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La voluntad, 1902: cuando José Martínez Ruiz aun no era Azorín sino uno de sus personajes.

noviembre 5, 2021
José Martínez Ruiz –

«La voluntad» es una novela que se aleja del arquetipo de novela al uso; en esta novela el modernismo irrumpe en la literatura española de forma irreversible; es la influencia de Rubén Darío en la poesía, de Schopenhauer en la filosofía, es el desencanto y la impotencia ante la fuerza de las costumbres religiosas que sojuzgan los aires de cambio.

El personaje de ésta novela desestructurada y atípica, mezcla de estilos periodísticos, de filosofía y ensayo, es Antonio Azorín, un personaje que en 1904 adoptará el escritor José Martínez Ruiz como el sobrenombre definitivo para su carrera literaria. Es un personaje que viajará a tres escenarios distintos (Yecla, Madrid y provincias) en tres momentos y situaciones distintas; empezará de niño en Yecla siguiendo las instrucciones y enseñanzas del maestro y filósofo Yuste y del cura Puche; seguirá con los amores de Justina. La segunda parte, de 11 breves capítulos, es un periodista en Madrid, donde hará amistad con Enrique Oláiz (en realidad Pío Baroja); a esta segunda parte corresponde el siguiente fragmento, es A. Azorín el que habla:

» Sí-continúa pensando-; nuestra literatura del siglo XVII es insoportablemente antipática. Hay que remontarse a los primitivos para encontrar algo espontáneo, jovial, plástico, íntimo; hay que subir hasta Berceo, hasta el Romancero- en sus pinturas de la Infantina, del paje Vergilios, del conde Claros, etc.-hasta el incomparable Arcipreste de Hita, tan admirado por el maestro. Él y Rojas son los dos más finos pintores de la mujer; pero, ¡qué diferencia entre el escolar de Salamanca y el Arcipreste de Hita! Arcipreste y escolar trazan las mismas escenas, mueven los mismos tipos, forjan las mismas situaciones; mas Rojas es descolorido, ingráfico, esquemático, y el Arcipreste  es todo sugestión, movimiento, luz, color, asociación de ideas. El quid estriba en esto: que Rojas pinta lo subjetivo y Juan Ruiz lo objetivo; uno el espíritu, otro el mundo; uno la realidad interna, otro la externa, uno, en fin y para decirlo de una vez y claro, es pintor de caracteres y otro de costumbres:  la misma esencialísima diferencia nótase en la novela contemporánea, dividida entre Flaubert, maestro en psicología, y los Goncourt, maestros en plasticidad.»


La tercera parte es la más breve con solo siete capítulos. Novela crónica de toda una generación española, «La voluntad» es importante para entender la actual sociedad española.- http://siroco-encuentrosyamistad.blogspot.com/2011/11/la-voluntad-de-jose-martinez-ruiz.html

AZORÍN – La  voluntad –  novela (fragmento)

PRÓLOGO – En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros, cierra los arcos, pinta las vidrieras, forja las rejas, estofa los retablos, palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna. La multitud de Yecla ha realizado en pleno siglo xix lo que otras multitudes realizaron en remotas centurias. La antigua iglesia de la Asunción no basta; en 1769 el consejo decide fabricar otra iglesia; en 1775 la primera piedra es colocada. Las obras principian; se excavan los cimientos, se labran los sillares, se fundamentan las paredes. Y en 1804 cesa el trabajo. En 1847 las obras recomienzan. La cantera del Arabí surte de piedra; ya en Junio vuelve á sonar en el recinto abandonado el ruido alegre del trabajo. Trabajan: un aparador, con 15 reales; tres canteros, con 10; dos carpinteros, con 10; cuatro albañiles, con 8; siete peones, con 5; siete muchachos, con 3. Es curioso seguir las oscilaciones de los trabajos á lo largo de los listines de jornales. El día 8 los muchachos quedan reducidos á tres. El último de los muchachos es llamado el Mudico. A el Mudico le dan sólo dos reales. El día 7 el Mudico no figura ya en las listas. Y yo pienso en este pobre niño despreciado, que durante una semana trae humildemente la ofrenda de sus fuerzas á la gran obra y luego desaparece, acaso muere. Las obras languidecen; en Octubre la escuadrilla de obreros queda reducida á seis canteros y un muchacho. Las obras permanecen abandonadas durante largo tiempo. En el ancho ámbito del templo crece bravía la yerba; la maleza se enrosca á las pilastras; de los arcos encerrados penden florones de verdura. La fe revive. En 1857 las obras cobran impulso poderoso. El obispo hace continuos viajes. La junta excita al pueblo. El pueblo presta sus yuntas y sus carros; los ricos ceden las maderas de sus pinares; dos testadores legan sus bienes á las obras. Entre tanto los arcos van cerrándose, los botareles surgen gallardos, los capiteles muestran sus retorcidas volutas y finas hojarascas. De Enero á Junio, 18.415 pies cúbicos de piedra son tallados en las canteras. Los veintinueve carpinteros de la ciudad trabajan gratis en la obra. Y mientras las campanas voltean jocundas, la multitud arrastra en triunfo enormes bloques de 600 arrobas…

