de la historia pasada y que se manifiesta en ese presente. Por ello, lo que pretende la filosofía de la historia en Voltaire, es acercarse al verdadero sentido de la historia, con el fin de hacer una compresión del presente, lo que le permitirá en últimas, una crítica condenatoria, si queremos irónica; al orden social de su tiempo. Sin embargo, para llegar a estas conclusiones, es necesario exponer en este trabajo cuáles son los precedentes históricos sobre los criterios de Historia que pudieron influir en Voltaire, elementos fundamentales por cuanto no podríamos hablar de filosofía de la historia  en términos como se le concibe hoy en día, sino más bien en los términos como la concebía Voltaire. Sin embargo, como el concepto de historia está vinculado al concepto de tiempo y este es un pilar esencial en el concepto de la Filosofía de la Historia se hace necesaria una breve exposición acerca de la historia de la Historia. 

 El tiempo constituye el verdadero objeto de la filosofía de la historia por cuanto es el que nos permite establecer el fundamento para plantearnos innumerables preguntas acerca del sentido de nuestra existencia y de nuestra realidad, en donde las respuestas son los pilares que pretende dar verdad de la existencia humana como valor supremo de toda filosofía. En últimas, la filosofía de la historia es ese conjunto de principios que emplea la búsqueda  de la verdad histórica para explicar u ordenar los distintos acontecimientos que se generan a partir de la evolución de la existencia humana. Al respecto, José Ortega y Gasset expresa que “desde Grecia al siglo XVIII la historia es narración, se cuenta la vida humana contemporánea o del pasado como se cuenta la propia”, en el que el mundo era interpretado mecánicamente como suma de hechos, en forma binaria y positiva. Por eso, el siglo XVIII de la llamada Ilustración Europea, reacciona contra ésta interpretación mecánica y se introduce a descubrir la vida humana como una realidad sui generis, como una realidad compleja pero que no desconoce las construcciones que sobre la conceptualización de la historia se venía planteando que trasciende más allá del propio siglo XVIII. 

 EL CONCEPTO DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN VOLTAIRE

 En el siglo XVIII surge una nueva forma de concebir la historia, un anticlericalismo basado en la razón, frente a un fanatismo religioso. La idea de progreso toma fuerza con Voltaire, Montesquieu, Turojot, Condorcet, al concevir los procesos históricos como una transición de cambios constantes. Esta interpretación contradice la concepción teológica, -para la que el progreso histórico está determinado por la voluntad de Dios-, en la que el progreso se divorcia de la historia, al tomarla como un recuento de hechos acaecidos dentro de un marco de progreso, dándole valor al testimonio y a los documentos auténticos. Para Friedich Meinecke, Voltaire lee la historia como filósofo, por lo tanto, la filosofía de la historia era el desglosamiento de las verdades útiles de la historia. Para ello nos introduce en  todo el complejo mundo Europeo, en que vivió Luis XIV, observando la historia como un conjunto de realidades económicas, políticas, culturales y demográficas. Al decir de Ernst Cassirer, la filosofía del siglo XVIII trata el problema de la naturaleza y el problema histórico como una unidad que no permite su fragmentación obligatoria, ni su disgregación en  partes.

 Preguntarse entonces cuál sería la importancia de Voltaire en el umbral del siglo XVIII, al mismo tiempo en que se produce en Europa  una crisis del pensamiento, hará surgir nuevas ideas, nuevos discursos y -en el caso que nos ocupa-, tendrá una gran influencia en la lectura que va ha hacer de ella Voltaire, de su pasado y de su sociedad. La importancia de la mirada de Voltaire sobre la Historia de su tiempo, está en observar su Tiempo en términos Filosóficos  y no con mirada de teología como era la costumbre en su tiempo. Voltaire va a tener influencia del mundo teológico (cristianismo católico) pero también como una mayor expresión de su obra del mundo de la razón (ilustración) en el que Emmanuel Kant quien considera que la Ilustración puede llegar a ser dolorosa, pues muchas veces es más sencillo pensar con el apoyo de otros que pensar  por sí mismo. La Ilustración es la liberación del hombre, de su culpable incapacidad, la incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otros, “Ten el valor de servirte de tu propia razón” he aquí el lema de la Ilustración.  

