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Goethe:  Poesía y verdad  / Dichtung und Wahrheit  (autobiografía

agosto 11, 2022
Der Römer: viejo Ayuntamiento de Frankfurt am Main

Johann Wolfgang von Goethe:  Poesía y verdad – De mi vida

Traducción, introducción y notas: Rosa Sala Rose

Nota: Se publican tramos de la infancia y etapa escolar de la vida de Goethe, como él los recordó posteriormente. El texto completo puede ser compulsado en la versión-fuente. Quedan como en el original las divisiones estructurales de esta biografía, elaborada en etapas discontinuas de la vida del autor. Las cifras intercaladas en el texto remiten a NOTAS aclaratorias que pueden verse al final de los tramos importantes del libro. La mención de páginas [p. XX] puede ayudar a la orientación del lector en la versión PDF utilizada en esta copia, para facilitar los cotejos.- ch

Introducción – Cuando Goethe nació, Europa todavía parecía mecerse tranquila en el mar en calma del Antiguo Régimen y había aprendido a confiar en la razón del hombre y en las naves del progreso. Sesenta años después, cuando en 1809 Goethe inicia los trabajos preliminares para su autobiografía, la Revolución Francesa ha hecho naufragar con violencia un sistema político y social aparentemente inmutable y el Sacro Imperio Romano Germánico ha tenido que sucumbir ante los posteriores embates napoleónicos. El mundo que lo había visto nacer y crecer se ha hecho añicos para siempre. Pero también el universo personal de Goethe manifiesta signos alarmantes de cambios definitivos. Con la muerte de Schiller en 1805, se podía dar por finalizado ese clasicismo de Weimar que su amigo y él habían elevado a la categoría de movimiento, amenazado por esa nueva e impetuosa corriente romántica que iba a constituir su relevo literario. Personalidades ilustres de todo el mundo empiezan a acudir en peregrinación a la casa de Goethe en Weimar, pero sus obras son cada vez menos leídas y, lo que es peor, menos comprendidas. Poco a poco, Goethe se vuelve dolorosamente consciente de que la actualidad se le ha vuelto extraña y de que ha pasado a formar parte de la historia. En definitiva: adquiere conciencia de que ha llegado el momento de explicarse a sí mismo. Cuando en 1808 terminaron de editarse los doce volúmenes de sus obras completas, esta necesidad se hizo más patente que nunca. Goethe había dejado de identificarse con muchas de las grandes obras que le habían dado fama, especialmente con las que había compuesto durante su época del Sturm und Drang. Pero, además, a lo largo de su vida había escrito numerosos fragmentos de obras en proyecto, compuestas en momentos de dispersión y confianza. Ahora, sin muchas esperanzas de terminar ya nunca unas obras en germen cuyo objetivo ya no comparte —pero a las que se niega a renunciar—, siente imperiosamente la conveniencia de crear un marco que las acoja y las explique, un orden superior que dé cuenta de las circunstancias y propósitos que acompañaron a lo fragmentario.

Se le impone la necesidad de buscar un sentido, tanto a sus creaciones como a su propia existencia. Así pues, Goethe se dispone con entusiasmo a la difícil tarea de convertir su vida en obra: escribe a toda una serie de amigos de infancia y de juventud para que le proporcionen recuerdos, cartas e informaciones que le permitan reconstruir el mundo casi olvidado de su infancia y revisa centenares de cartas y de antiguos diarios. En octubre de 1811 se publica el primer volumen con los Libros I-V, y en el mismo mes de 1812 ya puede ver la luz un nuevo volumen con los cinco libros siguientes. Como revela en su prólogo a la primera parte, su intención es integrar el microcosmos familiar y social de su propia existencia y formación en el macrocosmos de los grandes movimientos sociales y culturales de las coordenadas históricas y geográficas que le dan acogida, y dar así cumplimiento a su propia definición de biografía: «Representar al hombre en las circunstancias de su época y mostrar en qué medida se resiste a ellas, en qué medida le favorecen, cómo a partir de ellas se ha formado una visión del mundo y de los hombres y cómo, si se trata de un artista, poeta o escritor, ha proyectado esta visión al exterior». Es decir, no se trata sólo de exponer las circunstancias que el exterior dispensa al sujeto, sino también la influencia —palabra predilecta de Goethe— que ese sujeto, en cuanto ser creador, ha podido ejercer sobre su entorno, transformándolo, a lo largo de su desarrollo como individuo. En esa medida, ciertamente, Poesía y verdad constituye un extraordinario fresco histórico de unos años cruciales de la cultura europea. La exposición narrativa de esta interacción hombre-mundo debía producirse según una ley natural orgánica, tal y como nos expone en el prólogo que en un principio debía preceder a la tercera parte (Libros XI-XV) del Libro: Antes de que empezara a escribir los tres volúmenes ahora terminados, pensé conformarlos según esas leyes que nos enseña la metamorfosis de las plantas. En el primero, el niño debía echar tiernas raíces por todos lados y desarrollar sólo unos pocos brotes. En el segundo, al muchacho debían crecerle paulatinamente y con un verde mucho más vivo ramas de formas más variadas, y en el tercer volumen, este tallo animado debía correr, en espigas y ramilletes, en pos de la floración y representar a un joven lleno de esperanzas. La analogía goethiana entre el desarrollo del individuo y la metamorfosis de una planta no es un mero recurso retórico, sino que se basa en una concepción de la vida profundamente arraigada en Goethe y que encuentra su correlato en sus investigaciones científicas. Todo lo vivo está sometido a una ley morfológica inmutable: «En la vida todo es metamorfosis, desde las plantas y los animales hasta el ser humano» (a Boisserée, 3 de agosto de 1815), y es esta ley la que regula la relación del individuo con su entorno. Este esquema ordenador, y no la pura arbitrariedad de la memoria, va a ser el hilo que seguirá Goethe para componer su autobiografía. Y en este punto conviene aludir a su polémico título. La poesía (Dichtung) —en alemán un término inquietantemente próximo a la invención (Erdichtung)— se hace necesaria para envolver y dar forma a la verdad. Pero no sólo en la medida en que el acto de escoger ciertos datos de entre otros muchos es un acto poético, de creación, como también la deformación o idealización a que la memoria somete los hechos puede ser un acto de poetización involuntaria: la poesía es sobre todo una instancia superior que dispone de autoridad suficiente para corregir, siempre que sea preciso, la verdad. [… ]

[///> continúa la Introducción de Rosa Sala hasta la pág. 10 de la copia PDF; después de un breve Prólogo del autor, comienza el relato de sus datos y vivencias en la página 13 antecedida por una cita en griego clásico: ὀ μὴ δαρεὶϛ ἀνϑὠποϛ ού παιδευεύεται  – que por ahora no estamos  preparados para interpretar ]

Ho mē dareis anthrōpos ou paideuetai.