En 1858 las obras continúan. Mas el pueblo, ansioso, se enoja de no ver su iglesia rematada. Y el autor de un Diario inédito, de donde yo tomo estas notas, escribe sordamente irritado: «Marcha la obra con tanta lentitud, que da indignación el ir por ella». La junta destituye al arquitecto; nombra otro; le exige los planos; el arquitecto no los presenta; la junta le amenaza con destituirle; el arquitecto llega con sus diseños primorosos. En 1859 el Ayuntamiento reclama fondos del gobierno. «Presentados que fueron los planos en el ministerio», dice el autor del Diario, «no pudieron menos de llamar la atención de los señores que llegaron á verlos, chocando en extremo la grandiosidad de un templo para un pueblo; lo que dió motivo á que el secretario, en particular, diera muy malas esperanzas respecto á dar algunos fondos, diciendo que para un pueblo era mucha empresa y mucho lujo y suntuosidad». El gobierno imagina que no se ha puesto una sola piedra en la obra. El ayuntamiento ofrece, en nombre de los vecinos, trabajo gratis y 125.000 pesetas. El gobierno, sorprendido del vigoroso esfuerzo, promete 40.000 duros. La Academia aprueba los planos presentados; mas los fondos del gobierno no llegan. Durante dos meses un solo donante —el caballero Mergelina— ocurre á los dispendios de la obra.

Los fondos no llegan; perdidas las esperanzas de ajeno auxilio, la fe popular torna pujante á su faena. De Abril á Mayo son tallados otros 17.000 pies cúbicos de piedra. Los labradores acarrean los materiales. Las bóvedas acaban de cubrirse; los capiteles lucen perfectos; el tallado cornisamento destaca saledizo. El anchuroso, blanco, severo templo herreriano es, por fin, años después, abierto al culto. Y ved el misterioso ensamblaje de las cosas humanas. Hace veinticinco siglos, de la misma cantera del Arabí famoso en que ha sido tallada la piedra para esta iglesia, fué tallada la piedra para el templo pagano del cerro de los Santos. Al pie del Arabí se extendía Elo, la espléndida ciudad fundada por egipcios y griegos. La ancha vía Heraclea, celebrada por Aristóteles, se perdía á lo lejos entre bosques milenarios.

El templo dominaba la ciudad entera. En su recinto, guarnecido de las rígidas estatuas que hoy reposan fríamente en los museos, los hierofantes macilentos tenían, como nosotros, sus ayunos, sus procesiones, sus rosarios, sus letanías, sus melopeas llorosas; celebraban, como nosotros, la consagración del pan y el vino, la Navidad, en el nacimiento de Agni, la semana Mayor, en la muerte de Adonis. Y la multitud acongojada, eternamente ansiosa, acudía con sus ungüentos y sus aceites olorosos, á implorar consuelo y piedad, como hoy, en esta iglesia por otra multitud levantada, imploramos nosotros férvidamente: Ungüento pietatis tuae medere contritis corde; et oleo misericordiae tuae refove dolores nostros.

PRIMERA PARTE – I – A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza á clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo. Y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan. En lo hondo, el poblado se esfuma al pie del cerro en mancha incierta. Dos, cuatro, seis blancos vellones que brotan de la negrura, crecen, se ensanchan, se desparraman en cendales tenues. El carraspeo persistente de una tos rasga los aires; los golpes espaciados de una maza de esparto, resuenan lentos. Poco á poco la lechosa claror del horizonte se tiñe en verde pálido. El abigarrado montón de casas va de la obscuridad saliendo lentamente. Largas vetas blanquecinas, anchas, estrechas, rectas, serpenteantes, se entrecruzan sobre el ancho manchón negruzco. Los gallos cantan pertinazmente; un perro ladra con largo y plañidero ladrido.