El eje central de ¿Qué es la Ilustración? , gira alrededor de la necesidad de emplear de modo autónomo la propia razón, sin permitir que otros piensen por nosotros. Kant ve en esa autonomía de la propia razón el rasgo esencial de la Ilustración. De igual manera, critica esa falta de audacia de liberarse de los impedimentos que estorban a la exigencia de pensar por uno mismo, y critica la tarea que llevan a cabo aquellos que impiden el pensamiento  autónomo: el libre ejercicio de la razón es el único medio para llegar a ser  lo que la naturaleza nos ha dado: ser personas racionales y libres. Como nada de esto es fácil ni se nos da hecho, es preciso luchar para hacer uso público del pensamiento propio, personal, en las instancias ciudadanas.

 De aquí  que en el  escrito de Kant está presente la idea de una Historia Universal con propósito cosmopolita, Kant manifiesta que la historia que se ocupa de la libertad de la Voluntad es una historia en que se descubre una marcha regular igual que se puede llegar a conocer en el conjunto de la especie, como un desarrollo en marcha constante aunque lenta de sus disposiciones originales, por eso la historia no puede tener una predeterminación, ella sucede. Voltaire a pesar de ser anterior a Kant no es ajeno a esta tradición de la Ilustración, de aquí que propone la indagación filosófica. Si las costumbres, las instituciones, los hechos de los hombres son la manifestación externa de sus pasiones interiores y de sus ideas, la narración histórica se convierte en un modo legítimo de conocer la verdadera naturaleza humana, que se escapa a quien pretende captarla intuitivamente. En efecto, en el relato positivo de la historia el hombre deja ver su naturaleza como esfuerzo liberador, como lucha constante por salir de la miseria, la esclavitud y la ignorancia, como combate por la hegemonía de la razón, la libertad y la felicidad. Ahora, la pregunta que debería hacer con todas estas influencias en Voltaire, es si ¿puede ser considerado o no como el iniciador de lo que hoy se conoce como filosofía de la historia?. Si Voltaire tuvo la capacidad filosófica de explorar el mundo a través del tiempo bajo la complejidad de la filosofía, la respuesta sería que no, que Voltaire no produjo el concepto de filosofía de la historia como posteriormente se va a observar en Herder, Kant, Hegel, y otros. Más bien, en la obra de Voltaire siempre estará presente una construcción filosófica de su tiempo. Por ello, nos atrevemos a señalar que en toda la obra  de Voltaire está presente la historia como tiempo lineal, pero también está presente todo el racionalismo francés de la ilustración en el escenario de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de la tolerancia. De este modo, analizaremos algunas de las obras de Voltaire vinculadas directamente a sus planteamientos históricos filosóficos.

 En este sentido, para Friedrich Meinecke el análisis de la filosofía de la historia en Voltaire debe de hacerse a partir de dos obras esenciales, una titulada el Siglo de Luis XIVpublicada en 1751 y la otra, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, publicada en 1756, en la cual está incluida como introducción La filosofía de la Historia. Sin embargo, en el presente trabajo se analizará también otras obras históricas como: El Diccionario Filosófico publicado en 1764, y la Historia del Imperio de Rusia bajo Pedro el Grande, publicado en 1759. Igualmente se analizarán tres obras literarias que tienen gran importancia en la conceptualización histórica de Voltaire, Zadig o el destino publicada en 1749, Candido publicada en 1759 y el Tratado de Tolerancia publicado en 1763.

 LA HISTORIA DEL IMPERIO DE RUSIA BAJO PEDRO EL GRANDE 

La historia de Carlos XII, coincide inevitablemente en varios puntos con su posterior Historia del imperio de Rusia bajo Pedro el Grande. Es mérito de Voltaire la forma en que deja para sus lectores la posibilidad de inferir que las acciones del personaje principal no sólo fueron inhumanas, sino también injustas. Al mismo tiempo, Voltaire no disimula su simpatía por lo que considera que fue el motivo más fuerte del protagonista, el cual era el temor a que su sucesor sucumbiera a la influencia de los sacerdotes rusos y había ofrecido incluso renunciar a sus derechos herenciales si le permitía retirarse a un monasterio. 