„Der Mensch, der nicht geschunden wird, wird auch nicht erzogen.“

Lateinisch „Male eruditur ille, qui non vapulat.“

Zitat aus den Werken des Komödiendichters Menander, das Johann Wolfgang Goethe seiner Autobiografie Aus meinem Leben. Dichtung und Wahrheit als Motto voranstellte. Goethe sprach mit Begeisterung über Menander, den er beinahe so schätzte wie Sophokles.-

“La persona que no es vapuleada, tampoco puede ser enseñada”. [La letra con sangre entra].

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Libro I – Al mediodía del 28 de agosto de 1749, al sonar la duodécima campanada, vine al mundo en Francfort del Main. La constelación era afortunada: el Sol estaba en el signo de Virgo y culminaba para este día; Júpiter y Venus lo miraban amistosamente y Mercurio sin aversión; Saturno y Marte se comportaban con indiferencia; sólo la Luna, que acababa de alcanzar su plenitud, ejercía el poder de su oposición tanto más cuanto que su hora astral había llegado simultáneamente. Por ese motivo se oponía a mi nacimiento, que no podía tener lugar hasta que dicha hora hubiera transcurrido [5] . Es posible que estos aspectos favorables, que en el futuro los astrólogos iban a valorarme en muy alto grado, fueran la causa de mi existencia, ya que por una torpeza de la comadrona llegué casi muerto al mundo y sólo gracias a numerosos esfuerzos se logró que pudiera ver la luz. Esta circunstancia, que había sumido a los míos en una gran turbación, resultó, no obstante, beneficiosa para mis conciudadanos, en la medida en que mi abuelo, el corregidor Johann Wolfgang Textor [6] , tomó esto como pretexto para que se contratara a un partero y se introdujera o renovara la instrucción de las comadronas, lo cual debió de resultarle ventajoso a alguno de los que nacieron después [7] . Cuando tratamos de recordar lo que nos ha venido al encuentro en los más tempranos años de la juventud, es frecuente que confundamos lo oído por boca de otros con aquello que realmente sabemos por propia experiencia testimonial. Así pues, sin someter este asunto a una investigación precisa que de todos modos no nos llevaría a ninguna parte, sé que vivíamos en una casa vieja que en realidad estaba formada por dos casas comunicadas entre sí. Una escalera que parecía una torre conducía a habitaciones inconexas y el desnivel de los pisos quedaba compensado por escalones. Para nosotros, los niños —una hermana menor [8] y yo—, el amplio zaguán inferior era nuestro cuarto favorito; junto a la puerta había un gran enrejado de madera a través del cual se entraba directamente en contacto con la calle y el aire libre. Semejantes pajareras, de las que estaban provistas muchas casas, recibían el nombre de Geräms. Las mujeres se sentaban en ellas para coser y hacer punto. La cocinera limpiaba la ensalada. Las vecinas mantenían desde allí sus conversaciones y gracias a ellas durante el buen tiempo las calles adquirían un aspecto sureño [9] .

Esta familiaridad con la vida pública proporcionaba una sensación de libertad. Así, también gracias a estos Geräms, los niños entraban en contacto con los vecinos. Conmigo se encariñaron los tres hermanos von Ochsenstein que residían enfrente, hijos del difunto corregidor, que se entretenían y chanceaban conmigo de diversas maneras. Los míos gustaban de relatar toda clase de travesuras a las que me había visto incitado por aquellos hombres normalmente serios y solitarios. Sólo recogeré aquí una de aquellas diabluras. Acababa de celebrarse el mercado de alfarería, en el que no sólo se proveyó la cocina para una temporada con tales mercancías, sino que también a nosotros nos compraron cacharros similares en pequeño formato para que nos entretuviéramos jugando. Una hermosa tarde en la que la casa estaba en silencio me encontraba haciendo de las mías en el Geräms con mis cuencos y potes y, como no daban gran cosa de sí, lancé una pieza a la calle y me alborocé al ver cuán alegremente se rompía. Los Von Ochsenstein, quienes me vieron tan regocijado con ello que palmoteaba alegremente con las manos, me gritaron: —¡Más! No vacilé en tomar de inmediato un pote y, animado por las repetidas incitaciones —«¡Más, más!»—, fui cogiendo uno tras otro todos los diminutos cuencos, cazuelas y jarras para lanzarlos contra el pavimento. Mis vecinos siguieron mostrándome su entusiasmo y yo estaba encantado de proporcionarles ese placer. Sin embargo, mi provisión se acabó y ellos continuaban gritándome: «¡Más!». Así pues, fui corriendo a la cocina y traje los platos de loza, que al romperse ofrecían un espectáculo aún más divertido. Y así iba y venía, trayendo un plato detrás de otro según llegaba a alcanzarlos sucesivamente de la repisa y, como aquéllos seguían sin darse por satisfechos, condené al mismo terrible final toda la vajilla que fui capaz de llevar. Sólo bastante más tarde apareció alguien dispuesto a impedir y prohibir. Pero el mal ya estaba hecho, y a cambio de tanta alfarería rota se consiguió al menos una anécdota divertida con la que sobre todo sus pícaros causantes se deleitaron hasta el fin de sus días.