El campo —claro ya el horizonte— se aleja en amplia sabana verde, rasgado por los trazos del ramaje ombrajoso, surcado por las líneas sinuosas de los caminos. El ciclo, de verdes tintas pasa á encendidas nacaradas tintas. Las herrerías despiertan con su sonoro repiqueteo; cerca, un niño llora; una voz grita colérica. Y sobre el oleaje pardo de los infinitos tejados, paredones, albardillas, chimeneas, frontones, esquinazos, surge majestuosa la blanca mole de la iglesia Nueva, coronada por gigantesca cúpula listada en blancos y azules espirales. La ciudad despierta. Las desiguales líneas de las fachadas fronterizas á Oriente, resaltan al sol en vívida blancura. Las voces de los gallos amenguan. Arriba, en el santuario, una campana tañe con dilatadas vibraciones. Abajo, en la ciudad, las notas argentinas de las campanas vuelan sobre el sordo murmullo de voces, golpazos, gritos de vendedores, ladridos, canciones, rebuznos, tintineos de fraguas, ruidos mil de la multitud que torna á la faena. El cielo se extiende en tersa bóveda de joyante seda azul. Radiante, limpio, preciso aparece el pueblo en la falda del monte. Aquí y allá, en el mar gris de los tejados uniformes, emergen las notas rojas, amarillas, azules, verdes, de pintorescas fachadas. En primer término destacan los dorados muros de la iglesia Vieja, con su fornida torre; más bajo la iglesia Nueva; más bajo, lindando con la huerta, el largo edificio de las Escuelas Pías, salpicado con los diminutos puntos de sus balcones.

Y esparcidos por la ciudad entera, viejos templos, ermitas, oratorios, capillas: á la izquierda, Santa Bárbara, San Roque, San Juan, ruinoso, el Niño, con los tejadillos de sus cúpulas rebajadas; luego, á la derecha, el Hospital, flanqueado de sus dos minúsculas torrecillas, San Cayetano, las Monjas… Las campanas tocan en multiforme campaneo. El humo blanco de las mil chimeneas asciende lento en derechas columnas. En las blanquecinas vetas de los caminos pululan, rebullen, hormiguean negros trazos que se alejan, se disgregan, se pierden en la llanura. Llegan ecos de canciones, traqueteos de carros, gritos agudos. La campana de la iglesia Nueva tañe pesada; la del Niño tintinea afanosa; la del Hospital llama tranquila. Y á lo lejos, riente, locuela, juguetona, la de las Monjas canta en menuditos golpes cristalinos…

A la derecha de la iglesia Vieja —ya en la ciudad— está la parte antigua del poblado. La parte antigua se extiende sobre escarpada peña en apretujamiento indefinido de casas bajas, con las paredes blancas, con las puertas azules, formadas en estrechas callejuelas, que reptan sinuosas. Hondas barrancas surcan el arroyo; montículos pelados sobresalen lucientes. Y un angosto pasillo tallado en roca viva conduce á los umbrales, ó unas empinadas escaleras ascienden á las puertas. El sol de Marzo reverbera en las blancas fachadas. En las aceras, un viejo teje pleita ensimismado; una mujer inclinada sobre aceitosa cabellera va repasándola atenta hebra por hebra; del fondo lóbrego de una almazara sale un hombre y va colocando en larga rastra los cofines.

Y la calleja, angosta, retorcida, ondulante, continúa culebreando hacia la altura. A trechos, sobre la blanca cal, una cruz tosca de madera bajo anguloso colgadizo; en una hornacina, tras mohosa alambrera, un cuadro patinoso. El laberinto de retorcidas vías prosigue enmarañado. En el fondo de una calleja de terreros tejadillos, el recio campanario de la iglesia Vieja se perfila bravío. Misterioso artista del Renacimiento ha esculpido en el remate, bajo la balaustrada, ancha greca de rostros en que el dolor se expresa en muecas hórridas. Y en la nitidez espléndida del cielo, sobre la ciudad triste, estas caras atormentadas destacan como símbolo perdurable de la tragedia humana. Junto a la torre, la calle de las Once Vigas baja precipitada en sus once resbaladizos escalones. Luego, dejada atrás la calle, se recorre una rampa, se cruza la antigua puerta derruida del Castillo, se sale a una pintoresca encrucijada. En el centro, sobre un peñasco enjabelgado, se yergue una doble cruz verde inquietadora. La calle de la Morera desciende ancha. Y doblada la esquina, recorridos breves pasos, la plaza destartalada del Mercado aparece con sus blancos soportales en redondos arcos, con su caserón vetusto del ilustre concejo. Y la edificación moderna comienza: casas anodinas, vulgares, pintarrajeadas; comercios polvorientos, zaguanes enladrillados de losetas rojizas.