 El relato que hace Voltaire de la dedicación de su personaje a ese empeño y de su presuntamente sencillo nivel de vida da de él una imagen atractiva que, desgraciadamente, no se sostiene. Así, su personaje se desenvuelve dentro de un gobierno que no satisface las necesidades sociales de sus habitantes sin desconocer los intentos por establecer un sistema económico que permitiese agudizar tal situación. Por otro lado se observa la intervención del clero manifestado en la oposición a las políticas del imperio, la cual traerá como consecuencia numerosas revueltas que serán disueltas de manera violenta para lo cual Voltaire admite que las razones de Estado no eran pretexto suficiente para ello. Así Voltaire señala: “Las memorias que me han proporcionado hoy sobre Rusia me ponen en situación de hacer conocer éste imperio, cuyos pueblos son tan antiguos, y donde las leyes, las costumbres y las artes son de creación moderna, la historia de Carlos XII era amena; la de Pedro es instructiva”.

Ahora bien, en El siglo de Luis XIV es interesante ver cómo Voltaire pensó que debía aplicar en sus obras historiográficas posteriores las directrices que había trazado en sus nuevas consideraciones. Así, en su obra, relaciona su temática con su trabajo anterior sobre Carlos XII, concediendo una notable atención a la cultura, para seguir los progresos del espíritu humano. Allí hace una historia de la cultura, historia en la que no se trata únicamente de «describir a la posteridad, no las acciones de un solo hombre (el rey Sol), sino el espíritu y las costumbres de los hombres del siglo XVIII. Sólo sus sucesivas meditaciones filosóficas en torno al verdadero triunfo de la razón en la historia, hicieron comprender a éste autor, los defectos del absolutismo y del fanatismo, llevándolo a modificar en los últimos capítulos algunas cuestiones relacionadas con la religión y el culto. Aparte de cierta incomprensión por los problemas religiosos, ésta obra es una compleja aclaración  de cuestiones históricas, además de una soberbia y precisa representación de un mundo de vida y de cultura. Esta obra de Voltaire tiene como propósito relatar la vida de Luis XIV. Toda la historia es parecida, continua, que para aquellas personas reflexivas y con el interés de memorizar datos, solo hay cuatro siglos que cuentan en la historia del mundo. El primero, circunscrito a Grecia, fue el siglo de Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno; esto es, los tres primeros cuartos del siglo IV a.c., aunque Voltaire lo hace remontar hasta bien entrado el siglo V al incluir entre sus valores a Pericles y Fidias, así como a Platón, Aristóteles, Demóstenes, etc.

 El segundo fue el siglo de César y Augusto, que es la mayor parte del siglo I a.C., prolongado hasta el segundo decenio del siglo I d.C. Sus luminarias, en el cómputo de Voltaire, fueron todas romanas, con una lista que incluía a Lucrecio, Livio, Cicerón, Virgilio, Horacio, Ovidio, Varrón y Vitrubio. La tercera edad de oro sería el siglo subsiguiente a la toma de Constantinopla por Mohamed II en 1453. Igualmente Voltaire admite que durante ese período se realizaron algunos progresos civilizatorios también en Francia, Inglaterra, Alemania y España.

De la cuarta edad, el siglo de Luis XIV, Voltaire escribe que fue la época en donde  quizá se acercó más que ninguna otra a la perfección, al igual que en ciertos aspectos, hubo más logros en este siglo que en las otras tres edades de oro juntas. Para Voltaire, la verdad es que las artes en conjunto no progresaron más que bajo los Médicis, Augusto y Alejandro: el avance hay que buscarlo en el desarrollo de la razón humana. Fue el punto de partida de un sano conocimiento filosófico, y puede decirse con razón que se produjo una revolución en las artes, en las mentes, y en las formas del gobierno, lo que  debe ser un signo perenne de la verdadera gloria de Francia. El siglo de Luis XIV, constituye una  visión sobre la historia que Voltaire ya había descrito en obras anteriores. De tal manera, su interés se desprende de la serie causal de los hechos, descubriendo el verdadero espíritu de los hombres, contrario a la historiografía tradicional que se centraba en las acciones de un sólo hombre. Para Voltaire, es precisamente este siglo el que se acerca más a la perfección por cuanto en el se resumen las conquistas del pasado, influenciadas en  toda su amplitud por la filosofía del racionalismo. Esta obra ofrece una amplia imagen de la civilización y de la obra cultural, artística, pública y religiosa como producto de la victoria militar de la época, llevándolo a comprender los defectos del absolutismo y del fanatismo, aspectos fundamentales para determinar las cuestiones históricas que deben enmarcer toda obra historiográfíca, sin dejar de lado su particular soberbia y precisa representación del mundo que lo rodea de manera fina y transparente como características propios de su escritura.   