Mi abuela paterna, en cuya casa vivíamos en realidad, habitaba en una gran habitación que daba a la parte de atrás y que lindaba con el zaguán. Nosotros acostumbrábamos a extender nuestros juegos hasta su butaca y, cuando estaba enferma, hasta su misma cama. Me acuerdo de ella como de un fantasma, una mujer bella, demacrada, siempre pulcra y vestida de blanco. Permanece dulce, amable y benigna en mi memoria. A la calle en la que se encontraba nuestra casa la habíamos oído nombrar el «foso de los ciervos». Pero dado que no veíamos ni foso ni ciervos, queríamos que nos fuera explicada esta expresión. Entonces nos contaron que el espacio en que se hallaba nuestra casa antiguamente había estado en el exterior de la ciudad y que, en el mismo lugar por el que ahora transcurría la calle, antes había habido un foso que daba cobijo a cierto número de ciervos. Estos animales habían sido custodiados y alimentados aquí porque, según un viejo uso del senado, todos los años se consumía públicamente un ciervo al que, gracias a dicho foso, siempre se tenía a mano para esta fiesta, aunque en el exterior los príncipes y caballeros de la ciudad disminuyeran y obstaculizaran el derecho de caza de ésta o incluso aunque la bloquearan o sitiaran los enemigos. Esta información nos gustó mucho y hubiéramos deseado que aun por aquel entonces nos hubiera sido posible ver una senda de caza domesticada como aquélla.  [p.  15]

La parte trasera de la casa, sobre todo desde el piso de arriba, ofrecía una vista agradable sobre una superficie casi inabarcable de jardines vecinos que se extendían hasta las murallas de la ciudad. Desgraciadamente, con la transformación en jardines domésticos de las plazas comunitarias que antaño se hallaron aquí, nuestra casa y alguna otra situada en la esquina de la calle se habían visto muy limitadas, en la medida en que las casas situadas junto al mercado de caballos ampliaban su espacio con extensas edificaciones interiores y amplios jardines mientras que nosotros nos veíamos excluidos de estos paraísos tan cercanos por el muro bastante elevado de nuestro patio. En el segundo piso había un cuarto que recibía el nombre de «habitación del jardín», porque en él se había intentado compensar su carencia mediante unas pocas plantas puestas frente a la ventana. A medida que fui creciendo ésta se convirtió en mi estancia preferida que, si bien no era triste, sí resultaba melancólica. Más allá de aquellos jardines, por encima de las murallas y bastiones de la ciudad, se podía ver una llanura bella y fértil: me refiero a la que se extiende hasta Höchst [10] . En verano solía estudiar allí mis lecciones y esperar la caída de las tormentas, y no me cansaba de contemplar la puesta de sol hacia la que estaban orientadas las ventanas. Pero como al mismo tiempo también veía pasear a los vecinos en sus jardines y cuidar de sus flores, jugar a los niños y divertirse a los grupos y oía rodar las pelotas y caer los bolos, todo ello despertó prematuramente en mí una sensación de soledad, introductora de una melancolía que, acorde con la seriedad y pesimismo puestos en mí por la naturaleza, delató pronto una influencia que más adelante iba a manifestarse con claridad aún mayor. Por lo demás, la cualidad vieja, angulosa y en muchos lugares sombría de la casa se mostraba apropiada para despertar miedos y escalofríos en los ánimos infantiles. Desgraciadamente por aquel entonces todavía se defendía la máxima pedagógica de extirpar prontamente en los niños todo temor a lo tenebroso e invisible y de acostumbrarlos a lo espantoso. Por eso los niños debíamos dormir solos y, si ello nos resultaba imposible y nos escabullíamos poco a poco de las camas para buscar la compañía de servidores y criadas, nuestro padre se interponía en nuestro camino, envuelto en su bata de noche —y por tanto, más que disfrazado para nosotros— y su lúgubre presencia nos hacía regresar aterrorizados a nuestros lugares de descanso. Cualquiera podrá imaginarse el efecto pernicioso que de ello resultaba. ¿Cómo va a perder el miedo alguien atrapado en medio de un doble terror? Mi madre, siempre alegre y contenta y que estimaba a los demás merecedores de igual alegría, inventó una mejor solución pedagógica. Era la época de los melocotones, cuyo abundante disfrute nos prometía cada mañana si durante la noche habíamos sabido superar nuestro miedo. Lo logramos y ambas partes quedamos contentas.

Lo que más atraía mi mirada en el interior de la casa era una serie de vistas de Roma con las que mi padre había decorado una antecámara, grabados por algunos hábiles antecesores de Piranesi entendidos en arquitectura y perspectiva y de buril nítido y apreciable. Aquí veía a diario la Piazza del Popolo, el Coliseo, la plaza de San Pedro, la basílica de San Pedro por dentro y por fuera, el castillo de Sant’Angelo y alguna cosa más. Estas formas se me quedaron profundamente grabadas y mi padre, en general muy lacónico, tuvo alguna vez la amabilidad de efectuar una descripción de sus objetos. Su predilección por la lengua italiana y por todo lo relativo a este país era manifiesta. A veces también nos mostraba una pequeña colección de mármoles y de productos naturales que había traído desde allí, y gran parte de su tiempo lo dedicaba al relato compuesto en italiano de su viaje, cuya copia y redacción efectuaba de su puño y letra, en cuadernos, despacio y con exactitud. Un viejo y alegre maestro de italiano, llamado Giovinazzi, le prestaba su ayuda. Este viejo tampoco cantaba mal y mi madre tenía que prestarse a diario a acompañarle a él y a sí misma al piano; así fue como pronto conocí y aprendí de memoria el Solitario bosco ombroso [11] antes incluso de haberlo entendido. En general mi padre era de natural instructivo, y después de haber dejado de lado sus asuntos públicos [12] , gustó de transmitir a los demás aquello que sabía y de lo que era capaz. Así, en los primeros años de matrimonio había incitado a mi madre a escribir con aplicación, además de a tocar el piano y a cantar, por lo que también se vio obligada a adquirir algún conocimiento y cierto uso provisional de la lengua italiana. En nuestras horas libres solíamos permanecer siempre junto a la abuela, en cuyo amplio salón disponíamos de espacio suficiente para nuestros juegos. Sabía tenernos entretenidos con toda clase de cosillas y regalarnos con sabrosos bocados. Una noche de Navidad culminó todas sus buenas obras al hacer representar para nosotros una obra de marionetas, creando así un mundo nuevo en la vieja casa. Este inesperado espectáculo atrajo fervientemente los ánimos más jóvenes y especialmente en mí causó una fuerte impresión que tendría una resonancia grande y perdurable. Este pequeño escenario con sus actores mudos, que al principio sólo nos fueron mostrados, pero más adelante entregados para nuestro propio ejercicio y animación dramática, tuvo que ser tanto más valioso para nosotros, los niños, por tratarse del último legado de nuestra bondadosa abuela [13] , a la que poco después una enfermedad cada vez más grave apartaría primero de nuestra vista y arrancaría después para siempre con la muerte. Su despedida fue tanto más importante para la familia en la medida en que trajo consigo una completa transformación de las circunstancias que la rodeaban.