A ratos, una vieja casa solariega levántase entre la monotonía de las casas recientes; junto a los modernos balcones chatos, los viejos voladizos balcones sobresalen adustos; un enorme blasón gris se ensancha en pétreas filigranas entre dos celosías verdes. Van y vienen por las calles clérigos liados en sus recias bufandas, tosiendo, carraspeando, grupos de devotas que cuchichean misteriosamente en una esquina, carros, asnos cargados con relucientes aperos de labranza, labriegos enfundados en amarillentas cabazas largas. Las puertas están abiertas de par en par. Lucen adentro los rojos ladrillos de los porches, resaltan los trazos blancos de los muebles de pino. Las perdices, a lo largo de las aceras, picotean en sus jaulas metidas en arena. Y los canarios, colgados de las jambas, cantan en arpegios rientes.

II – La casa fue terminada el día de la Cruz de Mayo. En la fachada, entre los dos balconcillos de madera, resalta en ligero relieve una cruz grande. Dentro, el porche está solado de ladrillos rojos. Las paredes son blancas. El zócalo es de añil intenso: una vira negra bordea el zócalo. En el testero fronterizo a la puerta, la espetera cuelga. Y sobre la blancura vívida de la cal, resaltan brilladores, refulgentes, áureos, los braserillos diminutos, las chocolateras, los calentadores, las capuchinas, los cazos de larga rabera, los redondeles… Ancho arco divide la entrada. A uno de los lados destaca el ramo. El ramo es un afiligranado soporte giratorio. Corona el soporte un ramillete de forjado hierro. Cuatro azucenas y una rosa, entre botones y hojarasca, se inclinan graciosamente sobre el blanco farol colgado del soporte.

A la izquierda, se sube por un escalón á una puerta pintada de encarnado negruzco. La puerta está formada de resaltantes cuarterones, cuadrados unos, alargados y en forma de T otros, ensamblados todos de suerte que en el centro queda formada una cruz griega. Junto á la cerradura hay un tirador de hierro: las negras placas del tirador y de la cerradura destacan sus calados en rojo paño. La puerta está bordeada de recio marco tallado en diminutas hojas entabladas. Es la puerta de la sala. Amueblan la sala sillas amarillas con vivos negros, un ancho canapé de paja, una mesa. A lo largo de las paredes luce un apostolado en viejas estampas toscamente iluminadas: Santus Joanes, con un cáliz en la mano, del cual sale una sierpe, — Sanctus Mattheus, leyendo atento un libro, — Sanctus Bartholomeus, con la cuchilla tajadora, — Sanctus Petrus, Sanctus Paulus, Sanctus Simon… Encima del canapé hay un lienzo: encuadrado en ancho marco negro, un monje de bellida barba, calada la capucha, cogidas ambas manos de una pértiga, mira con ojos melancólicos. Debajo pone: S. Franciscus de Paula; vera effigies ex prototypo, quod in Palatio Vaticano servatur desumpta… Sobre la mesa reposan tres volúmenes en folio, y en hilera, cuidadosamente ordenados, grandes y olorosos membrillos. En el fondo, cierra la alcoba una mampara con blancas cortinillas. A la derecha del porche, se abre la cocina de ancha campana. A los lados, adosados á la pared, corren dos poyos bajos. Dos armarios, junto á cada poyo, guardan el apropiado menaje. La luz, en la suave penumbra, baja por la espaciosa chimenea y refleja sobre las losas del hogar un blanco resplandor. Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho resalto, deja ver el recio reborde bermejo de su boca. Y el sol, que por el montante de la cerrada puerta penetra en leve cinta refulge en los platos vidriados, en los panzudos jarros, en las blancas jofainas, en las garrafas verdosas.

Dulce sosiego se respira en el ambiente plácido. En la vecindad los martillos de una fragua tintinean argentinos. A un extremo de la mesa de retorcidos pies, en la entrada, Puche, sentado, habla pausadamente; al otro extremo, Justina escucha atenta. En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardoneo y deja escapar tenues vellones blancos.