 ENSAYO SOBRE LAS COSTUMBRES Y EL ESPÍRITU DE LAS NACIONES Y SOBRE LOS PRINCIPALES HECHOS DE LA HISTORIA DESDE CARLOMAGNO HASTA LUIS XIII

 En esta obra Voltaire va a abordar por primera vez un mayor desarrollo de elementos filosóficos de la historia, introduciendo un análisis teórico alrededor de la filosofía de la historia, lo que algunos consideran como introducción al ensayo sobre la costumbre y el espíritu de las naciones. Así, Voltaire continúa pensando que la historia  es igual en todas partes. Para probarlo establece una analogía que seguirá presente en toda distinción entre ciencias naturales y ciencias sociales, que consiste en que  la geometría y el cálculo analítico rigen  el mundo físico al igual que la «Filosofía de la historia», porque explica y da razón de las vicisitudes del mundo histórico. Es más: la Filosofía de la historia será algo así como el correlato de la  mecánica: el campo de aplicación de la Moral a la política. La misma rigidez «científica» encontramos en la abrupta contraposición entre «Luces» y «Superstición»; pero, la conexión de costumbres y espíritu fijada desde el título  mismo de la obra promete una unión  entre «historia» e «Historia»: entre curso (orden legal del desarrollo temporal) y disciplina.  Así, contra la teología histórica de Bossuet, Voltaire escribe historia a partir de la filosofía en el espíritu de las naciones; esto es el reconocimiento y autoconsciencia por parte de los ciudadanos, a través de la actividad del historiador de cultura constantemente depurada por la actividad del filósofo, que va reduciendo paulatinamente la influencia de la teología a partir de la construcción histórica.

De esta manera, para el objeto de la historia las costumbres son vistas como elemento primario, como costumbres de los pueblos, de las que irá surgiendo  paulatinamente la Civilización,  al operar externamente sobre aquellas el desarrollo tecnológico junto con la organización del trabajo y el crecimiento económico.Con todo esto, Voltaire afirmó el valor de la historia y su relación con la filosofía invitando al lector a reconocerla así: ¡Querríais que la historia antigua hubiera sido escrita por filósofos, porque querías leerla   como filósofo. No buscáis sino  verdades útiles, y habéis encontrado, me decís poco más que inútiles errores. Intentemos esclarecernos juntos; tratemos de desenterrar algunos monumentos bajo las ruinas de los siglos. 

 Voltaire mediante su ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, busca que la historia moderna pueda ser leída con más interés para envolver de razón al mundo histórico. Así no reduce a historia a la expresión de exigencias políticas, sino que extiende el espíritu de éstas a los movimientos internos y a las tendencias humanas, encontrando en este aspecto el verdadero significado de la historia que se fundamenta en las diversas actitudes del pensamiento, de la religión, de las artes y de las costumbres de su siglo, impartiendo a los diferentes estadios del progreso humano, ideas racionalistas, superando la vieja concepción de la historiografía humanista y eclesiástica que imperaba hasta entonces. Con amplia libertad en la narración de los hechos, este autor reconstruye los sucesos en que la razón juega un papel determinante, siempre con su estado  particular.  

 EL DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Esta obra, publicada en 1764 narra la forma en que se  trata de excluir toda práctica de oscurantismo con tonos polémicos y despreocupados por la realidad en que  se desarrolla. Así, influenciado por la Ilustración, en que se somete todo al examen de la razón, Voltaire realiza una crítica al concepto teológico de la existencia de un cielo supremo, destacando de manera irónica la distinción entre las leyes positivas y el derecho natural. Con respecto a la palabra historia, en el Diccionario Filosófico, Voltaire ha expresado:

 “Historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como la fábula es la relación de los hechos que se tienen por falsos”.