Mientras mi abuela vivía, mi padre se guardó bien de cambiar o renovar el menor detalle de la casa, aunque era bien sabido que se estaba preparando para hacer grandes reformas a las que entonces procedió de inmediato. En Francfort, como en diversas ciudades antiguas, en la edificación de sus casas de madera, la gente, para ganar espacio, se había tomado la libertad de construir en saledizo no sólo el primer piso, sino también los pisos sucesivos, lo que proporcionaba a las calles, ya de por sí angostas, un aire sombrío y angustioso. Al fin se impuso la ley de que todo aquel que construyera una casa de nueva planta sólo podría sobrepasar la línea marcada por los cimientos en el primer piso, mientras que debía edificar los restantes en sentido vertical. Mi padre, con tal de no renunciar tampoco al espacio sobresaliente del segundo piso, poco preocupado por el aspecto arquitectónico externo y únicamente interesado por una buena y cómoda disposición interior, se sirvió, como ya habían hecho otros antes que él, del subterfugio de apuntalar las partes superiores de la casa, retirándolas una detrás de otra desde abajo y, por así decirlo, insertando las partes nuevas, de modo que, aunque al final no quedara prácticamente nada de lo viejo, toda la construcción nueva pudiera pasar aún por ser una reforma. Y como el derribo y posterior construcción se efectuaban de forma paulatina, mi padre se había propuesto no mudarse de la casa con el fin de poder ocuparse aún mejor de la supervisión y de dar las instrucciones, ya que de la parte técnica de la construcción entendía mucho; no obstante, mientras tanto no quiso apartar tampoco a la familia de su lado. Esta nueva época resultó sorpresiva y singular para los niños. Ver cómo las habitaciones en las que tantas veces nos habían tenido a raya y angustiado con estudios y trabajos poco gratos, los pasillos en los que habíamos jugado, las paredes cuya limpieza y conservación se habían cuidado tanto, cómo todo eso caía bajo el pico del albañil y el hacha del carpintero —y además de abajo arriba—, al tiempo que flotábamos en el aire sobre vigas apuntaladas y aun así seguíamos siendo retenidos por cierta lección o determinada tarea… todo esto dio lugar a una gran confusión en nuestras tiernas cabezas que no nos resultó nada fácil de contener. No obstante, los niños sentíamos menos las incomodidades, ya que ahora disponíamos de algo más de espacio para jugar y se nos ofrecía más de una ocasión para columpiarnos de las vigas y balancearnos en los tablones. Al principio nuestro padre llevó a cabo tenazmente su plan. Pero cuando finalmente también se llevaron el tejado, y la lluvia —a pesar del tapizado de hule arrancado de las paredes con el que lo habían cubierto todo— llegó hasta nuestras camas, tomó la decisión, aunque a disgusto, de dejarnos a los niños una temporada bajo la custodia de unos amigos bien intencionados que ya se habían ofrecido antes a ello y de enviarnos a una escuela pública [14] .