Puche y Justina están sentados. Puche es un viejo clérigo, de cenceño cuerpo y cara escuálida. Tiene palabra dulce de iluminado fervoroso y movimientos resignados de varón probado en la amargura. Susurra levemente más que habla; sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas. En plácida salmodia insinúan la beatitud de la perfecta vida, descubren la inanidad del tráfago mundano, cuentan la honda tragedia de las miserias terrenales, acarician con la promesa de dicha inacabable al alma conturbada…

Puche va hablando dulcemente; la palabra poco á poco se caldea, la frase se enardece, el período se ensancha férvido. Y un momento, impetuosamente, la fiera indomeñada reaparece, y el manso clérigo se exalta con el ardimiento de un viejo profeta hebreo.

Justina es una moza fina y blanca. A través de su epidermis transparente, resalta la tenue red de las venillas azuladas. Cercan sus ojos llameantes anchas ojeras. Y sus rizados bucles rubios asoman por la negrura del manto, que se contrae ligeramente al cuello y cae luego sobre la espalda en amplia oleada. Justina escucha atenta á Puche. Alma cándida y ardorosa, pronta á la abnegación ó al desconsuelo, recoge píamente las palabras del maestro —y piensa.

Puche dice: —Hija mía, hija mía: la vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable. En el ansioso afán del mundo, la inquietud del momento futuro nos consume. Y por él son los rencores, las ambiciones devoradoras, la hipocresía lisonjera, el anhelante ir y venir de la humanidad errabunda sobre la tierra. Jesús ha dicho: «Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en trojes; y vuestro Padre celestial las alimenta…» La humanidad perece en sus propias inquietudes. La ciencia la contrista; el anhelo de las riquezas la enardece. Y así, triste y exasperada, gime en perdurables amarguras.

Justina murmura en voz opaca: —El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos. Puche calla un momento; luego añade: —Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El hombre se acongoja vanamente. «Porque el día de mañana á sí mismo se traerá su cuidado. Le basta al día su propio afán.» La sencillez ha huido de nuestros corazones. El reino de los cielos es de los hombres sencillos. «Y dijo: En verdad os digo, que si no os volviereis é hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.» Los martillos de la vecindad cantan en sonoro repiqueteo argentino. Justina y Puche callan durante un largo rato.

 Luego Puche exclama: —Hija mía, hija mía: el mundo es enemigo del amor de Dios. Y el amor de Dios es la paz. Mas el hombre ama las cosas de la tierra. Y las cosas de la tierra se llevan nuestra paz. «Y aconteció que como fuesen de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer, que se llamaba Marta lo recibió en su casa. «Y ésta tenía una hermana, llamada María, la cual también sentada á los pies del Señor oía su palabra. «Pero Marta estaba afanada de continuo en las haciendas de la casa: la cual se presentó y dijo: Señor, ¿no ves cómo mi hermana me ha dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude. «Y el Señor le respondió y dijo: Marta, Marta, muy cuidadosa estás y en muchas cosas te fatigas. «En verdad una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada.»

El silencio torna. El sol, que se ha ido corriendo poco á poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro. A lo lejos, las campanadas de las doce caen lentas. En la iglesia Nueva suena el grave tintineo del Ave María. Puche cruza las manos y murmura: —Virgen Purísima antes del parto. Dios te salve, María, llena eres de gracia, etc. Virgen Purísima en el parto. Dios te salve, María… Virgen Purísima después del parto. Dios te salve, María… — Después agrega dulcemente: «El Señor nos dé una buena tarde.» Vuelve á reinar un ligero silencio. Justina, al fin, suspira: —La vida es un valle de lágrimas.

Y Puche añade: —Jesús ha dicho: sed buenos, sed pobres, sed sencillos. Y los hombres no son buenos, ni pobres, ni sencillos. Mas tiempo vendrá en que la justicia suprema reine implacable. Los grandes serán humillados, y los humildes ensalzados. La cólera divina desbordaráse en castigos enormes. ¡Ah, la angustia de los soberbios será indecible! Un grito inmenso de dolor partirá de la humanidad aterrorizada. La peste devastará las ciudades: gentes escuálidas vagarán por las campiñas yermas. Los mares rugirán enfurecidos en sus lechos; el incendio llameará crepitante sobre la tierra conmovida por temblores desenfrenados, y los mundos, trastornados de sus esferas, perecerán en espantables desquiciamientos… Y del siniestro caos, tras la confusión del juicio último, manará serena la luz de la Verdad Infinita. De pie, Puche, nimbada su cabeza de apóstol por el tibio rayo de sol, permanece inmóvil un momento con los ojos al cielo. […>> ]

(fuente https://vdocuments.mx/la-voluntad-azorin.html ) Ver también texto y datos en https://www.librosdemario.com/la-voluntad-leer-online-gratis/16-paginas

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… Tres partes, más un prólogo y un epílogo componen La Voluntad. En el prólogo se dan informaciones sobre la construcción de la Iglesia Nueva en Yecla y también de algunas actitudes de los yeclanos frente a sus antepasados los iberos.