 En cuanto al método, al modo de escritos a la historia y el estilo, señalaba que se había producido tanto sobre la materia, que quedaba muy poco por decir. Al hacer referencia a los grandes maestros (Tito Livio, Tácito, Dionisio de Halicarnaso, etc.), sería lo que en su época, el historiador debe de soportar al exigirle mayores cargas, mayores detalles, hechos comprobados, fechas exactas, mayor estudio de los usos de las costumbres y de las leyes, del comercio, de la hacienda, de la agricultura y de la población. Lo que Voltaire pretende con esta obra es «leer la historia en filosofía», y leer la historia en filosofía es para el tiempo en que vive, leer el pasado a la luz de la crítica. De esta manera, pese a su tan proclamado historicismo, tiene una mirada mecanicista sobre el siglo XIX, la cual por lo menos, se suele calificar de estúpido, y sobre el siglo XVIII, al que, a lo sumo, haciendo grandes concesiones acostumbra llamar, con notable olvido de la propia miseria: ridículo e incomprensivo. Así, señalaba que ser hombre no significa lanzarse todos los minutos a la calle para atacar al prójimo; por el contrario, ser hombre verdadero es para el intelectual tener el valor de decir clara y distintamente lo que él cree ser verdad. Sólo esta enorme e ingenua confianza en la verdad de lo que se dice, prescindiendo de que esta verdad sea superficial o profunda utópica o plenamente realizable, exige que el propósito de «leer la historia en filosofía» merezca algo más que la respectiva suficiencia de muchos historicistas. En fin de cuentas, el elogio volteriano de la razón es un poco más sincero y posiblemente algo más valiente que los elogios actuales de cualquier desventurada realidad.

 Igualmente  la razón y la crítica, la queja y la utopía constituyen una realidad a tener en cuenta en la historia, la cual no es sólo historia de la guerra y de la paz, sino también y de manera particular la historia de los deseos y de los afanes de los hombres para que haya guerra o para que haya paz. La lectura de la historia en filosofía no significa, por tanto, más que la crítica de una realidad a favor de  otra realidad, tan justificada cuando menos como la primera, y para Voltaire, desde luego, mucho más digna: la realidad de la lucha por la luz, por la claridad, contra la miseria, la oscuridad, la superstición, la exageración, el fanatismo, el desconcierto de las pasiones, y la grosería de las fábulas. Todo esto —miseria y fanatismo, grosería y desconcierto— pertenece a la historia, hasta tal punto que el propio Voltaire, apresurado desmontador de mitos, llega a preguntarse si hay algo más que crueldad e infortunio en la historia humana.

 La relación que presentan estas obras es el hecho que representan una visión filosófica sobre aspectos de la vida cotidiana y de la vida francesa; así lo que pretendía Voltaire con sus obras es que en todas ellas llevaran un mensaje filosófico, como en el cuento filosófico de Zadig, en donde, si algo está destinado a suceder, nada puede impedirlo. La noción de influir en el destino es contradictoria, punto en el que el propio Voltaire se apoya cuando niega la posibilidad de los milagros. Sugiere que el futuro puede ser determinado por alguna intervención externa, pero ello es incompatible con el determinismo universal que Voltaire profesa en otros lugares. Es notable también ver cómo Voltaire acepta el principio de razón suficiente, que él mismo satiriza tan eficazmente en Cándido.

 En su obra Zadig o el Destino, Voltaire emplea como pretexto innumerables hazañas, viajes e intrigas sentimentales del personaje central de la obra para exponer y describir las diferentes teorías filosóficas que se desarrollan en los países orientales, en los que la libertad de invención no se ve limitada, caso este que caracteriza a la sociedad de su época. De nuevo, Voltaire mediante esta obra demuestra el interés particular por la conquista racional del bienestar humano aunado a la ironía como característica singular que le imparte a sus trabajos como rechazo a la situación que vive en su tiempo.

Como se ha podido observar, desde el principio Voltaire ha tenido interés por los acontecimientos de gran relevancia social que han surgido  a su alrededor; así por ejemplo, prestó mucha atención al caso de la familia Calas en el Tratado de la Tolerancia, de tal manera que se vio involucrado en él. En este caso se evidencia la forma como después de aparecer muerto un hijo de la familia, el padre es condenado a muerte por los tribunales por ser presuntamente el responsable de la muerte, de su hijo, pues éste había decidido no seguir la tradición religiosa familiar. El caso llegó a atraer la atención de Voltaire por mediación de su amigo M. Audibert, que había estado en el lugar en donde  se presentó la ejecución del señor Calas creyendo que había sido un desmán de la justicia. Voltaire no estaba muy seguro en el principio ya que las averiguaciones que ordenó hacer no arrojaron resultados concluyentes. Sin embargo, en una carta a d′ Alembert, Voltaire casi totalmente convencido le manifiesta que se había cometido una injusticia, recibiendo como respuesta que no todos los inquisidores estaban en Lisboa.