 Este cambio tuvo mucho de desagradable, pues al abandonarnos a una ruda masa de jóvenes criaturas —a nosotros, que hasta entonces habíamos estado en casa, aisladitos, pulcros y refinados, aunque bajo un régimen severo— tuvimos que sufrir inesperadamente toda clase de cosas por parte de estos niños vulgares, malos e incluso abyectos, ya que carecíamos de todas las armas y capacidades necesarias para protegernos de ellos. Fue por esta época cuando tomé conciencia por primera vez de mi ciudad natal. Poco a poco empecé a deambular por ella, cada vez más libre y sin trabas, a veces solo, a veces con alegres compañeros de juego. Con el fin de transmitir medianamente la impresión que este entorno serio y respetable me causó, voy a tener que adelantarme con la descripción de mi lugar de nacimiento tal y como se fue mostrando ante mí en sus diversas partes. Por donde más me gustaba pasear era por el gran puente que cruzaba el Main. Su longitud, su solidez y su grata apariencia lo convertían en una construcción notable; además, es casi el único monumento antiguo que atestigua el tipo de previsión que la autoridad civil debe a sus ciudadanos. El bello río y el fluir de su corriente arrastraban consigo mis miradas y, cuando el gallo dorado [15] brillaba bajo la luz del sol en el estribo del puente, siempre suscitaba en mí una sensación de alegría. A continuación solía pasear por Sachsenhausen [16] y disfrutar después a mis anchas del paso del río por un kréutzer [17] . De vuelta a este lado del río, podíamos escabullirnos hasta el mercado de vino y admirar el mecanismo de las grúas al descargar las mercancías. Pero sobre todo nos distraía la llegada de los barcos de carga, de los que veíamos apearse a tantos y tan raros personajes. Si nuestra ruta nos llevaba ciudad adentro, siempre saludábamos respetuosamente el Saalhof [18] , que se encontraba al menos en el mismo lugar en que antaño debió de situarse el castillo del emperador Carlomagno y sus sucesores. Nos gustaba perdernos en la vieja ciudad gremial y, sobre todo los días de mercado, en la multitud que se reunía en torno a la iglesia de San Bartolomé [19] . Aquí se agolpaba desde tiempos inmemoriales la masa de vendedores y tenderos, y semejante toma de posesión hacía difícil que en tiempos más recientes fuera posible situar aquí un establecimiento espacioso y alegre. Los puestos de la llamada «verja parroquial» [20] eran especialmente importantes para nosotros: hasta ellos llegamos a traer más de un cuarto para hacernos con sus pliegos de colores impresos con animales dorados. Pero muy pocas veces sentíamos deseos de abrirnos paso a través de la reducida plaza del mercado, sucia y atestada de gente. En este sentido también recuerdo que siempre huía horrorizado de los estrechos y feos bancos expositores de carne que rodeaban el mercado. La colina del Römer [21] resultaba un lugar tanto más agradable para nuestros juegos. El camino que conducía a la ciudad nueva, a través de la Neue Kräm, siempre resultaba alegre y placentero. Sólo nos disgustaba que ninguna calle que pasara junto a la iglesia de Nuestra Señora llevara hasta la calle Zeil, lo que nos obligaba a dar un gran rodeo a través de la Hasengasse o la Katharinenpforte. Pero lo que más atraía la atención infantil eran las muchas pequeñas ciudades que había dentro de la ciudad, las fortalezas dentro de la fortaleza (me refiero a las instalaciones conventuales amuralladas) y los muchos espacios más o menos parecidos a castillos que se remontaban a siglos pasados: así el Nürnberger Hof [22] , el Kompostell [23] , el Braunfels [24] , la casa solariega de los Von Stallburg y diversas fortalezas más que después fueron habilitadas como viviendas y centros gremiales. Por entonces no podía verse en Francfort nada que destacara arquitectónicamente [25] : todo remitía a un tiempo muy agitado para la ciudad y la región y que había transcurrido hacía mucho. Tanto los portales y torres que señalaban las fronteras de la ciudad antigua como las subsiguientes puertas, torres, murallas, puentes, baluartes y fosos que rodeaban la ciudad nueva todavía expresaban con claridad excesiva que lo que había dado lugar a todas estas instalaciones había sido la necesidad de proporcionar seguridad a la comunidad durante los tiempos agitados, mientras que aquellas plazas y calles, incluidas las nuevas, que estaban dispuestas con mayor anchura y belleza únicamente le debían su origen al azar y a la arbitrariedad, y no a una mente reguladora. En el niño llegó a afianzarse cierta inclinación por lo antiguo, especialmente alimentada y favorecida por las viejas crónicas y las xilografías, como por ejemplo la del sitio de Francfort de Grav [26] ; pero al mismo tiempo surgió también otro deseo, el de limitarse a ver las distintas condiciones del hombre en toda su diversidad y naturalidad, sin más pretensiones de interés o de belleza. Así, uno de nuestros paseos favoritos con el que procurábamos regalarnos un par de veces al año era el que consistía en recorrer el pasillo de la muralla interior de la ciudad. Jardines, patios y edificios traseros se extienden hasta la ronda; desde ella pueden verse varios miles de personas en su condición doméstica, modesta, cerrada, íntima. De los jardines ornamentales y ostentosos de los ricos hasta los huertos frutales del ciudadano preocupado por su propio provecho, pasando por fábricas, talleres de blanqueo y lugares parecidos hasta llegar al mismo cementerio —pues todo un microcosmos se alojaba dentro de los límites de la ciudad—, pasábamos junto a un espectáculo de lo más variado y sorprendente que se transformaba a cada paso y del que nuestra curiosidad infantil no se saciaba. Y a fe mía que el célebre diablo cojuelo [27] que levantó de noche los tejados de Madrid para complacer a su amigo apenas pudo ofrecerle un servicio mayor que el que aquí se mostraba ante nuestros ojos al aire libre y bajo la clara luz del día. Las llaves que había que emplear en esta ruta para abrirse camino a través de las diversas torres, escaleras y puertecillas se hallaban en manos de los administradores del arsenal, así que no perdíamos ocasión de adular a sus subalternos como mejor sabíamos. Aún más importante y, en otro sentido, más fecundo resultó para nosotros la visita del ayuntamiento, llamado Römer [28] .

Nada nos gustaba más que perdernos en sus abovedadas salas inferiores. Logramos procurarnos acceso a la sala de plenos del Consejo, grande y extremadamente sencilla. Exceptuando el revestimiento de madera, que sólo llegaba hasta cierta altura, tanto las paredes como el techo abovedado eran blancos, sin rastro de pintura o imaginería. Sólo en lo alto de la pared central podía leerse esta breve inscripción: Razón de un hombre es razón de nadie: Ambas deben escucharse. Siguiendo un procedimiento ancestral, para la situación de los miembros de las juntas se habían dispuesto bancos en torno a la sala, apoyados contra el revestimiento de madera y elevados un escalón por encima del suelo. Así comprendimos en seguida por qué el orden jerárquico de nuestro senado estaba subdividido en «bancos». De la puerta de la izquierda hasta el rincón opuesto, a modo de primer banco, se sentaban los escabinos, y en el rincón propiamente dicho el corregidor, el único que tenía una mesita delante; a su izquierda y hasta la ventana se sentaban los señores del segundo banco; en la franja de las ventanas se situaba el tercer banco, ocupado por los artesanos; en el centro de la sala había una mesa para el responsable del acta [29] . Una vez ya estábamos en el Römer aprovechábamos la ocasión para mezclarnos con el gentío que precedía a las audiencias municipales. Pero un encanto aún mayor tenía todo lo referido a la elección y coronación del emperador [30] . Sabíamos granjearnos el favor de los porteros para que se nos permitiera subir por la nueva y alegre escalera imperial, pintada al fresco y habitualmente cerrada por una reja. La sala electoral, con paredes tapizadas de tela púrpura y decorada con listones dorados de singulares arabescos, nos infundía un profundo respeto. Contemplábamos con gran atención los ornatos de las puertas, en los que unos niños pequeños o geniecillos vestidos con los ornamentos del emperador y cargados con las insignias del Imperio constituían una figura de lo más singular, y confiábamos en que algún día podríamos ser testigos de una coronación. Una vez habíamos conseguido meternos en el gran salón del emperador hacían falta verdaderos esfuerzos para sacarnos de él, y considerábamos nuestro amigo más sincero a todo aquel que, a la vista de los retratos de medio cuerpo de todos los emperadores que colgaban por doquier a cierta altura [31] , se mostrara dispuesto a explicarnos algunas de sus hazañas. De Carlomagno oímos cosas fabulosas; pero para nosotros lo históricamente interesante no comenzaba más que con Rodolfo de Habsburgo, quien con su hombría puso fin a trastornos tan grandes [32] . También Carlos IV llamó nuestra atención. Ya habíamos oído hablar de la Bula de Oro [33] y de la penosa Carolina [34] , y también de que no hizo pagar a los ciudadanos de Francfort su adhesión al noble antiemperador, Günther Von Schwarzburg [35] . Oímos alabar a Maximiliano como filántropo y amigo de los ciudadanos y decir que se le había vaticinado que sería el último emperador de una casa germánica, lo que desgraciadamente aconteció, ya que a su muerte la elección sólo había oscilado entre el rey de España, Carlos V, y el rey de Francia, Francisco I. Dicho esto se nos añadió con seriedad que ahora volvía a correr un vaticinio —o más bien un presagio— semejante: y es que saltaba a la vista que ya sólo quedaba espacio suficiente para el retrato de un único emperador; circunstancia que, aunque aparentemente casual, llenaba de preocupación a los patriotas. Puestos a hacer nuestro recorrido de esta guisa, no dejábamos de ir a la catedral y de visitar allí mismo la tumba de aquel valiente Günther, apreciado por amigos y enemigos. La singular losa que antiguamente la había cubierto se halla ahora erigida en el coro. La puerta inmediatamente adyacente, que conduce al cónclave, estuvo mucho tiempo cerrada para nosotros hasta que también supimos obtener finalmente de las autoridades superiores el acceso a este lugar tan significativo.