En la primera parte vemos a Antonio Azorín escuchando las ideas y doctrinas de su maestro Yuste, con quien pasea por el campo. La vida de Yecla y el paisaje están en el ambiente. También se relaciona con sus conciudadanos, habla con un inventor de un torpedo eléctrico y con otro que inventa un aparato para lanzar 40 kilos de dinamita a 5 km.. Destaca entre sus amistades la del padre Lasalde, director del colegio de los Escolapios y arqueólogo. Sus conversaciones tratan sobre temas filosóficos y teológicos; pero también estéticos y literarios. Azorín mantiene un pensamiento anarquista, dice el maestro Yuste: “-Azorín, la propiedad es el mal… Y de la fuerza brota la propiedad y de la propiedad el Estado, el ejército, el matrimonio, la moral. Azorín replica:- Un medio de bienestar para todos supone, y esa igualdad..”(pp. 80-81).

Azorín siente cierto amor por Justina, mujer elegante e inteligente que lucha entre su amor por Azorín y el deseo de entregarse a Dios. Justina, aconsejada por el padre Puche, elige el convento. Surge Iluninada (nótese el simbolismo de su nombre) en su vida, mujer activa y voluntariosa, pero altanera, burda y trivial. Tras la muerte de Yuste y de Justina, Azorín se traslada a Madrid.

En la segunda parte Azorín se instala en la capital y desarrolla su actividad periodística, pero ya va marcado por el pesimismo: “Azorín (…), no cree en nada, ni estima acaso más que a tres o cuatro personas entre las innumerables que ha tratado” (p.195). Se mueve por ambientes literarios y populares. Visita al padre Lasalde en Getafe, donde ha sido trasladado. Hace un viaje a Toledo con Enrique Olaiz (trasunto de Baroja). Visita a Pi y Margall, ídolo político de Azorín, y también visita la tumba de Larra. Es expulsado de un periódico por defender el amor libre y ninguneado por un compañero periodista, que no le cita como asistente a la presentación de una novela de Baroja. Abandona Madrid y vuelve cansado a su tierra.

En la tercera parte, de nuevo en el pueblo en una narración en primera persona recoge siete fragmentos de un yo reflexivo y decepcionado: “(…) soy un pobre hombre, soy el último de los pobres hombres de Yecla” (p.271). Azorín está casado con Iluminada y vive sin entusiasmo.

Y en el epílogo es el propio autor-personaje (J. Martínez Ruiz), quien cuenta en tres cartas a Baroja, cómo ha encontrado a Antonio Azorín: casado, vive con su suegra, tiene dos hijos y no dispone de libertad. Apenas lee los periódicos, ni escribe. Habla también de la envidia y rencores que hay en el pueblo (usureros, embargos, abandono de la agricultura). La novela no concluye, sino que se detiene, se dejan de añadir páginas.

La estructura de La Voluntad está formada por el prólogo, las tres partes y el epílogo. El prólogo forma parte de la novela, nos habla de la construcción de una catedral en Yecla y ésta será el símbolo que dominará toda la novela. Las tres partes de la novela están divididas en capítulos, sin títulos y con numeración romana y desigual extensión, aunque muchos de ellos se aproximan a un artículo de periódico. Algunos capítulos de la primera parte están divididos en secuencias separadas por asteriscos (colocados al tresbolillo); así tenemos el capítulo I, que está dividido en dos secuencias narrativas; el capítulo VI narra las idas y venidas de los “ingenuos regeneradores”: Pedro, Juan y Pablo; en el capit XVIII hablan el sacerdote, Orduño y Val, el inventor del torpedo y por último en el capit XXVIII se señalan las diferentes horas del día que preceden a la muerte de Justina.