 En general, Voltaire se muestra dispuesto a fijar todos los males de la intolerancia en el judaísmo y en el cristianismo. Absuelve a los griegos dejando de lado una vez más el contraejemplo de la suerte de Sócrates como una simple aberración política, al igual que a los romanos, haciendo hincapié en la tolerancia que hicieron gala con san Pablo, y rechazando como las fábulas que sin duda son los relatos sobre los castigos infligidos a los primitivos mártires cristianos. En este sentido, esta obra contiene una historia de la tolerancia entendida como una historia de situaciones reinterpretables desde el concepto de intolerancia. Dentro de este contexto queda claro que Voltaire pone fuera de los límites de la tolerancia el fanatismo religioso. Su debilidad por los déspotas ilustrados no permite saber con certeza si llegaría tan lejos como Locke al conceder el derecho a la desobediencia civil. En sus obras no se establece ninguna teoría del contrato social. Un punto que está claro es que, una vez garantizada la prohibición de fanatismo religioso, apoyaba la libertad de expresión y, concretamente una libertad de prensa mucho mayor que la que se le concedía realmente a sí mismo o a sus protegidos, los enciclopedistas. 

 El presupuesto fundamental de Voltaire en su tratado de la tolerancia es que, si los hombres son racionales, podrán vivir en armonía unos con otros. Puede acusársele de subestimar los conflictos de intereses que enfrentan incluso a los hombres racionales. Aunque sólo puede decirse que la razón es esclava de las pasiones, Voltaire fue demasiado lejos a la hora de conceder a aquélla el poder de dominar a las segundas.  El Tratado de la Tolerancia de Voltaire, es una clara manifestación de oposición frente a las injusticias en que se ve envuelta la sociedad por el fanatismo religioso. De tal manera, mediante esta obra el autor expone los principios de la reforma y las cualidades de la tolerancia religiosa, dejando sentado que la intolerancia como no es propio del derecho divino ni del derecho natural no puede ser propio del derecho humano, por no ser un acto de nobleza humana, ya que la intolerancia equivale al fanatismo religioso pues es producto de la superstición. Ello, porque para Voltaire la tolerancia es  producto de la razón, una exigencia que debe caracterizar a toda civilización como factor de paz social y del respeto. De esta manera, esta obra constituyó uno de los primeros fundamentos que condujeron a la libertad religiosa.

 Finalmente, la obra Candide o el Optimismo, pasa a ser el medio en que Voltaire de una manera irónica manifiesta su oposición a la doctrina libniziana, en la que el principio de  la razón suficiente es el determinante de la existencia del universo. De esta manera, mediante  la narración amarga y cómica de varios sucesos a los que se tiene que ver enfrentado su protagonista, Voltaire describe la realidad de la sociedad  en la época de la Guerra de los Siete Años como una de las tantas tragedias cotidianas sin dejar de lado la burla para condenar a quienes se hacen llamar intelectuales dentro del contexto social de su época. Los albores de la modernidad se sitúan en el siglo XVIII, en el cual, su herencia ilustrada ha tenido gran influencia en el pensar histórico como predecesor de la forma de escribir y pensar la historia en nuestra sociedad. Precisamente, es en el siglo XVIII donde surge una forma de pensar y escribir la historia, combinando de manera convincente, la erudición precisa y sólida del especialista en antigüedades con la interpretación en conjunto, realizada con un enfoque filosófico y un talento normativo en donde se evidencia una posible relación entre historia y filosofía. 

En ese contexto, Voltaire con sus obras pretende interrelacionar la historia político-diplomática y los sucesos a una historia más universal del desarrollo humano. En sus escritos, sin quebrar en su totalidad la historia narrativa se enmarca en un especial interés por la cultura y el progreso humano sin dejar de lado la interpretación y critica de la teología (fanatismo). De la misma forma, al propugnar el carácter de verdad de la historia, en su Ensayo sobre las Costumbres explica su incapacidad para apreciar la Edad Media, demostrando de plano su desprecio hacia ella tildándola de un error a refutar y no como una época a comprender. 