 De todos modos, hubiéramos hecho mejor en figurárnoslo con la fuerza de nuestra imaginación, como hasta entonces, ya que nos encontramos con que este cuarto tan singular en la historia alemana, en el que acostumbraban a reunirse los reyes más poderosos para una acción de tanta importancia, no estaba dignamente decorado en absoluto, sino incluso afeado por vigas, sogas, andamiajes y otros trastos que se habían querido apartar allí. Tanto más se vio estimulada nuestra imaginación y elevado el corazón cuando poco después obtuvimos permiso para estar presentes en el ayuntamiento en el momento en que iba a serles mostrada la Bula de Oro a unos cuantos forasteros distinguidos. Con gran avidez escuché entonces de niño lo que los míos, así como otros familiares y conocidos de más edad, gustaban de contarme y repetirme: las historias de las dos últimas coronaciones casi sucesivas [36] . Y es que no había un solo ciudadano de Francfort de cierta edad que no hubiera considerado estos acontecimientos y lo que los siguió como el punto culminante de su vida. Tan magnífica como resultó la coronación de Carlos VII, en la que sobre todo las fiestas del legado francés fueron espléndidas tanto por su coste como por su buen gusto, tanto más triste sería para el buen emperador lo que vino después, ya que no pudo imponer su residencia de Munich y en cierto modo se vio obligado a implorar la hospitalidad de los súbditos de su imperio. Si bien la coronación de Francisco I no tuvo una magnificencia tan evidente como aquélla, se vio enaltecida por la presencia de la emperatriz María Teresa, cuya belleza, al parecer, causó una impresión tan grande en los hombres como la figura seria y digna y los ojos azules de Carlos VII en las mujeres. Al menos, cabe decir que ambos sexos rivalizaban por proporcionarle al atento muchacho que yo era un concepto en extremo favorable de aquellas dos personalidades. Todas estas descripciones y relatos se contaban con un ánimo alegre y tranquilo, ya que por el momento la Paz de Aquisgrán [37] había puesto fin a toda contienda y, al igual que de aquellas celebraciones, también se hablaba con placidez de las pasadas campañas militares, de la batalla de Dettingen [38] y de los que debieron de ser los acontecimientos más singulares de los años transcurridos. Y tal y como suele suceder después de concertada una paz, todo lo significativo y peligroso parecía haber acontecido únicamente para servir de entretenimiento a personas felices y despreocupadas. Apenas habíamos pasado medio año inmersos en semejante limitación patriótica cuando ya daban nuevamente comienzo las ferias, que siempre causaban una efervescencia increíble en todas las cabezas infantiles. La ciudad nueva que surgía en poco tiempo gracias a la construcción de tantos puestos dentro de la ciudad vieja, la agitación y la actividad, la descarga y el desempaquetamiento de las mercancías despertaban desde los albores de la conciencia una curiosidad invencible y activa y un deseo ilimitado de posesión infantil, que de niño trataba de satisfacer a medida que crecía a veces de esta, a veces de aquella manera, según las capacidades que mi pequeño bolsillo se mostraba dispuesto a permitirme. Pero al mismo tiempo también me formaba una idea de lo que el mundo llega a producir, de lo que necesita y de lo que los habitantes de sus distintas partes intercambian entre sí. Estas grandes épocas que tenían lugar en primavera y otoño eran anunciadas por extrañas celebraciones que nos parecían tanto más honorables en cuanto representaban vívidamente los viejos tiempos y lo que de ellos perduraba aún para nosotros.