La estructura es fragmentaria y discontinua. En cada parte encontramos una serie de cuadros sueltos, unidos por el protagonista, Antonio Azorín y el escenario. La primera parte se desarrolla en Yecla, donde Azorín pasa sus años juveniles adoctrinado por el maestro Yuste. Su actitud es meramente receptiva; se limita a escuchar con avidez las palabras del maestro. Apenas hay trama. La trama más consistente de la novela la constituyen los frustrados amores del protagonista y Justina, que bajo la dirección espiritual de su tío Puche, anciano sacerdote, entra en un convento. Muy bella es la escena en la que los dos hablan por última vez: “El diálogo entre Azorín y Justina (…) ha cesado. Y llega lo irreparable, la ruptura dulce, suave, pero absoluta, definitiva” (p. 138). En medio de estos amores frustrados destaca la figura de Iluminada (nótese el nombre), que media entre la pareja. Azorín admira en ella lo que a él le falta: la voluntad y resolución. Termina esta primera parte con la muerte de los dos únicos seres queridos por el protagonista: Yuste y Justina, su antigua novia.

La segunda parte se inicia con la marcha a Madrid. Antonio Azorín pasa a ocupar un lugar más destacado. La realidad se nos ofrece a través de los ojos del protagonista, que se expresa en largos monólogos en un estilo directo, que alternan con la voz del narrador. Destacan algunas estampas como el homenaje a Olaiz, joven nietzscheano y admirador del Greco, que es trasunto de Baroja; la visita de Azorín al admirado anciano Pi y Margall y el emocionado homenaje de los jóvenes escritores ante la tumba de Larra.

La tercera parte es mucho más deslavazada y tiene una entradilla (Tercera Parte), donde dice: “Esta parte del libro la constituyen fragmentos sueltos escritos a ratos por Azorín” (p.257), durante su viaje por el campo murciano, está escrita en 1ª persona a modo de diario. Los siete capítulos de esta tercera parte se desarrollan en tres enclaves espaciales, que son Blanca (cap. I y II), convento de Santa Ana en Jumilla (cap. III, IV y V) y las tierras yeclanas del Pulpillo (cap. VI y VII). La voz de Antonio Azorín nos llega de manera directa y reflexiona sobre su mermada voluntad, contempla la vida como absurda y examina el estado de los pueblos con tintes noventayochistas, sobre todo la ruina de los campos españoles por crisis vitivinícola y la usura. El encuentro con Iluminada y la misa a su lado marca ya la aceptación de un destino y de una voluntad muy debilitada: “Iluminada guarda en el bolsillo de mi americana su libro de oraciones, con la mayor naturalidad, sin decirme nada” (p.283). Yecla y la religión le vencieron.

Y el epílogo de La Voluntad se desarrolla de nuevo en Yecla, en un enclave temporal deducible (unos días de 1902) y con un nuevo molde narrativo (el epistolar) y un nuevo punto de vista el del autor-personaje J. Martínez Ruiz, alter ego del protagonista. Este epílogo está formado por tres cartas, que proporcionan nuevos datos al lector, que tienden a ir marcando el desenlace. En ellas se nos informa del matrimonio de Antonio con Iluminada, que trae consigo su completa anulación y el alejamiento de la vida intelectual. La falta de voluntad de Antonio, no es sólo consecuencia de las enseñanzas del maestro Yuste, sino también de la peculiar idiosincrasia de Yecla, dice: “En otro medio, en Oxford, en New York, en Barcelona siquiera, Azorín hubiera sido un hermoso ejemplar humano, en que la inteligencia estaría en perfecto acuerdo con la voluntad, en cambio la falta de voluntad ha acabado por arruinar la inteligencia” (p.297). También se cita en la carta III la Iglesia Nueva, sin terminar, que queda como testigo de la falta de voluntad de un pueblo y de su incapacidad para el esfuerzo continuado.

Las tres cartas, fechadas en “Yecla, a tantos”, están firmadas por J. Martínez Ruiz y dirigidas a Pío Baroja. Ambos remitente y destinatario son amigos del protagonista por lo tanto personajes, pero a la vez por tratarse de personas reales, los límites entre la realidad y la ficción se difuminan. El final del epílogo no señala el cierre de la trayectoria vital del protagonista. La última carta deja la novela abierta. J. Martínez Ruiz apunta la posibilidad de una 2ª novela: “La segunda vida de Antonio Azorín”, porque no cree que Azorín se resigne a vivir así: Él es un ser complejo; (…) Azorín es lo que podíamos llamar un rebelde de sí mismo (…). Esta segunda vida será como la primera: toda esfuerzos sueltos, audacias frustradas, paradojas, gestos, gritos…”(p. 300-301).