A pesar de ser Voltaire un hombre en el que se encuentran todas las características de un individuo culto, con los rasgos normales de un ser humano común, sus obras en la actualidad ya no tienen esa trascendencia que pudo haber tenido en pleno siglo XVIII. La razón, estriba en que las batallas teológicas a las que se enfrentó en su tiempo siendo fundamentales para el pensamiento moderno, fueron desplazadas por las batallas en contra del gran sistema económico y otros factores que hoy día predomina en las sociedades actuales. Pese a esto, Voltaire en medio de la crisis social y económica de su entorno supo mantenerse al margen de esta situación. A pesar del exilio, encarcelamiento y de la supresión de cada uno de sus libros por la Iglesia y el Estado, aún continúa vigente. La historiografía de la Ilustración ha sido fundada por Voltaire. El gran publicista que empleó sus fuerzas en una reforma del Estado francés -una reforma desde arriba y limitada a lo que era accesible- fue también el hombre que dio vida a la historia  concebida en el nuevo estilo. Con quien  mejor se puede comparar Voltaire por su posición en la historia de la historiografía, es con Maquiavelo. Como el gran florentino, Voltaire aborda la historia con un programa de reformas políticas; pide al pasado y al extranjero materiales y argumentos para sus teorías, pero sus planes son más amplios y sus conocimientos más extensos.

 Voltaire no se inquieta como Maquiavelo por el problema de cómo asegurar para los mejores la existencia de un Estado. Francia no estaba  como Florencia amenazada en su independencia. Lo que era el fin soñado para los statisti florentinos, era una realidad para Voltaire: una comunidad independiente y poderosa. No se necesitaba más que fortalecer interiormente esta comunidad; es decir, afirmarla financieramente. El gobierno debía considerar como su deber impulsar la población y la prosperidad del país mediante una administración racional. Inglaterra  debido a su sistema moderno de administración, era tolerante, razonable, y no ponía trabas al espíritu comercial  de sus ciudadanos. Apartar todos los obstáculos que hacían que Francia estuviera más atrasada que Inglaterra, tal era el objetivo de Voltaire; ése fue también el programa de su historiografía.

 En Voltaire se unían dos tendencias distintas de una manera original. Por un lado era el representante típico de la burguesía francesa, laboriosa y sensata, del tercer estado comerciante que buscaba conquistar el poder por la revolución. Su siglo de Luis XIV, en su forma primitiva, parece haber tenido por objeto, sobre todo, oponer el mecenazgo del  Rey Sol  a la actitud poco amable que el gobierno de Luis XV adoptó hacia los poetas y los artistas de su tiempo. En su vejez, las condiciones cambiaron. Ya no cultivó la poesía, atribuye por lo tanto menor valor a la satisfacción de las necesidades estéticas que a la de los intereses sociales. Sus escritos-programas de los últimos años reclaman ante todo investigaciones de historia económica.

 Voltaire no predica la tolerancia en virtud de principios, sino por consideraciones políticas, prácticas. El Estado debe frenar las disputas religiosas porque ellas producen revueltas internas  que conducen a la guerra civil, a la despoblación, a la ruina de la prosperidad material. Por eso la protección pública no se extiende a doctrinas que ofrecen un peligro para el Estado: éste no podría tolerar la predicación del ateísmo porque, sin la creencia de Dios, es imposible gobernar a las masas. La Filosofía de la Historia de Voltaire, a la postre, lo que buscaba era liberar el mundo de la magia de la religión no está, por lo tanto estrechamente  ligada a su racionalismo filosófico. La fe de la Iglesia es, sin duda un absurdo. Pero el estadista debe contar con las circunstancias. Debe considerar que las masas están atadas a esa fe y que no se las convertirá. Como Erasmo, Voltaire se dirige a las clases dirigentes,  no quiere emancipar intelectualmente al pueblo y llegar por ahí a la revolución. Lo que ahora importa en esta teoría, es que Voltaire hizo producir todos sus frutos para la historia. Muchos contemporáneos pensaban quizá como Voltaire. Pero él fue el primero en sacar consecuencias en la historiografía. Así, la materia histórica y la forma de la exposición fueron modificados profundamente.-

 [fuente https://www.equipojuridicocutctc.com/el-concepto-de-filosofia-de-la-historia-en-la-obra-de-francois-marie-arouet-voltaire-2/ ]

-o-o-

Voltaire adoctrinando a Federico el Grande

Excurso: ENCUENTRO EN MOYLAND – FEDERICO EL GRANDE Y VOLTAIRE

El joven rey esperaba con ansias el encuentro, en el verdadero sentido de la palabra. Porque cuando llegó el invitado, Friedrich yacía sacudido por violentos ataques de fiebre, cubierto con un abrigo de montar y al principio apenas capaz de hablar. Sin embargo, siguió una larga y trascendental conversación con el hombre más famoso de aquel tiempo: el filósofo, historiador, poeta y crítico francés Voltaire (1694-1778), cuyo verdadero nombre era François Marie Arouet.