El día de la escolta [39] toda la población salía a la calle y se apiñaba en dirección a la Fahrgasse y al puente hasta más allá de Sachsenhausen. Todas las ventanas permanecían ocupadas sin que a lo largo del día sucediera nada especial. La multitud parecía estar allí sólo para apiñarse y los espectadores para contemplarse entre ellos, pues de lo que realmente se trataba no acontecía hasta la caída de la noche y consistía más en un acto de fe que en algo visible por los ojos. Y es que en aquellos viejos tiempos agitados, en el que cualquiera cometía injusticias a su antojo o bien fomentaba la justicia a su placer, los comerciantes que acudían a las ferias eran importunados y atormentados a voluntad, de modo que los reyes y otros estamentos poderosos hacían escoltar a los suyos por hombres armados hasta Francfort. Pero una vez aquí los habitantes de la ciudad imperial no estaban dispuestos a atribuirse nada parecido a sí mismos ni a su territorio, de modo que salían al encuentro de los recién llegados. Entonces era posible que se generaran disputas sobre hasta dónde podían llegar tales escoltas o incluso si podrían entrar siquiera en la ciudad. Como esto no sucedía sólo con los asuntos comerciales y feriales, sino también cuando venían personas distinguidas, ya fuera en tiempos de paz como de guerra —pero sobre todo durante los días de la elección—, y era frecuente que se llegara a las manos, se habían entablado de antiguo diversas negociaciones y concertado numerosos pactos —aunque siempre con reservas por ambas partes— para los casos en que alguna comitiva a la que no se estaba dispuesto a tolerar en la ciudad ansiara colarse en ella junto con su señor. No se había perdido la esperanza de soslayar por fin de una vez por todas este secular conflicto cuando todos los preparativos por los cuales éste había sido alimentado durante tanto tiempo y con tanta frecuencia e intensidad casi pudieron considerarse inútiles, o al menos superfluos. Pero mientras tanto, durante aquellos días, la caballería de la ciudad, dividida en varios departamentos con sendos capitanes al frente, se encaminaba hacia diversas puertas y se encontraba en determinado lugar con algunos jinetes o húsares de los estamentos imperiales que tenían derecho a escolta, quienes eran bien recibidos y agasajados junto con sus jefes. Se demoraban hasta bien entrada la tarde y entonces, apenas vistos por la multitud que aguardaba, entraban a caballo en la ciudad. Para entonces más de un caballero francfortés ya era tan incapaz de sostener su caballo como de aguantarse a sí mismo en él. Por la puerta que daba al puente entraban las comitivas más importantes y por eso allí se daba la mayor afluencia. Al final, bien avanzada la noche, entraba el coche postal escoltado del mismo modo, y se andaba con la idea de que, según la tradición, en su interior tenía que haber una anciana, motivo por el que a la llegada del coche los chicos de la calle solían irrumpir en un tremendo griterío a pesar de que para entonces ya era imposible distinguir a los pasajeros. Increíble y verdaderamente desconcertante para los sentidos era el ímpetu de la multitud, que en ese instante se abalanzaba por detrás del coche a través de la puerta del puente. Por eso las casas más próximas a él eran las más solicitadas por los espectadores. Otra celebración aún mucho más extraña y que enardecía al público durante el día era el tribunal de los silbadores [40] . Esta ceremonia recordaba aquellos viejos tiempos en los que importantes ciudades comerciales trataban, si no de librarse, sí al menos de obtener una atenuación de los aranceles que aumentaban en igual medida en que lo hacían el comercio y la industria. El emperador, necesitado de ellos, únicamente otorgaba tal libertad en los lugares en que de él dependía, aunque normalmente sólo durante un año, por lo que era preciso renovarla anualmente. Tal renovación se efectuaba mediante regalos simbólicos que eran llevados al corregidor imperial, jefe de aduanas ocasional, antes de la entrada a misa de san Bartolomé y, para mayor dignidad, durante su reunión con los escabinos.

Cuando más adelante ya no fue el emperador quien nombraba al corregidor, sino que lo elegía la misma ciudad, éste siguió conservando tales privilegios, y tanto las libertades arancelarias de las ciudades como las ceremonias con las que los delegados de Worms, Nuremberg y Alt-Bamberg reconocían esta antiquísima concesión habían sobrevivido hasta nuestros días. El día anterior a la Natividad de la Virgen había anunciada una audiencia pública. En la gran sala imperial, en un espacio acotado, los escabinos ocupan sus asientos elevados y en su centro, un escalón por encima, se halla el corregidor; los procuradores de las distintas partes se encuentran abajo a la derecha. El actuario empieza a leer en voz alta las sentencias importantes reservadas para este día. Los procuradores solicitan copias, apelan o hacen lo que habitualmente estiman necesario. De pronto una música singular anuncia, por así decirlo, la llegada de siglos pasados. Son tres silbadores, uno de los cuales sopla una vieja chirimía, el otro un bajón y el tercero una bombarda u oboe. Llevan abrigos azules, orlados en oro, las partituras prendidas en la manga y la cabeza cubierta. De esta guisa han salido de su posada a las diez en punto, seguidos de los delegados y de su séquito, admirados por propios y extraños, y así es como entran en la sala. La sesión del tribunal se interrumpe, los silbadores y su comitiva se detienen ante las barreras, el delegado entra y se coloca frente al corregidor. Los dones simbólicos que se requerían siguiendo a pies juntillas la vieja tradición consistían normalmente en la clase de mercancías con las que la ciudad comerciaba de forma habitual. La pimienta venía a valer por todas las demás, de modo que también para esta ocasión el delegado trae una copa de madera bellamente torneada llena de pimienta. Sobre ella hay un par de guantes extrañamente acuchillados, acolchados en seda y decorados con borlas, como símbolo de una concesión autorizada y aceptada de la que probablemente el mismo emperador se servía en algunos casos. A un lado se ve una varita blanca que antiguamente no podía faltar en las negociaciones legales y jurídicas. A todo ello se le añaden algunas pequeñas monedas de plata y la ciudad de Worms aporta un viejo sombrero de fieltro que después siempre se ocupará de rescatar, de modo que un mismo sombrero fue testigo de estas ceremonias durante muchos años. Una vez el delegado ha pronunciado su discurso, entregado el regalo y obtenido del corregidor la garantía de prolongación de la concesión, se aleja del corro cerrado mientras los silbadores se quedan, el cortejo se va como había venido y el tribunal continúa con sus asuntos hasta que se hace entrar al segundo delegado y, por fin, al tercero, ya que entre la llegada de uno y otro transcurre cierto tiempo, en parte para que la diversión del público dure más, y en parte porque siempre son los mismos vetustos virtuosos los que Nuremberg se había ocupado de mantener para ella y para las otras dos ciudades y de traer hasta aquí cada año. Los niños teníamos un interés especial en esta fiesta, ya que no nos halagaba poco ver a nuestro abuelo en un puesto tan honorable y porque normalmente ese mismo día solíamos ir a visitarlo muy humildemente para, una vez la abuela había vertido la pimienta en sus cajones de especias, hacernos con un vaso y una varita, un par de guantes o un Räderalbus [41] . No podíamos hacernos explicar estas ceremonias simbólicas y mágicamente invocadoras de la Edad Media sin vernos devueltos a siglos pasados y sin informarnos sobre esos usos, costumbres y pensamientos de nuestros antepasados, que, a través de unos silbadores y delegados resucitados e incluso mediante dones palpables y que nosotros podíamos llegar a poseer, se nos hacían presentes de forma tan fabulosa. Durante el buen tiempo estas celebraciones de arcaica dignidad iban seguidas por alguna fiesta más placentera para los niños y que tenía lugar fuera de la ciudad, al aire libre. En la orilla derecha del Main, corriente abajo, aproximadamente a una media hora de la puerta de la ciudad, brota un manantial de aguas sulfurosas, pulcramente captado y rodeado de antiquísimos tilos.