Sin duda Yecla –la ciudad y el campo- es el escenario de mayor protagonismo; se trata de una tierra dotada de tanta fuerza que paraliza voluntades, determinando que quede sin acabar la Iglesia Nueva y pasa a ser el pueblo símbolo de España.

Las acotaciones temporales son imprecisas. La acción de la novela es más o menos contemporánea con su publicación (1902). Estas referencias temporales nos vienen dadas por la ficcionalidad (novelización) de hechos documentados en los que intervino el joven J. Martínez Ruiz: el viaje a Toledo (diciembre de 1900), visita a la tumba de Larra (febrero de 1901) y el homenaje a Baroja (marzo de 1902); pero en la narración tales hechos carecen de determinantes temporales precisos y además se rompe el orden cronológico de la ficción con la realidad. No se ha buscado la correspondencia entre el tiempo real y el novelado…

La Voluntad, pues, constituye un signo de modernidad literaria en las letras españolas del principios del siglo XX. El joven Martínez Ruiz asimila la prosa impresionista europea de los Goncourt, Anatole France y escribe una novela con una forma cambiante y liberada de la esclavitud de la fábula. Su escritura es síntoma de la disolución de los géneros literarios, donde lo subjetivo y lo autobiográfico cobran fuerza. La Voluntad renueva la novela tradicional y servirá de modelo a la novela lírica y a la novela de vanguardia de Gabriel Miró, Gómez de la Serna y Benjamín Jarnés.

Los temas que se tratan en La voluntad son los siguientes: la presencia de la religión y lo eclesiástico desde el prólogo (construcción de la Iglesia Nueva); las enseñanzas del párroco Puche y del Padre Lasalde y la profesión religiosa de Justina.

Otro tema recurrente es la presencia del dolor como mal ineludible que testimonia el P. Lasalde: “Todo es ensueño…vanidad…El hombre se esfuerza vanamente por hacer un paraíso en la tierra…¡Y la tierra es un breve tránsito!…Siempre habrá dolor entre nosotros!” (p.148); y en otro diálogo con Yuste dice Lasalde: “El dolor será siempre inseparable del hombre…Pero el creyente sabrá soportarlo en todos los instantes…Lo que los estoicos llamaban ataraxia, nosotros lo llamamos resignación…” (p.170). También el pesimismo del maestro Yuste contribuye a resaltar la presencia del dolor, así en el capítulo III (1ª parte) dice el narrador: “el maestro extiende ante los ojos del discípulo hórrido cuadro de todas las miserias, de todas las insanias, de todas las cobardías de la humanidad claudicante” (p.72).

Asimismo dentro de las enseñanzas del maestro Yuste está la crítica de la corrupción administrativa, la inmoralidad de los políticos, la incultura del clero, la estulticia de la burguesía, el abandono del campo y como consecuencia la ruina. Nadie se salva, excepto el pueblo sencillo y humilde aferrado a la tradición.

Antonio Azorín, una vez terminado su aprendizaje, podrá comprobar la veracidad de las enseñanzas del maestro. Madrid será el lugar idóneo para darse cuenta de lo que es la política, el periodismo y la literatura. Toledo le ofrece un buen ejemplo de lo que ha llegado a ser el clero: “No hay hoy en España ningún obispo inteligente” (p.207).

Yecla (trasunto de la España del interior) representa la ruina y la usura por los problemas de la depreciación del vino, con lo cual los usureros se hacen con las tierras. Pero Yuste, que supo transmitirle conocimientos de actitud honrada ante la vida, no fue capaz de prevenirle contra el hastío y el pesimismo, del que era portador. Este pesimismo se adueña del ánimo de Antonio Azorín y le hará caer en la abulia generacional. En esta situación, carente de voluntad, la única salida que se le ofrece, es la tomada tiempo atrás por el maestro Yuste: dejar Madrid y volver a Yecla. Antonio Azorín, a diferencia del maestro, no sabrá mantenerse en su condición de intelectual. Su mundo de lecturas será sustituido por otro bien significativo: el cuidado del estandarte del Santísimo. Caerá derrotado ante la fuerte voluntad de Iluminada, convirtiéndose en un propietario rural consorte de la España profunda del momento. http://erudicion.blogspot.com/2012/06/estructura-y-significado-de-la-voluntad.html

posteado por kalais 5.11.2021 – ch

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