Friedrich ya había devorado los escritos de Voltaire como príncipe heredero y había mantenido correspondencia con él. Ahora, poco después de su ascensión al trono, aprovechó su primer viaje a las provincias del Bajo Rin para finalmente conocer personalmente a su ídolo espiritual. La reunión tuvo lugar en el castillo de Moyland, cerca de Kleve, y duró del 11 al 14 de septiembre de 1740. En noviembre, Voltaire fue invitado a Rheinsberg y fue recibido allí «como un pequeño mesías». Pasaron otros diez años antes de que el líder más famoso de la Ilustración europea cediera al persistente cortejo del rey y se estableciera en Potsdam.

Vivió allí durante tres años como socio intelectual de Friedrich y corrector de pruebas de su obra escrita, honrado por la realeza y colmado de honores y favores. Entonces Voltaire escuchó declaraciones despectivas del rey sobre sí mismo. El filósofo también despertó el descontento real con transacciones especulativas de mala reputación. Cuando Voltaire se burló públicamente de su compatriota Maupertuis, presidente de la Academia de Ciencias de Prusia, y el rey se puso pública y drásticamente del lado de Maupertuis, la relación personal terminó.

Voltaire salió de Potsdam en 1753 y fue humillado en el viaje de regreso por el rey, quien lo hizo encarcelar en Frankfurt am Main. Por esto, el filósofo devolvió el favor de Francia con una serie de ingeniosas malicias dirigidas a Friedrich. Sin embargo, ambos reanudaron la correspondencia regular en 1757, que se prolongó con una interrupción entre 1761 y 1764 hasta la muerte de Voltaire.

En 1778, Federico el Grande honró los méritos literarios y humanitarios del difunto con un obituario personal en la Academia de Ciencias de Berlín. La primera reunión de los dos en Moyland también representa los lazos culturales de Prusia con Occidente, que ha sido definitivo desde Federico el Grande. Sus posesiones del Bajo Rhin fueron una ventana a la modernidad ilustrada.

-o-o-o-o-

Su pensamiento filosófico

Voltaire alcanzó la fama gracias a su obras literarias y, sobre todo, por sus escritos filosóficos, donde se mostró verdaderamente crítico. A diferencia de Jean-Jacques Rousseau, Voltaire no ve oposición entre una sociedad alienante y un individuo oprimido, y cree en un sentimiento universal e innato de la justicia que debe reflejarse en las leyes de todos los países.

Para él, la ley debería ser igual para todos. Debe haber una convención de justicia, un pacto social para preservar el interés de cada individuo. Considera que el instinto y la razón de cada persona le lleva a respetar y promover tal pacto.

Su filosofía prescinde de Dios, aunque esto no quiere decir que Voltaire sea ateo, sino más bien deísta. No obstante, no cree en la intervención divina en los quehaceres humanos y, de hecho, denuncia el providencialismo en su cuento filosófico “Cándido o el optimismo” (1759). Se mostró como un ferviente opositor a la Iglesia Católico que, según él, era la representación de la intolerancia y de la injusticia. Por esto Voltaire acabó convirtiéndose en el modelo para la burguesía liberal y anticlerical y en el enemigo de los religiosos menos críticos con su doctrina.

Pese a ser crítico contra la Iglesia Católica, Voltaire ha pasado a la historia por acuñar el concepto de la tolerancia religiosa. Luchó contra la intolerancia y la superstición, pero siempre defendió la convivencia pacífica entre personas de diferentes creencias y religiones. Es por este motivo que a él se le atribuye la siguiente máxima que, si bien jamás la pronunció, resume muy bien cuál era su postura:

“No comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

La filosofía de John Locke es para Voltaire una doctrina que se adapta perfectamente a su ideal positivo y utilitario. Locke es el defensor del liberalismo, afirmando que el pacto social no debe suprimir los derechos naturales del individuo. Los individuos aprendemos de la experiencia, todo lo que la supera es hipótesis.

Voltaire saca su moral de la doctrina de Locke. Considera que el objetivo de los hombres es tomar su propio destino, mejorar su condición, hacer de su vida más sencilla potenciando la ciencia, la industria, las artes y gobernar con una buena política. La vida no será posible sin una convención donde cada uno encuentre su parte, su lugar en el mundo

[fuente https://psicologiaymente.com/biografias/voltaire ]

posteado por kalais 4/6/2022 – ch

From → Uncategorized

Deja un comentario

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.