 No muy lejos de allí se encuentra la Casa de la Buena Gente, un hospital construido antiguamente para el aprovechamiento de este manantial. Determinado día del año se reunían en los pastos comunitarios de la zona las manadas de vacuno del vecindario, y los pastores celebraban junto con sus muchachas una fiesta rural, con baile y canto, con bastante regocijo y falta de decoro. Al otro lado de la ciudad había un espacio comunal similar, aunque más grande, igualmente embellecido por una fuente y por tilos aún más hermosos. En Pentecostés se conducían hacia allí los rebaños de ovejas, al tiempo que se liberaba de sus muros a los pobres y pálidos huérfanos. Y es que tendría que pasar bastante tiempo para que a alguien se le ocurriera que a estas criaturas abandonadas, que algún día iban a verse en la necesidad de abrirse camino como pudieran por el mundo, había que ponerlas cuanto antes en contacto con él y que, en lugar de cobijarlas tan tristemente, era preferible acostumbrarlas de entrada a servir y a soportar, teniendo todos los motivos para fortalecerlas tanto física como moralmente desde su más tierna edad. Las nodrizas y criadas, que también gustaban de proporcionarse un paseo a sí mismas, no dejaban de llevarnos en brazos o de la mano a tales sitios desde muy pronto, de modo que estas fiestas rurales probablemente formen parte de las primeras impresiones que soy capaz de recordar. Entretanto la casa había quedado terminada y en un tiempo bastante corto, ya que todo estaba bien meditado y preparado y la suma de dinero necesaria se había provisto ya. Así que de nuevo nos hallamos todos juntos y nos sentíamos a gusto, pues un plan bien ponderado, una vez hecho realidad, hace olvidar todas las incomodidades que pudieran haber generado los medios necesarios para llevarlo a cabo. Como vivienda privada la casa era lo bastante espaciosa, luminosa y alegre, tenía la escalera despejada y agradables antecámaras y ahora era posible disfrutar cómodamente de aquella vista a los jardines desde varias ventanas a la vez. Las instalaciones interiores y todo lo que formaba parte de los acabados y decoración fue terminándose poco a poco y servía al mismo tiempo de entretenimiento y de tema de conversación. Lo primero que se ocuparon de poner en orden fue la biblioteca [42] de mi padre. Los mejores libros, encuadernados total o parcialmente en piel a la manera francesa, debían decorar las paredes de su cuarto de trabajo y de estudio. Poseía las bellas ediciones holandesas de los autores latinos, que en aras de su armonización exterior trataba de adquirir siempre en formato de cuarto, y muchas otras cosas referidas a las antigüedades romanas y a la jurisprudencia elegante [43] . No faltaban los más destacados poetas italianos, de entre los cuales mostraba gran predilección por el Tasso. También disponía de los mejores relatos recientes de viajes, y él mismo disfrutaba corrigiendo y completando el Keyssler y el Nemeitz [44] . En no menor medida se había rodeado de los medios auxiliares necesarios, de diccionarios de diversas lenguas y de enciclopedias, de manera que fuera posible asesorarse a voluntad, así como de algunos otros que servían tanto a la utilidad como al placer. La otra mitad de esta biblioteca, en pulcros volúmenes de pergamino con títulos de bella caligrafía, había sido situada en una habitación abuhardillada especial. Mi padre se dedicaba con gran paciencia y orden a la adquisición de libros nuevos, así como a su encuadernación y ordenación, para lo cual las reseñas eruditas que atribuían particulares cualidades a esta u aquella obra ejercían gran influencia sobre él. Su colección de tesis jurídicas crecía cada año en varios volúmenes. Los cuadros, que en la casa vieja habían colgado dispersos por todas partes, habían sido ahora reunidos y colocados simétricamente en las paredes [45] de una agradable habitación situada junto al cuarto de estudio, todos en marcos negros decorados con varillas doradas.

Mi padre defendía el principio, expresado por él a menudo e incluso con vehemencia, de que había que dar trabajo a los maestros vivos y dedicarse menos a los ya fallecidos, en cuya alta estima solía haber mucho de prejuicio. Tenía la idea de que con los cuadros sucedía exactamente igual que con los vinos del Rin, que, aunque los años les proporcionaran un valor añadido, podían producirse a cada nuevo año con igual excelencia que en los anteriores. Una vez transcurrido cierto tiempo, el vino joven también se volvería viejo, siendo igualmente valioso y quizá incluso más gustoso. Muchas veces se reafirmaba en esta opinión con la consideración de que diversos cuadros antiguos parecían haber conservado un gran valor para los aficionados únicamente gracias a que se habían vuelto más oscuros y pardos, generando un tono armónico que era alabado con frecuencia. Mi padre, en cambio, aseguraba no tener ningún temor de que los nuevos cuadros no pudieran ennegrecerse también con el tiempo, pero no estaba dispuesto a reconocer que precisamente eso los hiciera ganar en nada [46] . Siguiendo estos principios mantuvo ocupados durante varios años a todos los artistas de Francfort: al pintor Hirt, que sabía guarnecer muy bien con rebaños los encinares y hayedos, así como otras de las denominadas «zonas rurales». También a Trautmann, que había tomado a Rembrandt como modelo y había llegado lejos con sus luces y reflejos de interior en no menor medida que con sus hogueras de gran efecto, hasta el punto de que una vez le encargaron que pintara un cuadro que hiciera pareja con uno de Rembrandt.  [… …>>]    [p. 27 del archivo PDF]   

[fuente archivo PDF  _Goethe_Poesia_y_verd.pdf ]

posteado por kalais 11/8/2022 – ch

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